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domingo, 23 de diciembre de 2012

Un poema de Quevedo sobre el tiempo

Por azar me encuentro con un poema de Francisco de Quevedo de una pertinencia maravillosa para pensar el tiempo en el mundo contemporáneo. Escrito a comienzos del siglo diecisiete, "Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió" no solo habla de la angustia de un hombre que  siente cerca a la muerte, ni tampoco de lo corta que se nos aparece la vida, ni solo de la incertidumbre en el paso de los días. No es, solamente, un asunto subjetivo y por eso su pertinencia (el hecho de que en el segundo terceto diga soy un fue y no, por ejemplo, soy un fui). Siento que su versión del tiempo (tempus fugit) nos habla del tiempo puntuado al que ya se referiría Michel Mafessoli, un tiempo que se parece más a una sucesión de pequeñas big bangs que a una línea y del que hablé ya en la entrada anterior sobre Neuman. Un tiempo que, a propósito, se ve cada vez más claramente reflejado en la forma misma de la literatura contemporánea: fragmentos, voces cruzadas, tiempos que explotan en sí mismos.


Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió
 «¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la Salud y la Edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Andrés Neuman: "Cómo viajar sin ver" y "Hablar solos"


Me acerqué a Andrés Neuman con muchas expectativas. Más que por sus premios lo hice porque según Bolaño, tan pesimista sobre la nueva narrativa, dijo que Neuman había sido tocado por la gracia, que la literatura del siglo XXI pertenecería a él y a otros de su camada. Lo primero que leí, intenté leer mejor, fue Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 2010), una especie de diario de la gira por Latinoamérica que realizó para presentar su novela El viajero del siglo (Alfaguara, 2009) con la que obtuvo el premio Alfaguara y el Premio de la Crítica. Digo que intenté leerlo porque efectivamente no lo terminé. La idea es maravillosa y de entrada muestra a un escritor reflexivo y muy inteligente. El libro está hecho de fragmentos dentro de fragmentos porque, según dice, de eso está hecha la vida en el mundo contemporáneo, de ilusiones de movimiento en medio de la quietud, de viajeros sedentarios, de especies de pequeños big bangs–oscuros a veces, luminosos a veces– que parecieran agotarse en sí mismos; de la vida en los aeropuertos como gran altar de nuestros días. El viaje es eso, los viajes que realizó Neuman por las ciudades latinoamericanas de la gira fueron eso: viajar sin ver, ver apenas fragmentos, nada de profundidad. Decidió entonces que su diario debería reflejar esa nueva forma de viajar que tan bien habla de nuestra propia existencia: un diario hecho de fragmentos, de aforismos (de hecho tiene un libro de aforismos: El equilibrista (Acantilado, 2005) que aún no leo). La idea es muy buena, insisto, arriesgada y sensata, pero digamos que sencillamente me aburrió; digamos que quizás sigo prefiriendo las historias profundas, las historias con capacidad de crear mundos en los que logramos creer, en los que logramos hundirnos como especies de detectives, dispuestos a abandonarnos, a dejarnos llevar, a creer. Digamos que sencillamente, y quizás en esto peco de ser un lector muy conservador aún, me aburrió porque sigo creyendo en la sensación de totalidad que puede crear la literatura; puede hacerlo a partir de fragmentos sin duda, sólo que en el caso de Cómo viajar sin ver el conjunto desaparece una vez  ha sido mencionado en la presentación y nos sumergimos en anécdotas desconectadas que, a mi parecer, terminan defraudando la posibilidad de unidad que se prometió.

En fin. Todo lo contrario ocurre con Hablar solos (Alfaguara, 2012). Se trata de una historia profunda en todo el sentido de la palabra. Hecha de fragmentos, de múltiples voces (como al mejor estilo Rashomon), pero todas unidas en torno a una línea, a un problema que se muestra cada vez más pertinente como metáfora del mundo y como espacio para la literatura: el dolor, la enfermedad, las despedidas, la muerte (lo siguiente que habrá que leer, a pesar de la pereza que me ha dado, tendrá que ser La luz difícil de Tomás González). Mario está muriendo. Decide emprender un viaje con su hijo de diez años, Lito, conduciendo un inmenso camión, Pedro, para realizar una entrega que en realidad no es más que una excusa. Como los mejores viajes, diría Mutis, éste viaje se agota en sí mismo; dice Mario en algún momento: “Te juro que estaba dispuesto a consentirte cualquier cosa, un whisky, un tequila, un vodka, lo que fuera, y tú pediste una fanta, y fue maravilloso, a lo mejor para eso hicimos el viaje, ¿no?, para tomarnos una fanta en un motel con putas, y entonces todo valió la pena”. Releo la frase y vuelvo a sentir un nudo en la garganta. Mientras tanto está Elena, que ha decidido dejarlos viajar a pesar de que no deja de preocuparse porque la salud de Mario se empeore en medio del viaje y puedan quedar tirados en mitad de alguna carretera. Mientras tanto su dolor, sus temores, la fuerza de una despedida que se le hace cada vez más pesada e inevitable, la sumergen en una intensa búsqueda interna, cruda, visceral, bizarra hasta los tuétanos. Una búsqueda que, igual que el viaje de su esposo y de su hijo, se agota en sí misma, no la lleva a ningún lado sino a la explotación de su propia angustia. Pero con eso basta, no puede hacer otra cosa más que hundirse y revolcarse en ella, vivirla, confundirse, olvidarse, irse, negarse y afirmarse, explotar, en carne y hueso, literalmente, explotar.

