“Me sentía de la raza de aquellos vigías en los que la espera
interminablemente defraudada nutre en sus fuentes poderosas la certeza del
suceso”
“A los hombres razonables no les sucede nada…”
El Mar de las Sirtes.
Julien Gracq. 1951
Al parecer
la novela del francés Julien Gracq -seudónimo de Louis Pourier-, El mar de las
Sirtes, no es tan reconocida como creo que debería serlo. Llegué a ella
porque Enrique Vila-Matas habla de ella como una de los textos pioneros de la
novela contemporánea, es decir, según lo dice el autor en Perder teorías, una obra que ya desde entonces encontraba su base en la alta poesía, en la
intertextualidad, en la primacía del estilo sobre la trama, en el derrumbe
moral del mundo contemporáneo y en una forma de narrar que dejaba la sensación
de estar viendo un reloj que avanza lentamente. Estos son los cinco elementos
que para Vila-Matas constituirían una buena novela contemporánea –con todos los
peros que se le puedan poner a esta teoría
– y a su parecer, los cinco elementos que cumple claramente la novela de Gracq. ¨(CONTINÚA EN "más información")
La novela
cuenta la historia de Aldo, un joven de la nobleza de Orsenna que, aburrido con
la vida ociosa de su generación, decide viajar hacia el mar de las Sirtes en la
frontera entre su país y Farghestán, un país vecino con el cual se encuentra en
guerra hace más de trescientos años. A lo largo de la historia de Orsenna, los
viajes de los jóvenes nobles a zonas de frontera han sido entendidos como
formas de vigilancia de parte de la monarquía a los poderes militares, buscando
evitar posibles golpes de Estado. Sin embargo, aunque la “misión” pareciera
emocionante, realmente resulta todo lo contrario y ahí quizás la gran fortaleza
de la novela: más que contar las experiencias de Aldo en su viaje y estadía a
orillas del mar, la novela nos sumerge en un tiempo en el que no pasa nada, en
un tiempo absolutamente muerto en el que la guerra ha terminado sosteniéndose
nada más que en la imaginación de los dos bandos y en las viejas poesías de
escritores ya muertos, pues desde hace años no hay ninguna señal de ella. Los
dos países dicen estar en guardia, dicen proteger la frontera, dicen estar
observando el mar esperando que en cualquier momento aparezca un bombardero
enemigo; los dos países dicen, y saben, que están en guerra. Pero en realidad
no ocurre nada, nunca ocurre nada. El tiempo en el mar de las Sirtes se ha
detenido hace muchos años, tal como lo dice el capitán Marino a cargo de los
soldados: “La ciudad no es vieja, no
tiene edad, como yo” (261)
Es en este
escenario en el que aparece lo único que puede dar sentido a la existencia de
los soldados y de Aldo: la espera; y
no es la espera de algo en particular, es la espera en sí misma. No lo
confiesan a los demás pero tampoco a ellos mismos. Y no lo hacen porque saben
que efectivamente es lo único que tienen, que lo peor que podía pasar es que
comenzara a regarse el rumor de que la guerra no existe, o, peor aún, que los
países decidieran acordar la paz. Así se refiere a esta sensación de tiempo
detenido y de espera Marino:
“Antes he hablado del
equilibrio [dice Marino]. Lo
tranquilizador del equilibrio es que nada se mueve. Pero lo cierto es que falta
un soplo para moverlo todo. Aquí no se mueve nada, y llevamos así trescientos
años. Tampoco las cosas han cambiado en nada, a no ser en cierta manera de
apartar la vista de ellas”
Y luego Aldo
recordando su estadía allí, se cuestiona acerca del inexplicable estado de
alerta en unas condiciones en las que no había nada más inútil que estar alerta:
“´Cuando se me vuelven
a representar en la imaginación aquellos días tan aparentemente vacíos, busco
en vano una señal, una picadura visible de aquel aguijón que me mantenía tan
singularmente alerta. No pasaba nada, era una tensión ligera y febril, el aviso
de un insensible pero perpetuo ‘estar en guardia’” (33)
La novela
entonces nos sumerge en la espera de algo que se sabe que no ocurrirá pero que
se ha convertido en lo más sagrado, no sólo de los soldados, sino de los dos
países. En medio de esta sensación entonces, todo pareciera dotarse de un
cierto tono de irrealidad en el que resulta casi imposible separar lo que
ocurre y lo que es producto del delirio, de la imaginación, del aburrimiento.
Ficción y realidad se tejen en experiencias que gravitan permanentemente de uno
a otro lado. Pero en un escenario como este no es la lentitud lo que otorga esa
sensación; es todo lo contrario: la acción, el movimiento; en medio de ese
equilibrio que tanto defiende Marino, son las señales de que algo pueda comenzar
a moverse lo que genera el desacomodo y la sensación de que se está ingresando
a un sueño. Y de hecho hay pocas acciones a lo largo de la novela que en
realidad trastornen el equilibrio, modifiquen el tiempo detenido. Así nos lo
dice Aldo a propósito de un incidente con un barco de Orsenna comandado por él,
que tuvo lugar cerca a la costa del Farghestán y derivó en una pequeña
escaramuza no buscada:
“Acto seguido se abrió
un pequeño consejo de guerra, cuyo desarrolló seguí sin decir palabra,
sintiéndome aturdido como me sentía por una sensación de irrealidad creciente
al ver que las cosas tomaban cuerpo solapadamente de aquél modo. Roberto
proponía medidas de urgencia. Fabrizio hojeaba reglamentos. Por sí sola,
después de escapárseme de los dedos, se devanaba la madeja de cuyo cabo había
tirado yo primero”
La actividad
molesta, interrumpe, estorba, incomoda, no se entiende. Y ocurre así porque es
justamente la ausencia de la llegada de lo esperado lo que le da sentido a la
eterna espera.
