“Las constantes que tejen mi destino: el vivir en un tiempo por completo extraño a mis intereses y a mis gustos, la familiaridad con el irse muriendo como oficio esencial de cada día, la condición que tiene para mí el universo de lo erótico siempre implícito en ese oficio, un continuo desplazarse hacia el pasado, procurando el momento y el lugar adecuados en donde hubiera cobrado sentido mi vida y una muy peculiar costumbre de consultar constantemente la naturaleza, sus presencias, sus transformaciones, sus trampas, sus ocultas voces a las que, sin embargo, confío plenamente la decisión de mis perplejidades, el veredicto sobre mis actos, tan gratuitos, en apariencia, pero siempre tan obedientes a esos llamados” (Álvaro Mutis, La nieve del Almirante)
Estas
vacaciones han estado dedicadas al inicio de un nuevo proyecto que ya comienza
a tomar forma. Pretendo hacer un recorrido por algunas obras de la literatura
colombiana buscando dar cuenta de cómo en ellas se ha hablado, explícitamente o
no, de la huida como forma de habitar
el mundo. Ello implica no solamente dar cuenta de las obras sino también
acercarse a las vidas de algunos escritores que de una u otra forma han
terminado por asumir dicha actitud como forma de vida. La búsqueda no ha podido
iniciar de una mejor manera: la obra de Álvaro Mutis y, particularmente, las “Empresas y tribulaciones de Maqroll el
Gaviero” (Alfaguara, 2007), tomo en el que se recopilan las obras en donde
Mutis da cuenta de las aventuras del personaje: La nieve del almirante (1986), Ilona
llega con la lluvia (1988), La última escala del Tramp Steamer
(1988), Un bel morir (1989),
Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993).
Maqroll el Gaviero: la serena
dignidad de los héroes vencidos
En
las distintas novelas y relatos, Mutis sumerge al lector en una experiencia del
mundo que Gabriele Bizzarri califica de la siguiente manera: “La insistencia de Álvaro Mutis en la lectura
y recuperación de antiguos géneros tiene en su obra un síntoma concreto en la
escritura de una nueva novela de aventuras, inscrita en los mecanismos y
códigos de la desprestigiada «literatura de evasión». La necesidad de mitos
heroicos en el texto del escritor colombiano se acompaña de la constatación de
su imposibilidad y tiñe su prosa de una nostalgia posmoderna, una elegía por la
pérdida de los antiguos relatos protectores y el fracaso de las empresas y
epopeyas clásicas” (Bizzarri, 2002). En efecto, las experiencias de Maqroll
el Gaviero aparecen siempre dotadas de una doble realidad que lo mantienen
irremediablemente suspendido, y en ello consiste su carácter trágico, entre la
sed de movimiento, de acción, de aventuras, y la sensación de encontrarse en un
tiempo que no es el suyo y que lo lleva a remitirse de manera permanente al
pasado (a través de su insaciable obsesión por lecturas históricas) y a la
necesidad de encontrar una suerte de sosiego que hasta el final de sus días se
mantuvo esquivo. Es esta suspensión entre una y otra experiencia lo que hace
del Gaviero el mejor representante de lo que él mismo llama la indiferencia del inevitable clima de derrotas
que siempre lo acompañó, la serena e impotente dignidad de los vencidos, de los
rehenes de la nada cuya condición siempre termina apartándolos de sus
semejantes. La obra de Mutis se llena entonces de un tiempo en el que la
acción, el movimiento, la torpeza de los hombres por querer controlarlo todo,
se une y se separa de permanentes sensaciones de irrealidad en las que no es
posible distinguir dónde comienza y dónde terminan los objetos, las personas,
el pasado o el presente.
Y
en este contexto juega un papel fundamental Ilona
llega con la lluvia, la historia más conocida de Mutis y que, en mi
opinión, funciona justamente como la
metáfora perfecta acerca de esta tensión entre el peso de un tiempo único,
indivisible, que niega el movimiento, y los planes de los seres humanos que una
y otra vez terminan en fracasos que ellos ni siquiera alcanzaban a contemplar;
tal como lo diría el Gaviero: “ese magma
informe y ciego que avanza sin propósito ni cauce determinados y que se llama
historia” (CONTINÚA en "más información").
Ilona llega
con la lluvia: el peso de un tiempo
indivisible
La
historia de Ilona es sencilla y sólo diré que gira alrededor del encuentro
entre Maqroll el Gaviero, Ilona y Larissa, en la consolidación y fin de una especie de casa de citas en Panamá. Como he dicho, no es el argumento el que
otorgue la riqueza a la historia, sino la tensión que representan los
personajes: de un lado Maqroll e Ilona y, de otro, Larissa. La aparición de ésta última casi al final de la novela juega un papel maravilloso. Larissa es todo,
son muchas cosas en un solo personaje. Me explico: en primer lugar, es una
figura que perfectamente podía haber encontrado Ricardo Piglia en su búsqueda
acerca de las formas de leer en El último
lector y, particularmente, de mujeres que leen; se trata en este sentido de
una especie de Don Quijote femenino, esa figura que termina absolutamente
enloquecida por sus lecturas y, particularmente, por las lecturas de tiempos
pasados; para Larissa la línea entre ficción y realidad, entre pasado y
presente, sencillamente se desvanece para terminar consumiendo su propia vida.