La enfermedad, el dolor y el cuerpo se convierten en los protagonistas principales y aquí Neuman es profundamente lúcido. Dice Elena viendo a su esposo en el hospital una vez ha regresado del viaje: “Cuando lo contemplo, flaco y blanco como una sábana más, a veces pienso: Ese no es Mario. No puede ser él. El mío era otro, demasiado distinto. / Pero otras veces me pregunto: ¿Y si ese, exactamente, fuera Mario? ¿Y si, en lugar de haber perdido su esencia, ahora sólo quedase lo esencial de él? ¿Como una destilación? ¿Y si en el hospital estuviéramos malentendiendo los cuerpos de nuestros seres queridos? (...) Hay esperas que son como una muerte lenta. Me asfixia estar esperando una muerte para reanudar mi vida, sabiendo de sobra que, cuando suceda, voy a ser incapaz de reanudarla”. “El hospital te convierte en un cuerpo”, dice Mario. Y sigue: “lo peor es que todo esto no me ha enseñado nada, lo que siento es rencor, antes, cómo decirte, creía que sufrir servía para algo, como una especie de balanza, ¿entiendes?, un sufrimiento a cambio de alguna conclusión, una debilidad a cambio de tal conocimiento, mierda, todo es una mierda, y además qué vanidoso, como si uno pudiera organizar el dolor, no, el dolor es puro, no tiene utilidad, es de lo poco que puedo asegurarte, hijo, tú no te enseñes a sufrir, no aprendas nunca”. Otra vez un nudo en la garganta. Recuerdo a Hass hablando del dolor acurrucado en el patio de una cárcel mexicana en 2666: “A Hass le gustaba sentarse en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba pensar. Le gustaba que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo. Finalmente pensaba en el lujo, el lujo de tener memoria, el lujo de saber un idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo”. Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento diría Baudelaire en el epígrafe de Bolaño.

La historia está llena de paisajes melancólicos, paisajes de despedida, paisajes del final de algo, del final de todo. Así describe Lito una de las ciudades a las que llegan: “En Comala de la Vega todas las casas son bajas y las antenas están torcidas. Seguro que cuando sopla el viento los televisores cambian de canal (...). Papá ha inventado un juego. Cada vez que llegamos a un lugar tengo que adivinar cuántos habitantes tiene. En Comala de la Vega no creo que viva nadie. Las calles están quietas. Lo único que se mueve es Pedro. Todos los coches parecen muy viejos. Como si los hubieran dejado ahí hace mil años. Si se apagaran los semáforos no pasaría nada”. Eso y los hospitales como signos asépticos de nuestra lucha contra el dolor.

El dolor como un síntoma contemporáneo, como lo que a pesar de todo permanece inevitable, imposible de organizar. La enfermedad como metáfora de un mundo que muere y nace a cada instante, con cada fragmento, con cada big bang. Fragmentos que, como con los cuadros puntillistas, pueden terminar formando un todo. Depende de nuestra capacidad, cada vez más difícil de mantener, de ver el conjunto, de construirlo, de inventarlo a cada momento.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Percival Bartlebooth en "La vida instrucciones de uso" de Georges Perec

Repeticiones. Series. Viajes. Volver al inicio sin dejar rastro. El silencio. Los detalles. Las obsesiones. La disciplina. La creación – la cancelación. La planeación minuciosa. El largo plazo. La antigüedad. Los fragmentos. La posibilidad del conjunto. La imposibilidad del conjunto.

Percival Bartlebooth, uno de los personajes principales del monumental rompecabezas literario de Georges Perec, La vida instrucciones de uso, es quizás el que mejor recoge las obsesiones y el proyecto mismo del autor francés: se dedica a pintar acuarelas y convertirlas en puzzles con la ayuda de sus colaboradores Winckler y Kusser, para luego reconstruirlos intentando que no quede rastro alguno del proceso. En la obra, escrita en 1978, los puzzles se convierten, justamente, en la mejor metáfora de la vida en el mundo contemporáneo. Los puzzles –enigmas– hablan de un mundo fragmentado cuyas piezas sólo adquieren sentido una vez se ha tenido acceso, o se ha reconstruido mejor, el conjunto completo. La función de Barltebooth en la obra de Perec pareciera así reproducir la historia de gran parte de la humanidad: crear un mundo unitario, quebrarlo sutil, disciplinada y obsesivamente en pequeñas piezas, armarlo nuevamente y, finalmente, buscar hacer de él lo más parecido al mundo original. La humanidad sumergida en este juego se encontraría apenas, para ser condescendientes, en el proceso de desbaratar, aunque no tan consciente ni disciplinadamente por supuesto, las pinturas originales.

Lo más interesante es que, sin embargo, el mundo original que Bartlebooth ha creado deja de existir irremediablemente; lo que se logra después de la reconstrucción es un mundo bastante similar pero que, por más que se esfuercen él, Kusser y Winckler, guardará ahora un plus que antes no existía: las huellas del trabajo de la reconstrucción. Unas huellas que, desde entonces, serán parte fundamental de un nuevo y original mundo. De hecho, será cada puzzle armado el que al final termine convirtiéndose, él mismo, en una pieza que unida con las otras permitirá reconstruir la vida de su creador Bartlebooth. Historias dentro de historias, fragmentos entre fragmentos, piezas entre piezas.

