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viernes, 11 de mayo de 2012

“Aire de Dylan”: de la indolencia a la búsqueda de lo originario

Para huir de un lugar lo mejor es quedarse en él” (E.Vila-Matas)

Enrique Vila-Matas y las sensibilidades contemporáneas

En Dublinesca, la novela del 2010 de Enrique Vila-Matas, Nietsky sentencia: “Hay que dedicarse de lleno a los funerales”. No lo dice en cualquier lugar: lo hace en Dublin; tampoco es cualquier circunstancia: ocurre un 16 de junio, día en que se celebra el Bloomsday en dicha ciudad; y no lo dice tampoco como una simple sugerencia: efectivamente lo hace en medio de un funeral, el de la muerte de la era de la imprenta. Dublinesca  no es otra cosa que una larga despedida metafórica, que encierra en su interior una profunda melancolía acerca de la pérdida de sentido en la que se ha ahogado un viejo editor ahora retirado y abstemio, en el marco de la angustia por profundos cambios en el mundo: las nuevas tecnologías en la literatura, el exceso de información, la fragmentación del sujeto, la dispersión de un tiempo que antes era más lineal, la dificultad de hallar estabilidad. En "Aire de Dylan" , la más reciente novela del autor (Seix Barral, 2012), Vila-Matas vuelve con la figura de los funerales, no sólo de los funerales físicos sino sobre todo de funerales simbólicos acerca de un mundo lleno de incertidumbres, acerca del final de algo que nadie alcanza a entender pero que todos sienten, y además, quizás, funerales simbólicos acerca de la angustia que el mismo Vila-Matas ha confesado sobre su inevitable entrada en la vejez, y que no duda en comprender a la luz del mundo en el que vive [CONTINÚA EN "Más información")

Una gran parte de la obra de Vila-Matas se ha venido consolidando como un grandioso diagnóstico de las angustias contemporáneas, de las sensibilidades contemporáneas claramente marcadas por la pérdida de los grandes relatos que determinaron épocas anteriores; sus textos, relatos y ensayos, siempre han desdoblado una explícita invitación a renunciar dignamente, a despedirse, a desprenderse, a desaparecer, a quedarse quieto, a no colaborar. Pero contrario a como pueda sonar, nunca se ha tratado de una invitación a renunciar a la vida; más bien siempre ha sido una invitación llena de vitalidad y creatividad, de ideas nuevas, de pasiones, de miles de preguntas abiertas. El asunto es que no se trata de una creatividad cualquiera; sus personajes siempre nos hablan de una creatividad que no va de la mano con la diligencia, sino de una que se niega a sí misma aunque sin llegar al extremo de autodestruirse. Es justamente esto lo que Aire de Dylan pone sobre la mesa: una creatividad que niega su relación con la productividad, con el “hacer” permanente, con las transformaciones; se trata de una creatividad siempre en potencia, nunca llevada a cabo, como si en ello estuviera la fórmula para alejarse de una vez y por todas del mundo, o al menos para no colaborar con su inminente ida al abismo: dejar de producir ideas para él, dejar de hacer libros para él, dejar de rodar de películas para él.

La sociedad “Aire de Dylan”: Creatividad indolente y autenticidad
Ni un movimiento. No hacer nada. No colaborar. Que se estrellen ellos. Vivir mentalmente con naturaleza hamletiana, en la atmósfera de estos días de transición incierta y de indeterminación fluctuante” (E. Vila-Matas. El País, Babelia, marzo de 2012)

Aire de Dylan es eso y más: efectivamente vuelve a poner sobre la mesa esa especie de indolencia creativa, o creatividad indolente mejor, en oposición a la laboriosidad como forma de habitar el mundo; pero además de ello plantea una pregunta fundamental en el marco de ese escenario: ¿Vale la pena buscar la autenticidad en medio de un tiempo que nos invita más a la permanente transformación, a la constante experimentación de identidades, de lugares, de sensaciones? ¿Debemos sumergirnos en lo que el sociólogo Michel Mafesoli ha llamado tiempo puntillista o intentamos mejor armar líneas que nos brinden unidad, quietud, estabilidad, autenticidad? ¿Renunciamos a la posibilidad de ser muchas personas al mismo tiempo para mejor escoger una sola? Aire de Dylan es el nuevo elemento que se suma a esta línea que siempre ha estado presente en la obra del autor de Perder teorías (2010), Dublinesca (2010), París no se acaba nunca (2006), Bartleby y compañía (2000), El viajero más lento (1992), Suicidios ejemplares (1991) entre muchas otras novelas, ensayos y artículos. Se suma a la línea, pero agrega asuntos que hasta ahora no habían sido tratados con profundidad.
La novela cuenta la historia del surgimiento de la sociedad artística Aire de Dylan, fundada por Vilnius y Débora Zimmerman[1], un par de jóvenes españoles vinculados con la literatura y el cine. Así le describe Débora la nueva creación al narrador de la historia:

No hacemos ya nada […] aunque eso sí, no paramos de tener proyectos y por tanto somos imprescindibles. Hoy, por ejemplo, esta mañana hemos organizado un congreso entre los dos, con ponencias de todo tipo, hemos imaginado diez o doce ponencias cada uno ¿Y de qué hablábamos en ellas? ¿No se está preguntando usted eso? En todas de lo mismo, como corresponde a un congreso. En todas hemos hablado de “la fecundidad  de cancelar”. Hemos meditado acerca de lo que se inscribe y de  lo que se oculta, de lo que es ilegible y de la creatividad de borrar. Hacer no hacemos nada, pero hacemos mucho. Y eso que, créame, no sabemos casi nada del mundo y cada día nos  gusta más dormir y no enterarnos demasiado de lo que ocurre por ahí” (Aire de Dylan, p. 255).

Vilnius es un joven de treinta años que guarda un increíble parecido físico con Bob Dylan; es hijo único de Juan Lancastre, un famoso y prolífico escritor que ha dedicado su obra a la fragmentación, a la posibilidad del movimiento, a la posibilidad de asumir múltiples identidades. Tras su muerte en extrañas circunstancias que el mismo Vilnius irá aclarando a lo largo de la novela, Lancastre se empeñará en volver repetidamente en forma de segunda conciencia para transmitirle a su inútil hijo, así lo considera, sus experiencias en vida. La relación entre los dos, tanto en la vida de Lancastre como después de su muerte, será, por decir lo menos, profundamente conflictiva. En cuanto a Débora Zimmerman, antigua amante de Lancastre, terminará estableciendo una relación amorosa con el hijo tras la muerte del padre, una relación que superará la que según ella es una evidente continuidad entre padre e hijo, y dará pie para el trabajo mancomunado en el “Archivo general del fracaso” en el que ha trabajado Vilnius y que pretende convertir en los principales insumos para el rodaje de una película al respecto.

Se trata entonces de dos jóvenes que representan esa creatividad indolente: una sociedad de dos que han renunciado a un tiempo hecho de puntos, de instantes eternos, de fragmentos, de especies de Big Bangs desconectados los unos de los otros, para mejor decidirse a alimentar ese “Archivo general de fracasos” en busca de lo que Vilnius llama “la verdad que se esconde detrás de la emoción original”. Para Vilnius, más que para Débora, el objetivo de esa inmovilidad, del archivo de fracasos y de la búsqueda de “lo originario” resulta ser uno solo: convertirse en un sujeto auténtico. La sociedad Aire de Dylan consistirá entonces no sólo en una forma de existencia basada en la “infralevedad” (así la llaman los dos jóvenes), sino además en una forma de acercarse a la verdad, a la manera de mantenerse fieles a sí mismos, al núcleo que les permita mantenerse estables; en fin, en un camino para encontrar la autenticidad como forma más digna de habitar el mundo.

El problema (o no) de ser un escritor prolífico
Escribir de noche –pensó Oblómov– ¿cuándo dormirá? Seguramente gana más de cinco mil al año. ¡No está nada mal! Pero escribir todo el tiempo, derrochar el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento… Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!” (Oblomov. Ivan Goncharov)

La actitud de los dos jóvenes aparece claramente opuesta a otra forma de sensibilidad, representada esta vez por el padre de Vilnius y por el narrador de la historia, también un escritor famoso. Ambos son hijos de la sociedad del trabajo y como tales se han caracterizado por una incansable productividad. Según la descripción que el mismo Vilnius hace de su padre, su más enconado enemigo, se trata de un sujeto que no ha hecho más que ufanarse de sus permanentes cambios de piel, de sus capacidad de romper las fronteras entre los géneros, de sus interminables citas a otros autores en sus textos, de su acercarse a la realidad a través de la ficción y, en fin, de un hombre fiel representante de una generación que aprendió a mirar con desprecio a la autenticidad y con anhelo y veneración la permanente liquidez del sujeto. El narrador nos cuenta que así ocurre en una presentación que hace Vilnius de su padre, ya fallecido, en medio de un homenaje que le rinde el “Club de interrumpidores Lancastre”:

“[…] empezó a contarles que el gran Lancastre fue un hombre que creyó siempre tener muchas personalidades y no una sola. Y todo porque quería sentirse un hombre dividido, un hombre de nuestro tiempo. –Qué absurdo – dijo– ¡Creerse un hombre de nuestro tiempo sólo porque era un aficionado a la multiplicidad! […] ¿Era la pasión de ser posmoderno, o simplemente la necesidad de ser muchos individuos para no tener que ser él […] además de su obsesión por mantenerse al día, por sentirse siempre de vanguardia” (Aire de Dylan. 176 y 172).

Juan Lancastre vivió feliz siendo múltiple y prolífico, entregándose a los nuevos tiempos y usando una máscara distinta para cada situación; su oposición con la actitud de Vilnius se convierte entonces en el motor principal para presentar los dos tipos de sensibilidad. Más matizada, sin embargo, es la relación de los dos jóvenes con el narrador de la historia, que ha conocido a Vilnius en un congreso de literatura en Saint Gallen –Suiza– en el que, justamente, el joven se ha dedicado a hablar de la reciente muerte de su padre y de la forma en que desde entonces ha sentido su presencia más fuerte que nunca. El narrador, a pesar de ser hijo del mismo mundo que Lancastre, pareciera estar andando por un camino distinto y más cercano al de Aire de Dylan: después de años de haber mantenido una carrera intensamente prolífica –“comercializando la  inteligencia” como diría el joven Oblómov–, y sin que los dos jóvenes lo sepan y ni siquiera lo intuyan, se encuentra planeando también una renuncia a su manera, una renuncia que tiene que ver con el arrepentimiento de haber escrito un libro por año, de haberse dado la importancia para creer que todas sus ideas necesitaban ser escuchadas; un arrepentimiento que ahora toma forma en una especie de retiro radical que tiene planeado iniciar muy pronto: no sólo dejar de escribir, sino sobre todo sumirse en un profundo mutismo en compensación por haber durado tantas años hablando y escribiendo; no sólo quiere dejar de escribir, quiere dejar de hablar. Él también ha comenzado a poner en duda los principios de su generación y ahora, unido con una inevitable entrada a la vejez, termina sintiéndose al menos cercano a las preocupaciones de la sociedad Aire de Dylan; sólo hay una diferencia: tiene treinta años más que los dos jóvenes fundadores.

Con los matices que ingresan a la novela gracias al personaje del narrador, el aire de Dylan, el aire indolente, se escapa de ser simplemente un asunto generacional, un asunto de angustias juveniles, y se sitúa mejor, ya lo he dicho, como un claro diagnóstico de las sensibilidades contemporáneas. ¿Laboriosidad o indolencia? La pregunta queda apenas planteada, no resuelta, y ya Vila-Matas ha declarado que es porque, sencillamente, tampoco en la realidad tiene solución.

Más allá de los antecedes literarios de Vilnius: ¿Un gandul creyente?

Vilnius entonces representa la indolencia que hemos visto retratada en muchos personajes de la literatura: desde Oblómov[2] (que ha sido escogido por Vila-Matas como principal fuente para su personaje) hasta Ignacio Escobar en la novela Sin remedio de Antonio Caballero, pasando por supuesto, cómo no, por Bartleby el escribiente, el mítico personaje creado por Melville y a quien el mismo Vila-Matas realizó su propio homenaje con Bartleby y compañía[3]. Pero Vilnius no sólo representa la indolencia típica de los “nuevos tiempos”: preferir no hacerlo –como en Bartleby–, nunca levantarse de la cama –como Oblomov–, huir de cualquier tipo de compromiso –como Ignacio Escobar– o simplemente encogerse de hombros en señal de renuncia. Trascendiendo el escepticismo puro y la renuncia, sin más, a cualquier posibilidad de creencia, de compromiso, el personaje de Vilnius termina por dar un paso más allá. Contrario a sus antecedentes literarios, Vilnius, como ya hemos visto, cree en la posibilidad de la unidad, cree en la posibilidad de un sujeto consecuente consigo mismo, cree en la posibilidad de un sujeto realmente auténtico; de hecho, Vilnius cree en la verdad, en la necesidad y la posibilidad de encontrarla; y es allí en donde está su aporte no sólo a la literatura sino a la comprensión de nuestro mundo. Así lo cuenta el narrador:
Huir de todas las máscaras modernas y ser “lo más auténtico posible”, pues él pensaba que quizás siendo muy auténtico y diciendo siempre la verdad en todo acabaría viajando “hacia esa primitiva gran primera emoción”, que era lo que más deseaba encontrar” (Aire de Dylan, p. 271) (el subrayado es mío).