Y aquí juega
un papel fundamental la manera como se mueve la información a lo largo del
relato. En el caso de Orsenna, contrario a como debería ocurrir en medio de un
país en guerra, la información de lo que ocurre en el Almirantazgo de las
Sirtes llega casi de inmediato a los pobladores de la ciudad sin saber a
ciencia cierta cómo llegó; las acciones de todos están siempre circulando de
boca en boca pero nunca se trata de informaciones oficiales ni sustentadas. Se
supone, por ejemplo, que en el país enemigo algo raro sucede, un traspaso
inadecuado de poderes o algo por estilo, y que entonces algo va a ocurrir; se
supone que hay algo que todos saben pero que Aldo ignora y que generará
consecuencias inesperadas; siempre se supone que algo va ocurrir, todos lo
suponen sin saber cómo ni por qué, todos lo cuentan, se imaginan planes
complotistas, se encuentran culpables, se envían recomendaciones oficiales,
pero en realidad todo pareciera provenir y finalizar en la inercia de
trescientos años en los que no ha pasado nada.
Una guerra
que lentamente se ha quedado dormida, un tiempo que sólo dependía de ella para
seguir su movimiento, engendra esa sensación de eterna espera que se niega a
desaparecer y esa confusión entre realidad y ficción que tan directamente
recuerda Esperando a Godot de Beckett
o La puerta de la ley de Kafka. Y a
esa confusión entre realidad y ficción nos remite el hecho de que muchas
escenas de la novela transcurran después de que Aldo es despertado
repentinamente, como sacado de un sueño que realmente no sabemos si termina ahí
o no. Nunca sabemos qué ocurre en realidad y qué es producto de la imaginación;
muchas partes de la novela transcurren en esa sensación de irrealidad a la que
Aldo y Marino no dejan nunca de hacer referencia. Hasta la revisión obsesiva y
solitaria que Aldo emprende de los mapas del territorio en medio de un cuarto
que, como él mismo dice, pareciera ser el único espacio limpio que se niega a
perder su utilidad, se ve constantemente envuelto en esa sensación adormilada
que confunde realidad y ficción; ni siquiera los mapas en los que Aldo buscaba
signos para organizar su experiencia en las Sirtes, para poder ubicarse al
menos en el espacio ya que el tiempo había desaparecido, escapan al sueño, a la
ficción, a la inercia.
“El sopor ancestral de
Orsenna, disuadiendo con su prolongada paciencia hasta el sentido de la
responsabilidad y el afán de previsión, había moldeado a aquella juventud,
envejecida bajo una tutela omnipotente y senil, para que nunca pudiera ocurrir
nada de veras, para que nada pudiera resultar decisivo. No había que
desaprovechar las oportunidades de divertirse. Pero, inevitablemente, un día u
otro, habría que volver a la casa de patos” (218)
Por último,
el estilo no podría ser diferente y creo que en esto también se basa Vila-Matas
para su valoración de la novela en tanto la primacía del estilo y la conexión
con la alta poesía: como caminando entre metáforas, pensé mientras leía. Y en
esto tiene un especial papel la descripción del paisaje como si fuera una misma
cosa con las emociones de los hombres. Hay múltiples ejemplos de cómo Gracq
logra esta unidad entre las dos cosas:
“Me sentía en
connivencia con la inclinación de aquel paisaje que se iba deslizando hacia la
nada absoluta. Era fin y principio. Más allá de aquellas inmensidades de juncos
lúgubres, se extendían las arenas del desierto, aún más estériles. Y más allá
–semejantes a la muerte que traspasamos–, detrás de una neblina de espejismo,
refulgían las cimas a las que ya no podían negar un nombre” (66)
Sin duda la
novela logra entonces situarnos en esa situación de espera tan común en los
relatos contemporáneos. Pero me parece más interesante que lo haga en medio de
la guerra, es decir, en medio del escenario ejemplar en el que esperar puede costar la vida, en medio
del mejor escenario para el movimiento, los acontecimientos, el tiempo que no
se detiene... pareciera una contradicción, y por ello es que creo que ahí está
la potencia del relato de Gracq. Una última cosa que se me vino a la cabeza
mientras leía: el profundo parecido que la novela guarda con la sensación
melancólica de The thin red line de
Terrence Malick. Valdrá la pena ver la película después de leer la novela.
4 comentarios:
Según la reseña, la historia parece MUY cercana a la de "El Desierto de los Tártaros", de Dino Buzzati, publicada 11 años antes que la novela de Gracq. No es improbable que se trate incluso de una suerte de homenaje o revisión.
No lo conozco. Gracias por el comentario. Aprovecharé las vacaciones para buscarla.
Excelente reseña.
Estoy encantada de leer el comentario de Mauricio Montenegro porque estoy terminando "El mar de las Sirtes" y todo el rato me venía a la cabeza la novela de Dino Buzzati,"El Desierto de los Tártaros", y no recordaba su nombre.Y la verdad es que tienen muchas analogías.Habiéndome gustado las dos, me inclino mas por "El Desierto de los Tártaros" pues le veo un toque poético más desnudo, menos forzado.
También me recordó a la excelente "Los Acantilados de Marmol", de Jungër.
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