Pero además de ser una perfecta metáfora de la vida -hace unos días alguien me decía que Perec era más sociólogo que literato- la obra del escritor se convierte quizás en el ejemplo más radical de lo que mencionaba Bolaño acerca de la imposibilidad, después de escrita La invensión de Morel de Bioy Casares, de seguir escribiendo novelas que se basen tan solo en el argumento, que se sostengan tan solo en el relato de una historia lineal. La literatura se convierte entonces, como ya muchos han dicho, en una labor de detectives, de unión de fragmentos y, por qué no, del fracaso en el intento de encontrar el conjunto.

Sin más, aquí transcribo el sucinto proyecto vital de Bartlebooth narrado en “La vida instrucciones de uso”:

Bartlebooth decidió un día que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad.

Se le ocurrió esta idea cuando tenía veinte años. Fue primero una idea vaga -¿Qué hacer?-, una respuesta que se iba esbozando: nada. No le interesaba el dinero, el poder, el arte ni las mujeres. Tampoco la ciencia, ni tan siquiera el juego. A lo sumo las corbatas y los caballos o, si se prefiere, imprecisa pero palpitante tras estas fútiles ilustraciones (aunque millares de personas orientan eficazmente su vida alrededor de sus corbatas y un número mucho mayor aún alrededor de sus caballos del domingo), cierta idea de perfección.

Idea que se fue desarrollando durante los meses y los años siguientes, articulándose alrededor de tres principios rectores:

El primero fue de orden moral: no se trataría de una proeza o un récord: ni escalar un pico ni alcanzar una fosa marina. Lo que Bartlebooth hiciera no sería espectacular ni heroico.; sería simple y discretamente un proyecto, difícil, pero no irrealizable, dominado de cabo a rabo y que dirigiría la vida de quien se dedicara a él en todos sus pormenores.

El segundo fue de orden lógico: al excluir todo recurso al azar, el proyecto haría funcionar el tiempo y el espacio como coordenadas abstractas en las que vendrían a inscribirse, con una recurrencia ineluctable, acontecimientos idénticos que se producirían inexorablemente en su lugar y fecha.

El tercero, por último, fue de orden estético: el proyecto, inútil, por ser la gratitud la única garantía de su rigor, se destruiría a sí mismo a medida que se fuera realizando; su perfección seria circular, una sucesión de acontecimientos que, al enlazarse unos con otros, se anularían mutuamente. Batlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero, a través de las transformaciones precisas de unos objetos acabados.

De este modo quedó organizado concretamente un programa que se puede enunciar sucintamente del modo siguiente:

Durante diez años, de 1925 a 1935, se iniciaría Bartlebooth en el arte de la acuarela. .

Durante veinte años, de 1935 a 1955, recorrería el mundo, pintando, a razón de una acuarela cada quince días, quinientas marinas de igual formato (65 x 50 o 50 x 64 standard), que representarían puertos de mar. Cada ve que estuviera acabada una de estas marinas, se enviaría a un artista especializado (Gaspard Winckler) que la pegaría a una delgada placa de madera y la recortaría, formando un puzzle de setecientas cincuenta piezas.

Durante veinte años, de 1955 a 1975, Bartlebooth , de regreso en Francia, reconstruiría, siguiendo su orden, los puzzles así preparados, a razón, una vez más, de uno puzzle cada quince días. A medida que se reconstruyeran los puzzles , se reestructurarían las marinas, de tal manera que pudieran despegarse de s soporte, trasladarse al lugar mismo en el que -veinte años atrás- habían sido pintadas y sumergirse en una solución detersiva, de la que saldría una simple hoja de papel Whatman intacta y virgen.

Así no quedaría rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor.

miércoles, 22 de agosto de 2012

A propósito de “El buen salvaje” de Eduardo Caballero y “Sin remedio” de Antonio Caballero



Sin remedio no es una novela sobre Bogotá. Al mismo A. Caballero le salen chispas por los ojos cada vez que un periodista se refiere a su novela de esa forma: podría haberla escrito con cualquier otra ciudad del mundo como escenario, ha dicho muchas veces (París por ejemplo, como ocurre en El buen salvaje). El centro de SR es, y ahí su gran conexión con EBS, la dificultad de escribir: poesía, en el caso de SR, novela en el caso de EBS. Las dos novelas giran alrededor de ese asunto: el humor ácido de los protagonistas de ambas novelas, su profundo escepticismo ante cualquier empresa humana (que tanto recuerda a Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis), su conciencia de clase por llamarla de alguna manera, su horror ante los panfletos políticos como forma de vida (vengan de donde vengan), sus opiniones tan políticamente incorrectas y, en fin, su torpeza y desinterés por comprometerse con cualquier cosa (sobre todo ellos mismos), todo ello, gira alrededor del ejercicio de la escritura.

