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viernes, 18 de mayo de 2012

El mar de las Sirtes. Julien Gracq (1951)


“Me sentía de la raza de aquellos vigías en los que la espera interminablemente defraudada nutre en sus fuentes poderosas la certeza del suceso”
“A los hombres razonables no les sucede nada…”
El Mar de las Sirtes. Julien Gracq. 1951

Al parecer la novela del francés Julien Gracq -seudónimo de Louis Pourier-, El mar de las Sirtes, no es tan reconocida como creo que debería serlo. Llegué a ella porque Enrique Vila-Matas habla de ella como una de los textos pioneros de la novela contemporánea, es decir, según lo dice el autor en Perder teorías, una obra que ya desde entonces encontraba  su base en la alta poesía, en la intertextualidad, en la primacía del estilo sobre la trama, en el derrumbe moral del mundo contemporáneo y en una forma de narrar que dejaba la sensación de estar viendo un reloj que avanza lentamente. Estos son los cinco elementos que para Vila-Matas constituirían una buena novela contemporánea –con todos los peros que se le puedan poner a esta teoría – y a su parecer, los cinco elementos que cumple claramente la novela de Gracq. ¨(CONTINÚA EN "más información")
La novela cuenta la historia de Aldo, un joven de la nobleza de Orsenna que, aburrido con la vida ociosa de su generación, decide viajar hacia el mar de las Sirtes en la frontera entre su país y Farghestán, un país vecino con el cual se encuentra en guerra hace más de trescientos años. A lo largo de la historia de Orsenna, los viajes de los jóvenes nobles a zonas de frontera han sido entendidos como formas de vigilancia de parte de la monarquía a los poderes militares, buscando evitar posibles golpes de Estado. Sin embargo, aunque la “misión” pareciera emocionante, realmente resulta todo lo contrario y ahí quizás la gran fortaleza de la novela: más que contar las experiencias de Aldo en su viaje y estadía a orillas del mar, la novela nos sumerge en un tiempo en el que no pasa nada, en un tiempo absolutamente muerto en el que la guerra ha terminado sosteniéndose nada más que en la imaginación de los dos bandos y en las viejas poesías de escritores ya muertos, pues desde hace años no hay ninguna señal de ella. Los dos países dicen estar en guardia, dicen proteger la frontera, dicen estar observando el mar esperando que en cualquier momento aparezca un bombardero enemigo; los dos países dicen, y saben, que están en guerra. Pero en realidad no ocurre nada, nunca ocurre nada. El tiempo en el mar de las Sirtes se ha detenido hace muchos años, tal como lo dice el capitán Marino a cargo de los soldados: “La ciudad no es vieja, no tiene edad, como yo” (261)
Es en este escenario en el que aparece lo único que puede dar sentido a la existencia de los soldados y de Aldo: la espera; y no es la espera de algo en particular, es la espera en sí misma. No lo confiesan a los demás pero tampoco a ellos mismos. Y no lo hacen porque saben que efectivamente es lo único que tienen, que lo peor que podía pasar es que comenzara a regarse el rumor de que la guerra no existe, o, peor aún, que los países decidieran acordar la paz. Así se refiere a esta sensación de tiempo detenido y de espera Marino:
Antes he hablado del equilibrio [dice Marino]. Lo tranquilizador del equilibrio es que nada se mueve. Pero lo cierto es que falta un soplo para moverlo todo. Aquí no se mueve nada, y llevamos así trescientos años. Tampoco las cosas han cambiado en nada, a no ser en cierta manera de apartar la vista de ellas
Y luego Aldo recordando su estadía allí, se cuestiona acerca del inexplicable estado de alerta en unas condiciones en las que no había nada más inútil que estar alerta:
´Cuando se me vuelven a representar en la imaginación aquellos días tan aparentemente vacíos, busco en vano una señal, una picadura visible de aquel aguijón que me mantenía tan singularmente alerta. No pasaba nada, era una tensión ligera y febril, el aviso de un insensible pero perpetuo ‘estar en guardia’” (33)
La novela entonces nos sumerge en la espera de algo que se sabe que no ocurrirá pero que se ha convertido en lo más sagrado, no sólo de los soldados, sino de los dos países. En medio de esta sensación entonces, todo pareciera dotarse de un cierto tono de irrealidad en el que resulta casi imposible separar lo que ocurre y lo que es producto del delirio, de la imaginación, del aburrimiento. Ficción y realidad se tejen en experiencias que gravitan permanentemente de uno a otro lado. Pero en un escenario como este no es la lentitud lo que otorga esa sensación; es todo lo contrario: la acción, el movimiento; en medio de ese equilibrio que tanto defiende Marino, son las señales de que algo pueda comenzar a moverse lo que genera el desacomodo y la sensación de que se está ingresando a un sueño. Y de hecho hay pocas acciones a lo largo de la novela que en realidad trastornen el equilibrio, modifiquen el tiempo detenido. Así nos lo dice Aldo a propósito de un incidente con un barco de Orsenna comandado por él, que tuvo lugar cerca a la costa del Farghestán y derivó en una pequeña escaramuza no buscada:
Acto seguido se abrió un pequeño consejo de guerra, cuyo desarrolló seguí sin decir palabra, sintiéndome aturdido como me sentía por una sensación de irrealidad creciente al ver que las cosas tomaban cuerpo solapadamente de aquél modo. Roberto proponía medidas de urgencia. Fabrizio hojeaba reglamentos. Por sí sola, después de escapárseme de los dedos, se devanaba la madeja de cuyo cabo había tirado yo primero