En esa obsesión se parece mucho a Maqroll con sus lecturas históricas, y por
ello los dos comparten esa sensación de encontrarse en un tiempo que no es el
propio. Las lecturas tanto de Larissa como del Gaviero representan esa especie
de huida del tiempo presente, esa forma de encontrar sentido en un tiempo que
no es el propio. En el Gaviero esta tensión se mantiene irresuelta hasta el
final de sus días; en Larissa se resuelve a favor del pasado en detrimento de
su propia vida.
Y
aquí el segundo elemento: dichas lecturas han hecho de Larissa la viva metáfora
del peso del tiempo, de la conjunción del pasado, el presente y el futuro, o
mejor aún, de un tiempo diluido o detenido en el que la distinción entre los
tres se hace imposible y termina explotando. Cuando lúcidamente Maqroll se
refiere a Larissa como una entidad indiferenciable del barco en el que antes
viajó y que ahora, hecho ruinas, habita en medio del puerto (Además no creo que haya nada que consiga
sacarla ya del Lepanto. Ella “es” ese barco, forma parte de esos despojos
tirados en la costanera; hasta tal punto que uno no consigue saber dónde
terminan éstos y dónde comienza ella. El problema no es Larissa, ella hace
mucho que prescindió de hacerse ninguna pregunta, de plantearse ninguna duda),
no está aludiendo más que una existencia que se ha hecho una con el pasado, una
existencia que se ha convertido, ella misma, en el peso del tiempo; eso es
Larissa y no otra cosa: el peso del tiempo que se niega a ser vivido como
pasado, presente y futuro. El problema que Maqroll apenas entiende e Ilona
alcanza a temer, es que ese peso es el que a lo largo de sus vidas ellos
siempre han buscado eludir.
Y
este es el tercer elemento del maravilloso conflicto que termina encarnando la
presencia de Larissa: esta mujer que no gratuitamente posee unos rasgos físicos
tan parecidos a los de Ilona, representa justamente su mímesis, el alma gemela
pero contraria de la que siempre ha querido huir, es decir lo contrario a ese constante
movimiento, al permanente desarraigo que Maqroll refiriéndose a la rutina de
Villa Rosa (la casa de citas) describe de la siguiente manera:
“la
monotonía de esa rutina era ajena a nuestros principios de perpetuo
desplazamiento, de rechazo a todo lo que pudiera significar un compromiso
duradero, una obligada permanencia en no importa qué lugar de la tierra”
(206)
Mientras
Maqroll e Ilona representan este perpetuo movimiento, Larissa representa, como ya lo he dicho, el
peso del pasado: sus lecturas no fueron cualquier tipo de lecturas, todas
ellas, mientras se encargaba de cuidar a la Princesa de la Vega y Hoyos, se
referían a tiempos pasados, a pasados épicos llenos de caballeros y batallas
que son los que terminan apoderándose de ella en el viaje emprendido a bordo
del Lepanto. Y es ese tiempo denso
del pasado que se niega a desaparecer el que termina disolviendo su tiempo
presente y haciendo de su vida no más que la continua y agotadora espera en la que al final se sume su
existencia. Y es esta la razón por la cual la aparición de Larissa genera tanta
incertidumbre y peso en la vida de Ilona y de Maqroll, y particularmente en la
de la primera: cuando Ilona habla angustiada de esta nueva presencia en su
vida, se refiere a ella como el regreso de demonios internos que a lo largo de
toda su vida se ha esforzado por mantener en la oscuridad, guardados en lo más
profundo de su alma; y qué otros pueden ser entonces esos demonios si no ese peso del tiempo, la inercia de la existencia representada por Larissa, el
inevitable camino hacia la nada que tanto ha temido el Gaviero.
El
final del conflicto podría haber sido parecido al final de Bartleby y así lo sospeché antes de terminar la novela: Larissa
termina consumida por su propia naturaleza diluida en el tiempo, por una
contradicción que no tiene solución alguna; nunca nadie supo qué ocurrió con
ella, sencillamente desapareció. Sin embargo, Mutis se encarga de dejar clara
la lección: el peso de ese tiempo que se niega a ser separado en pasado,
presente y futuro –y que no deja de hacerme pensar en la obra de Tomás
González–, ese tiempo en donde todo es
igual a todo porque es nada, se niega a ceder a los caprichos, acciones y
pataletas de los seres humanos. Ese tiempo que es sólo uno y que El Gaviero
encontró en medio del cañón de Aracuriare –encontrando con él la tan anhelada
quietud y certidumbre frente a la vida–, se niega a desaparecer y vuelve terco
e incorruptible a dejar claro que su peso es el peso de nuestras propias
existencias.
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