Queda la pregunta acerca de por qué Caballero hijo nunca parece haber mencionado (no que yo sepa) las profundas semejanzas (que para mí resultan siendo una deuda a la novela de su padre) entre las dos novelas (sin querer ignorar sus profundas diferencias también): la escena en el taller de las pintoras por ejemplo (llena de comunistas escritores y pintores) en donde el personaje termina concluyendo: “1. Todos y cada uno de los contertulios están a punto de realizar una obra maestra; 2. Todo lo que ya se ha hecho en el mundo, desde los sumerios hasta nuestros días, no es sino un entremés del plato fuerte que cada uno de ellos está cocinando en su taller de pintura, o en su mesa de café, o en la biblioteca de su universidad; 3. Quien no es comunista es un reaccionario abominable”, guarda una increíble semejanza con las tantas reuniones que sostiene Ignacio Escobar con Federico (¡que además también es pintor!) y Ana María (ambos comunistas por supuesto), y en una de las cuales Ignacio pronuncia una de mis diálogo favoritos de la novela: “Quédese quieto, Federico. Es mejor no hacer nada. La gente que hace cosas es por lo general profundamente dañina… yo soy como una planta tranquila en su maceta, sin molestar a nadie, dedicada a placeres inocentes como la transmutación de la luz en color, que es tan difícil, del aire en flores… cómo se llama eso: la diálisis, la heliofilización”. También aparecen semejanzas sorprendentes en cómo describen a los transeúntes y sobre todo a los pasajeros del Metro, en París, y de los buses, en Bogotá: ambos autores no dudan en compararlos de la misma manera con el olor agrio de las basuras y la podredumbre en general. En fin, la lista sería infinita: ¡hasta el gusto de los dos protagonistas por hacer espuma mientras orinan aparece en las dos novelas! Queda la pregunta entonces sobre el silencio de A. Caballero sobre todo esto. A pesar de ello y sin ninguna duda, quizás solamente porque vivo en Bogotá, sigo prefiriendo Sin remedio.

sábado, 18 de agosto de 2012

La huida en la literatura

LA HUIDA COMO FORMA DE HABITAR EL MUNDO EN CINCO ESCRITORES COLOMBIANOS

Huir en el mundo contemporáneo

Foto de Francesca Woodman
Huir. Huir de qué, de dónde, para qué, por qué, hacia dónde huir, cómo huir, con quién huir. Cuándo huir y por cuánto tiempo; cuándo volver, huir para nunca volver. Huir para olvidar, huir para buscar, huir para dejar de buscar, huir para sobrevivir, para dejarse morir, para desaparecer; huir para ser alguien o para dejar de serlo; huir para no chocar, huir para encerrarse, huir para moverse; huir para hacer algo o para dejar de hacerlo. Huir leyendo, huir escribiendo, huir caminando, huir corriendo, huir sólo, huir en grupo; huir de uno mismo y huir de los demás; huir en el agua, debajo de ella, huir debajo de la tierra o caminando sobre ella; huir rabioso, triste, asustado. Huir en la ficción, huir en la vida real, huir pasando de la ficción a la realidad y viceversa. Sea por lo que sea, con quien sea, para lo que sea, huir siempre es una señal de libertad, de la posibilidad de buscar recuerdos o de dejarlos atrás; una señal que nos enviamos a notros mismos y a los demás para recordar que podemos desprendernos, que podemos movernos, así sea para luego decidir dejar de movernos. Huir nos permite tomar conciencia de nosotros mismos; saber que somos distintos a todo lo demás, al mundo, a las condiciones en las que vivimos pero, sobre todo, distintos a nosotros mismos: huir nos permite contradecirnos, nos permite volver sobre nuestros caminos, encontrar nuestros límites, separarnos de todo y quebrarnos, renunciar.

Por ello, contrario a lo que suele creerse, huir es un acto de confrontación y no de cobardía. Huir, voluntariamente o no, tiene que ver con la capacidad de ponerlo todo en cuestión y la consecuente incapacidad para acomodarse; no es un acto de afirmación –es decir, de acomodamiento–, pero no lo es tampoco de rebeldía y aquí la gran atracción que genera la huida como forma de habitar el mundo y no sólo como condición circunstancial: al igual que el Bartleby de Melville, la huida busca mantenerse entre la afirmación y la negación, entre el acomodamiento y la rebeldía; aparece justo cuando el mundo le exige al individuo escoger bando, cuando comienza a exigirle respuestas, planes, acciones, movimiento; cuando le exige responder a las expectativas de los demás, cuando le exige asumir un rol; en palabras de Giorgio Agamben, Bartleby hace eterno el momento de la potencia, el momento en el que ninguna decisión se ha tomado, el momento en el que todo acto y todo pensamiento es solo posible, sólo potencia –potencia de ser y potencia de no ser– pero que nunca llega a desdoblarse en acto. De la misma manera, huir implica también negar la posibilidad de tomar posición, implica renunciar a la exigencia de moverse, de hablar, de decidir; implica renunciar a hacer ruido, y  más bien opta, como diría Ignacio Escobar en Sin remedo de Antonio Caballero, por dedicarse, como lo hacen las plantas, a esa labor tan complicada que es transformar la luz en color: la heliofilización. No se trata, de nuevo, ni de cobardía ni de ignorancia, sino más bien de reflexión, de la mejor y única salida posible al complot que es la realidad: la ironía, como bien lo diría Ricardo Piglia. Huir no es entonces renunciar a algo concreto, es más bien renunciar a la necesidad de elegir como gran principio del mundo contemporáneo; es intentar cerrar, en la medida de lo posible, las acciones de la vida en las que se hace necesario elegir la mejor opción; no se trata del acto adolescente de huir del trabajo, de huir de los compromisos familiares, de huir del consumismo, de huir de la política, de la huida como el rompimiento de las cadenas que nos atan a la sociedad; se trata de huir del acto mismo de elegir como principio vital. En últimas, la literatura sobre huidas cancela el gran principio del mundo contemporáneo según el cual la libertad de elegir (elegir religión, política, estilo de vida, orientación sexual, tipo de música, etc.) garantiza la felicidad; lo cancela cuando muestra que en realidad se trata de una obligación, de la obligación de elegir. Por ello los relatos que se acercan a esta serie de sensaciones se llenan de una melancolía que es justamente el resultado de la inutilidad de elegir; por eso se llenan de personajes en busca de la quietud, de la contemplación; por eso se llenan de tiempos en los que el pasado, el presente y el futuro se diluyen en oposición al tiempo hecho de puntos, de pequeños bing bangs, de los que habla el sociólogo Michel Maffesoli; por ello sus personajes se hunden una y otra vez en la búsqueda de sentido; y por ello, casi siempre, terminan encontrando como única respuesta, le necesidad de dejar de buscar.