La actividad molesta, interrumpe, estorba, incomoda, no se entiende. Y ocurre así porque es justamente la ausencia de la llegada de lo esperado lo que le da sentido a la eterna espera.
Y aquí juega un papel fundamental la manera como se mueve la información a lo largo del relato. En el caso de Orsenna, contrario a como debería ocurrir en medio de un país en guerra, la información de lo que ocurre en el Almirantazgo de las Sirtes llega casi de inmediato a los pobladores de la ciudad sin saber a ciencia cierta cómo llegó; las acciones de todos están siempre circulando de boca en boca pero nunca se trata de informaciones oficiales ni sustentadas. Se supone, por ejemplo, que en el país enemigo algo raro sucede, un traspaso inadecuado de poderes o algo por estilo, y que entonces algo va a ocurrir; se supone que hay algo que todos saben pero que Aldo ignora y que generará consecuencias inesperadas; siempre se supone que algo va ocurrir, todos lo suponen sin saber cómo ni por qué, todos lo cuentan, se imaginan planes complotistas, se encuentran culpables, se envían recomendaciones oficiales, pero en realidad todo pareciera provenir y finalizar en la inercia de trescientos años en los que no ha pasado nada.
Una guerra que lentamente se ha quedado dormida, un tiempo que sólo dependía de ella para seguir su movimiento, engendra esa sensación de eterna espera que se niega a desaparecer y esa confusión entre realidad y ficción que tan directamente recuerda Esperando a Godot de Beckett o La puerta de la ley de Kafka. Y a esa confusión entre realidad y ficción nos remite el hecho de que muchas escenas de la novela transcurran después de que Aldo es despertado repentinamente, como sacado de un sueño que realmente no sabemos si termina ahí o no. Nunca sabemos qué ocurre en realidad y qué es producto de la imaginación; muchas partes de la novela transcurren en esa sensación de irrealidad a la que Aldo y Marino no dejan nunca de hacer referencia. Hasta la revisión obsesiva y solitaria que Aldo emprende de los mapas del territorio en medio de un cuarto que, como él mismo dice, pareciera ser el único espacio limpio que se niega a perder su utilidad, se ve constantemente envuelto en esa sensación adormilada que confunde realidad y ficción; ni siquiera los mapas en los que Aldo buscaba signos para organizar su experiencia en las Sirtes, para poder ubicarse al menos en el espacio ya que el tiempo había desaparecido, escapan al sueño, a la ficción, a la inercia.
El sopor ancestral de Orsenna, disuadiendo con su prolongada paciencia hasta el sentido de la responsabilidad y el afán de previsión, había moldeado a aquella juventud, envejecida bajo una tutela omnipotente y senil, para que nunca pudiera ocurrir nada de veras, para que nada pudiera resultar decisivo. No había que desaprovechar las oportunidades de divertirse. Pero, inevitablemente, un día u otro, habría que volver a la casa de patos” (218)
Por último, el estilo no podría ser diferente y creo que en esto también se basa Vila-Matas para su valoración de la novela en tanto la primacía del estilo y la conexión con la alta poesía: como caminando entre metáforas, pensé mientras leía. Y en esto tiene un especial papel la descripción del paisaje como si fuera una misma cosa con las emociones de los hombres. Hay múltiples ejemplos de cómo Gracq logra esta unidad entre las dos cosas:
Me sentía en connivencia con la inclinación de aquel paisaje que se iba deslizando hacia la nada absoluta. Era fin y principio. Más allá de aquellas inmensidades de juncos lúgubres, se extendían las arenas del desierto, aún más estériles. Y más allá –semejantes a la muerte que traspasamos–, detrás de una neblina de espejismo, refulgían las cimas a las que ya no podían negar un nombre” (66)
Sin duda la novela logra entonces situarnos en esa situación de espera tan común en los relatos contemporáneos. Pero me parece más interesante que lo haga en medio de la guerra, es decir, en medio del escenario ejemplar en el que esperar puede costar la vida, en medio del mejor escenario para el movimiento, los acontecimientos, el tiempo que no se detiene... pareciera una contradicción, y por ello es que creo que ahí está la potencia del relato de Gracq. Una última cosa que se me vino a la cabeza mientras leía: el profundo parecido que la novela guarda con la sensación melancólica de The thin red line de Terrence Malick. Valdrá la pena ver la película después de leer la novela.

4 comentarios:

Mauricio Montenegro dijo...

Según la reseña, la historia parece MUY cercana a la de "El Desierto de los Tártaros", de Dino Buzzati, publicada 11 años antes que la novela de Gracq. No es improbable que se trate incluso de una suerte de homenaje o revisión.

Vladimir Caraballo Acuña dijo...

No lo conozco. Gracias por el comentario. Aprovecharé las vacaciones para buscarla.

Kurt William dijo...

Excelente reseña.

myriam dijo...

Estoy encantada de leer el comentario de Mauricio Montenegro porque estoy terminando "El mar de las Sirtes" y todo el rato me venía a la cabeza la novela de Dino Buzzati,"El Desierto de los Tártaros", y no recordaba su nombre.Y la verdad es que tienen muchas analogías.Habiéndome gustado las dos, me inclino mas por "El Desierto de los Tártaros" pues le veo un toque poético más desnudo, menos forzado.
También me recordó a la excelente "Los Acantilados de Marmol", de Jungër.