Y no sólo cree en ello, sino que además lucha por ello: pregunta, discute, piensa, crea y, aunque él mismo no lo comprenda del todo, trabaja para ello. Vilnius, efectivamente, representa un momento distinto en la tradición de la literatura sobre la indolencia. No es ya sólo la renuncia y la inmovilidad como forma de huida hacia ningún lugar, no es ya solamente la huida en sí misma lo que le da sentido a la renuncia; además de ello, es la renuncia y la inmovilidad para encontrar algo, para encontrar el origen, para encontrar la autenticidad, aquello que estaba antes de la corrupción. Suena místico… lo es; pero no hay que olvidar que el mismo Bob Dylan, el mejor representante de esa creatividad indolente, ha terminado por ingresar a las huestes del catolicismo. Lo nuevo en realidad es que ocurra en un joven barcelonés de treinta años y que, además, seguramente no sea el único.

Conclusión

La novela logra entonces ponernos de frente con la desesperanza del mundo contemporáneo pero además da el paso hacia la posibilidad de creer; pero no la creencia en los viejos relatos de los que ahora han entrado en la vejez, sino la desesperada, y por eso simple creencia en la posibilidad de la unidad del sujeto, de su autenticidad, de la verdad escondida detrás de la emoción primigenia; como si esos relatos que se basaban en el modelo de sociedad hubieran sido reemplazados por los posibles modelos de individuo; no es cualquier transición: se trata de que el sentido ha dejado de buscarse en referentes colectivos (la democracia, el comunismo, el desarrollo, la política en general) para comenzar a hacerlo, sencillamente, en el individuo. En ese contexto, se hace cada vez más evidente una verdadera urgencia de rituales; la urgencia de la necesidad de creer, de encontrar algo a que aferrarse. Y quizás no se trate ya de un debate acerca de la verdad o no de las creencias, sino simplemente de la posibilidad de escoger una y decidir creer en ella, no porque sea la verdadera, sino porque sencillamente puede cumplir de mejor manera, según la historia de vida de cada uno, el papel de cualquier creencia: dotar de sentido la propia existencia, brindar certidumbres. No deja de ser curioso sin embargo, que sean los jóvenes, los hijos del cambio permanente como forma privilegiada de habitar el mundo, quienes terminen siendo los más fieles defensores de la necesidad de la estabilidad, de la tradición, del pasado, del origen, de la autenticidad. Es en los tiempos de cambio en donde nos volvemos más conservadores, o retrógrados como parodiaría la misma Débora a su compañero de causa. Vilnius, claramente, es el más claro ejemplo de ello; e insisto: seguro no es el único.


[1] El nombre Vilnius, dijo Vila-Matas en la presentación del libro en la librería +Bernat de Barcelona (la misma en la que se lleva a cabo parte de la novela), proviene de una broma que su amigo Eduardo Lago (viviendo en Nueva York) le hizo acerca de sus correos electrónicos llenos de noticias sobre Barcelona: Lago, haciendo un juego de palabras entre el apellido Vila y news –noticias–, en algún momento terminó llamándole Vil-News… de ahí el nombre del personaje. En cuanto al apellido de Débora, es claramente una alusión que de hecho aparece explicitada en el libro, al verdadero apellido de Bob Dylan: Robert Zimmerman.
[2] Oblomov. Ivan Goncharov. Barcelona: Random House Mondadori, 2006.
[3] Valga la oportunidad para recomendar “Preferiría no hacerlo”, uno de los textos más sugerentes que haya leído en los últimos años; allí el relato de Melville aparece seguido de tres ensayos dedicados a su análisis: uno de Giorgio Agamben, otro de  Gilles Deleuze y el último de José Luis Pardo. Para los colombianos, el libro se encuentra en BLAA.

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