Se trata de un acto predominantemente moderno y occidental además. Está basado en la aparición del individuo, es decir, en la separación de la persona como algo distinto y autónomo frente a la naturaleza y frente a otros individuos. La huida del individuo, al menos como aquí me interesa, es decir como una forma en que los sujetos actúan sobre sí mismos y no como simple huida física, sólo se hace posible en medio de la sociedad de masas; no es sino en las grandes ciudades, en medio de las masas, en medio del anonimato, en donde, paradójicamente, aparece en realidad el individuo: ¿En dónde es más intensa la búsqueda de identidad que en las grandes ciudades? ¿En dónde la sociedad está dispuesta a ofrecer mayor diversidad de kits identitarios que en esos grandes conglomerados urbanos? Ya lo decía Marx hablando del zóom politikón: el aislamiento es sólo posible en sociedad. Y es sólo en esas condiciones en donde entonces aparece la posibilidad de que cada individuo actúe sobre sí mismo: no sólo encontrarse a sí mismo, identificarse, diferenciarse de los demás, sino sobre todo diferenciarse de sí mismo, contradecirse, construirse de manera permanente y en diversos caminos que usualmente se estrellan los unos con los otros. Y es también en esas condiciones en donde, entonces, aparece la huida como forma de subjetividad, como forma de construcción del sujeto.
Modernidad, individuo, conciencia, huida. Literatura. La literatura como confesión, como catarsis en la que el autor se desdobla en los personajes de su relato para solucionar o abrir problemas propios: “con esta composición –dice Goethe en sus memorias refiriéndose a la redacción de Werther–, más que con ninguna otra, me había liberado de aquel estado tempestuoso y apasionado al que había sido arrastrado violentamente por culpas propias y ajenas…. Escrita la obra, me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión general y dispuesto a emprender otra vida. El viejo remedio me había sentado esta vez perfectamente”. La literatura como práctica para ocultarse del mundo como tal lo escribiera Kafka en una carta a Felice: “con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva”; la literatura para dotar de sentido la propia existencia a partir de lo que se lee o de lo que se escribe. La literatura para huir, para refugiarse, para imaginar, para aislarse, para comprender, para moverse o detenerse… la literatura para actuar sobre nosotros mismos [continúa en "más información"]

martes, 3 de julio de 2012

"La desesperanza" de Álvaro Mutis


Como si hubiera estado cerniendo arena en el último mes, después de casi haber terminado la obra de Álvaro Mutis me encuentro con una conferencia que el escritor colombiano ofreció en México en 1965 titulada "La desesperanza". En ella (que se consigue fácilmente en la red) Mutis menciona las cinco características que él considera constitutivas de los personajes desesperanzados en la literatura:

1.       La primera condición de la desesperanza es la lucidez, dice. A mayor lucidez mayor desesperanza y a mayor desesperanza mayor posibilidad de ser lúcido; a reserva, desde luego, de que esta lucidez no se aplique ingenuamente en provecho propio e inmediato, porque entonces se rompe la simbiosis, el hombre se engaña y se ilusiona, «espera» algo, y es cuando comienza a andar un oscuro camino de sueños y miserias.
2.       La segunda condición de la desesperanza es su incomunicabilidad. La desesperanza se intuye, se vive interiormente y se convierte en materia misma del ser, en substancia que colora todas las manifestaciones, impulsos y actos de la persona, pero siempre será confundida por los otros con la indiferencia, la enajenación o la simple locura.
3.        La tercera característica del desesperanzado es su soledad. Soledad nacida por una parte de la incomunicación y, por otra, de la imposibilidad por parte de los demás de seguir a quien vive, ama, crea y goza, sin esperanza.
4.        Cuarta condición de la desesperanza es su estrecha y peculiar relación con la muerte. Si bien lo examinamos, el desesperanzado es, a fin de cuentas, alguien que ha logrado digerir serenamente su propia muerte, cumplir con la rilkeana proposición de escoger y moldear su fin.
5.       Por último ‑y aquí se presenta la ineficacia de la palabra que he escogido para nombrar esta charla‑ nuestro héroe no está reñido con la esperanza.  Lo que define su condición sobre la tierra, es el rechazo de toda esperanza más allá de los más breves límites de los sentidos, de las más leves conquistas del espíritu. El desesperanzado no «espera» nada, no consiente en participar en nada que no esté circunscrito a la zona de sus asuntos más entrañables.

Los cinco puntos sirven para todo, se esté de acuerdo no; se convierten en toda una línea de comprensión  para mucho de lo que solemos leer. Habrá entonces que volver a la arena cernida después de haber leído la conferencia y regresar a los relatos del escritor colombiano.

“Preferiría no hacerlo“. Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo


En cada uno de sus ensayos, Agamben, Deleuze y Pardo se dedican a escarbar en las consecuencias filosóficas y lingüísticas de la fórmula I would prefer not to del relato Bartleby el escribiente de Melville. La idea general que queda luego de leer los tres textos está basada en la frase de Aristóteles según la cual “toda potencia es también potencia de no”. La fórmula lingüística de Bartleby (cuya indeterminación se pierde en la traducción al castellano “preferiría no hacerlo” al agregar el verbo) es, según los autores, la más pura exaltación de la potencia, es decir de una forma de habitar el mundo en la que se renuncia al acto, al hacer, y más bien se sitúa en la indeterminación de lo que puede ser o no ser al mismo tiempo o, mejor, de lo que es y no es al mismo tiempo. Cuando Bartleby se mantiene en su preferiría no…, lo que hace es negar el paso tanto a la afirmación como a la negación, manteniendo intacta la posibilidad de las dos, de la potencia.

Esta exaltación de la potencia en la formula de Bartleby tiene una doble cara en apariencia contradictoria: de un lado, desactiva la relación entre personas y entre palabras y cosas, es decir cancela, y de otro, mantiene intactas la contingencia del mundo, la posibilidad de que pase cualquier cosa, es decir habilita, crea. En cuanto a la primera de las cancelaciones –la posibilidad de asignar roles a los individuos a partir de las decisiones que toman– dicen Agamben y Deleuze:

La fórmula I would prefer not to desactiva aquello actos de habla mediante los cuales un jefe puede dar órdenes, un amigo bienintencionado puede hacer preguntas o un hombre de fe puede prometer. Si Bartleby se negase a algo, aún podría ser reconocido como un rebelde o un contestatario y recibir en condición de tal un estatuto social. Pero la fórmula desactiva todo acto de habla al mismo tiempo que convierte a Bartleby en un mero excluido a quien no cabe ya atribuir situación social alguna” (Deleuze). “Bartleby no consiente pero tampoco se limita a negar, y nada le es más extraño que el pathos heroico de la negación” (Agamben)

Bartleby entonces, según esto, no es, como suele ser visto, un ejemplo de resistencia: nunca se niega, nunca se opone, nunca dice no, solamente preferiría no. Se dedica, de nuevo, a exaltar la indeterminación, a cancelar el paso de la potencia al acto.
De otro lado, cancela además el vínculo entre las palabras y las cosas:

es como si el ‘to’ con el que concluye, que tiene un carácter anafórico puesto que no remite directamente a  un segmento de realidad sino a un término precedente, único gracias al cual puede adquirir significado, se absolutizase hasta perder toda referencia, volviéndose, por así decirlo, sobre la frase misma: anáfora absoluta que gira sobre sí misma, sin remitir a un objeto real ni a un término anaforizado (i would prefer not to prefer not to…) (Agamben)

La fórmula que Bartleby repite no predica nada, se suspende en sí misma, y a la vez se aniquila.
Pero lo mejor de esta exaltación de la potencia es justamente la otra cara de la moneda, una que no cancela sino que crea: al evitar el paso del momento de la potencia –en el que cualquier cosa es posible– al de acto –en el que sólo un camino toma forma eliminando los otros que antes eran igual de posibles–, el I would prefer not to se convierte en realidad en el mejor elogio a la creatividad innata a la indeterminación de la potencia, en la que cualquier hecho, cualquier pensamiento, cualquier decisión, es siempre posible. En este sentido la decisión, la acción, cancelaría la multiplicidad, castraría la creatividad, mientras que la ausencia de decisiones y de actos se encargaría de mantenerla siempre viva, eterna.

La vida de Bartleby termina encarnado, literalmente, esa eternización de la potencia, de la falta de acción. Su vida, que se ha convertido en un bucle lingüístico, en la pura inacción, en la cancelación del tiempo, no puede terminar entonces de otra manera sino en la misma anulación que encarna su frase; su muerte no es entonces asumida como un hecho extraño sino como simplemente la última y máxima exaltación de la ausencia de acto. Agamben lo dice así para terminar su texto:

la interrupción de la escritura señala el paso a la creación segunda, en la que Dios reclama su potencia de no ser y crea a partir del punto de indiferencia entre potencia e impotencia. La creación que se cumple de ese modo no es una recreación ni una repetición, sino más bien una descreación, en la cual lo que ha ocurrido y lo que no ha pasado se restituyen a su unidad originaria en la mente de Dios, y en la cual aquello que podía no ser y ha sido se difumina en aquello que podía ser y no fue” (135). Bartleby alcanza el centro inverificable de su “verificarse o no verificarse…. Por eso el patio amurallado no es, después de todo, un lugar tan triste. Es el cielo y es la hierba. Y la criatura sabe perfectamente “dónde se encuentra

En fin. Tal vez la gran mentira de las sociedades contemporáneas sea la ilusión –que en realidad se ha convertido en la obligación– de elegir; de cierta forma Bartleby descubre el engaño y se resiste a seguirlo; y quizás no sea el único: la sociedad Aire de Dylan creando ideas para nunca llevarlas a cabo; Ignacio Escobar en Sin remedio negándose a tomar cualquier decisión sobre su vida; Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis negando la utilidad de cualquier tipo de empresa humana; la epoqué de los escépticos; el viejo y romántico poeta de Vicky, Cristina, Barcelona de Woody Allen que ha decidido escribir versos hermosos para nunca ser entregados al mundo, o todo el experimento en el que se embarca uno de los personajes de Lisbon Story de Wim Wenders en el que se dedica a crear imágenes que nunca serán hechas públicas. Menos ruido, menos opciones, menos alternativas, menos campos en los que sea posible, necesario u obligatorio elegir. El salto al tema del regreso a lo primitivo en Álvaro Mutis es evidente, pero de eso escribiré luego.

martes, 26 de junio de 2012

Mudarse


No me imagino a Oblomov mudándose; no me lo imagino luchando contra decenas de objetos buscando ordenarlos según nuevas lógicas; no me lo imagino intentando adaptarse; no me lo imagino cansado de moverse por el espacio, cansado de cargar, de desordenar y ordenar para volver a desordenar. Tampoco me imagino a Ignacio Escobar en esas; tampoco, por supuesto, me imagino a Bartleby. No me los imagino. Pero en cambio, sí me imagino a Goncharov, sí me imagino a Caballero y sí me imagino a Melville. No me imagino a Rosa Schwarzer pero sí a Vila-Matas, ni tampoco a Ingeborg pero sí a Bolaño.
Me mudé hace un par de semanas y es una excepción que decida escribir sobre ello en este blog. Me mudé de un pequeñísimo apartestudio sin ventanas (de unos veinte metros cuadrados) a uno de más del doble del tamaño, con bastante iluminación y bastante aire. Podría decir muchas cosas acerca de lo que ha implicado el cambio, pero sólo me limitaré a dos cosas: la foto de arriba a propósito de lo entretenido que ha resultado seguir el curso de los aviones e intentar adivinar el cambio de rumbo que tendrán una vez hayan alcanzado la altura necesaria (el de la foto giró hacia el sur, es decir: hacia San José del Guaviare, Popayán, Amazonas, Quito, Huanaca, Arequipa, Cochabamba, Sao Paulo, Cutitiba,  Bueno Aires o San Carlos de Bariloche), de un lado; de otro la transcripción de uno de esos autores que no sólo es fácil imaginarse mudándose sino que además ha escrito sobre ello: Georges Perec en “Especies de espacios”:

Mudarse
Dejar un apartamento. Desocupar una casa. Levantar campo. Despejar. Ahuecar el ala.
Inventariar ordenar clasificar seleccionar
Eliminar tirar vender
Romper
Quemar
Bajar desellar desclavar despegar desatornillar descolgar
Desconectar soltar sacar desmontar doblar cortar
Enrollar
Empaquetar Embalar apretar anudar apilar juntar amontonar atar envolver proteger envolver proteger recubrir  cerrar apretar
Recoger llevar levantar
Barrer
Cerrar
Marcharse

Instalarse
Limpiar verificar probar cambiar acondicionar firmar esperar imaginar inventar decidir ceder doblar curvar enfundar equiparar desnudar partir enrollar volver golpear refunfuñar sombrear modelar centrar proteger entoldar amasar arrancar cortar conectar esconder soltar accionar instalar chapucear encolar romper atar pasar apilar amontonar planchar pulir consolidar hundir enclavijar enganchar ordenar serrar fijar clavar marcar anotar calcular subir medir dominar ver apear pesar con todo su peso embadurnar apomazar pintar frotar rascar enlazar subir tropezar franquear extraviar hallar revolver tumbarse a la bartola cepillar enmasillar desguarnecer camuflar enmasillar ajustar ir y venir lustrar dejar secar admirar extrañarse exasperarse impacientarse sobreseer apreciar añadir intercalar sellar clavar atornillar fijar coser ponerse en cuclillas encaramarse enfriarse centrar acceder lavar evaluar contar sonreír sostener restar multiplicar quedarse plantado esbozar comprar adquirir recibir devolver desembalar deshacer orlar encuadrar engastar observar considerar soñar fijar agujerear  estrenar una casa acampar profundizar alzar procurarse  sentarse adosar apuntalar enjuagar desatascar completar clasificar barrer suspirar silbar mientras se trabaja humedecer encapricharse arrancar fijar carteles  [detenerse] fijar insistir trazar acuchillar cepillar pintar agujerear conectar alumbrar cebar soldar curvarse desclavar sacar punta atornillar distraerse disminuir sostener agitar antes de usar afilar extasiarse  rematar atrancar rascar desempolvar maniobrar pulverizar equilibrar verificar humedecer taponar vaciar triturar esbozar explicar encogerse de hombros acoplar dividir andar de aquí para allá hacer tensar cronometrar yuxtaponer acercar casar blanquear lacar volver a tapar aislar arquear  prender lavar buscar entrar soplar
instalarse
habitar
vivir

jueves, 31 de mayo de 2012

Ilona llega con la lluvia (Álvaro Mutis, 1988): una novela sobre el tiempo


“Las constantes que tejen mi destino: el vivir en un tiempo por completo extraño a mis intereses y a mis gustos, la familiaridad con el irse muriendo como oficio esencial de cada día, la condición que tiene para mí el universo de lo erótico siempre implícito en ese oficio, un continuo desplazarse hacia el pasado, procurando el momento y el lugar adecuados en donde hubiera cobrado sentido mi vida y una muy peculiar costumbre de consultar constantemente la naturaleza, sus presencias, sus transformaciones, sus trampas, sus ocultas voces a las que, sin embargo, confío plenamente la decisión de mis perplejidades, el veredicto sobre mis actos, tan gratuitos, en apariencia, pero siempre tan obedientes a esos llamados”
(Álvaro Mutis, La nieve del Almirante)

Estas vacaciones han estado dedicadas al inicio de un nuevo proyecto que ya comienza a tomar forma. Pretendo hacer un recorrido por algunas obras de la literatura colombiana buscando dar cuenta de cómo en ellas se ha hablado, explícitamente o no, de la huida como forma de habitar el mundo. Ello implica no solamente dar cuenta de las obras sino también acercarse a las vidas de algunos escritores que de una u otra forma han terminado por asumir dicha actitud como forma de vida. La búsqueda no ha podido iniciar de una mejor manera: la obra de Álvaro Mutis y, particularmente, las “Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero” (Alfaguara, 2007), tomo en el que se recopilan las obras en donde Mutis da cuenta de las aventuras del personaje: La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1988), La última escala del Tramp Steamer (1988), Un bel morir (1989), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993).

Maqroll el Gaviero: la serena dignidad de los héroes vencidos
En las distintas novelas y relatos, Mutis sumerge al lector en una experiencia del mundo que Gabriele Bizzarri califica de la siguiente manera: “La insistencia de Álvaro Mutis en la lectura y recuperación de antiguos géneros tiene en su obra un síntoma concreto en la escritura de una nueva novela de aventuras, inscrita en los mecanismos y códigos de la desprestigiada «literatura de evasión». La necesidad de mitos heroicos en el texto del escritor colombiano se acompaña de la constatación de su imposibilidad y tiñe su prosa de una nostalgia posmoderna, una elegía por la pérdida de los antiguos relatos protectores y el fracaso de las empresas y epopeyas clásicas” (Bizzarri, 2002). En efecto, las experiencias de Maqroll el Gaviero aparecen siempre dotadas de una doble realidad que lo mantienen irremediablemente suspendido, y en ello consiste su carácter trágico, entre la sed de movimiento, de acción, de aventuras, y la sensación de encontrarse en un tiempo que no es el suyo y que lo lleva a remitirse de manera permanente al pasado (a través de su insaciable obsesión por lecturas históricas) y a la necesidad de encontrar una suerte de sosiego que hasta el final de sus días se mantuvo esquivo. Es esta suspensión entre una y otra experiencia lo que hace del Gaviero el mejor representante de lo que él mismo llama la indiferencia del inevitable clima de derrotas que siempre lo acompañó, la serena e impotente dignidad de los vencidos, de los rehenes de la nada cuya condición siempre termina apartándolos de sus semejantes. La obra de Mutis se llena entonces de un tiempo en el que la acción, el movimiento, la torpeza de los hombres por querer controlarlo todo, se une y se separa de permanentes sensaciones de irrealidad en las que no es posible distinguir dónde comienza y dónde terminan los objetos, las personas, el pasado o el presente.
Y en este contexto juega un papel fundamental Ilona llega con la lluvia, la historia más conocida de Mutis y que, en mi opinión,  funciona justamente como la metáfora perfecta acerca de esta tensión entre el peso de un tiempo único, indivisible, que niega el movimiento, y los planes de los seres humanos que una y otra vez terminan en fracasos que ellos ni siquiera alcanzaban a contemplar; tal como lo diría el Gaviero: “ese magma informe y ciego que avanza sin propósito ni cauce determinados y que se llama historia” (CONTINÚA en "más información").

viernes, 18 de mayo de 2012

El mar de las Sirtes. Julien Gracq (1951)


“Me sentía de la raza de aquellos vigías en los que la espera interminablemente defraudada nutre en sus fuentes poderosas la certeza del suceso”
“A los hombres razonables no les sucede nada…”
El Mar de las Sirtes. Julien Gracq. 1951

Al parecer la novela del francés Julien Gracq -seudónimo de Louis Pourier-, El mar de las Sirtes, no es tan reconocida como creo que debería serlo. Llegué a ella porque Enrique Vila-Matas habla de ella como una de los textos pioneros de la novela contemporánea, es decir, según lo dice el autor en Perder teorías, una obra que ya desde entonces encontraba  su base en la alta poesía, en la intertextualidad, en la primacía del estilo sobre la trama, en el derrumbe moral del mundo contemporáneo y en una forma de narrar que dejaba la sensación de estar viendo un reloj que avanza lentamente. Estos son los cinco elementos que para Vila-Matas constituirían una buena novela contemporánea –con todos los peros que se le puedan poner a esta teoría – y a su parecer, los cinco elementos que cumple claramente la novela de Gracq. ¨(CONTINÚA EN "más información")