“Para huir de
un lugar lo mejor es quedarse en él” (E.Vila-Matas)
Enrique
Vila-Matas y las sensibilidades contemporáneas
En Dublinesca,
la novela del 2010 de Enrique Vila-Matas, Nietsky sentencia: “Hay que dedicarse de lleno a los funerales”.
No lo dice en cualquier lugar: lo hace en Dublin; tampoco es cualquier
circunstancia: ocurre un 16 de junio, día en que se celebra el Bloomsday en
dicha ciudad; y no lo dice tampoco como una simple sugerencia: efectivamente lo
hace en medio de un funeral, el de la muerte de la era de la imprenta. Dublinesca no es otra cosa que una larga despedida metafórica,
que encierra en su interior una profunda melancolía acerca de la pérdida de
sentido en la que se ha ahogado un viejo editor ahora retirado y abstemio, en
el marco de la angustia por profundos cambios en el mundo: las nuevas tecnologías
en la literatura, el exceso de información, la fragmentación del sujeto, la
dispersión de un tiempo que antes era más lineal, la dificultad de hallar
estabilidad. En "Aire de Dylan" , la más reciente novela del autor (Seix Barral, 2012),
Vila-Matas vuelve con la figura de los funerales, no sólo de los funerales
físicos sino sobre todo de funerales simbólicos acerca de un mundo lleno de
incertidumbres, acerca del final de algo que nadie alcanza a entender pero que
todos sienten, y además, quizás, funerales simbólicos acerca de la angustia que
el mismo Vila-Matas ha confesado sobre su inevitable entrada en la vejez, y que
no duda en comprender a la luz del mundo en el que vive [CONTINÚA EN "Más información")
Una gran parte de la obra de Vila-Matas se ha venido
consolidando como un grandioso diagnóstico de las angustias contemporáneas, de
las sensibilidades contemporáneas claramente marcadas por la pérdida de los
grandes relatos que determinaron épocas anteriores; sus textos, relatos y
ensayos, siempre han desdoblado una explícita invitación a renunciar
dignamente, a despedirse, a desprenderse, a desaparecer, a quedarse quieto, a
no colaborar. Pero contrario a como pueda sonar, nunca se ha tratado de una
invitación a renunciar a la vida; más bien siempre ha sido una invitación llena
de vitalidad y creatividad, de ideas nuevas, de pasiones, de miles de preguntas
abiertas. El asunto es que no se trata de una creatividad cualquiera; sus personajes
siempre nos hablan de una creatividad que no va de la mano con la diligencia, sino de una que se niega a sí misma aunque sin llegar al
extremo de autodestruirse. Es justamente esto lo que Aire de Dylan pone sobre la mesa: una creatividad que niega su
relación con la productividad, con el “hacer” permanente,
con las transformaciones; se trata de una creatividad siempre en potencia,
nunca llevada a cabo, como si en ello estuviera la fórmula para alejarse de una
vez y por todas del mundo, o al menos para no colaborar con su inminente ida al
abismo: dejar de producir ideas para él, dejar de hacer libros para él, dejar
de rodar de películas para él.
La
sociedad “Aire de Dylan”: Creatividad
indolente y autenticidad
“Ni un
movimiento. No hacer nada. No colaborar. Que se estrellen ellos. Vivir
mentalmente con naturaleza hamletiana, en la atmósfera de estos días de
transición incierta y de indeterminación fluctuante” (E. Vila-Matas. El
País, Babelia, marzo de 2012)
Aire
de Dylan es eso y más: efectivamente vuelve a poner sobre la
mesa esa especie de indolencia creativa, o creatividad indolente mejor, en
oposición a la laboriosidad como forma de habitar el mundo; pero además de ello
plantea una pregunta fundamental en el marco de ese escenario: ¿Vale la pena buscar
la autenticidad en medio de un tiempo
que nos invita más a la permanente transformación, a la constante
experimentación de identidades, de lugares, de sensaciones? ¿Debemos
sumergirnos en lo que el sociólogo Michel Mafesoli ha llamado tiempo puntillista o intentamos mejor armar
líneas que nos brinden unidad, quietud, estabilidad, autenticidad? ¿Renunciamos a la posibilidad de ser muchas personas
al mismo tiempo para mejor escoger una sola? Aire de Dylan es el nuevo elemento que se suma a esta línea que
siempre ha estado presente en la obra del autor de Perder teorías (2010), Dublinesca
(2010), París no se acaba nunca
(2006), Bartleby y compañía (2000), El viajero más lento (1992), Suicidios ejemplares (1991) entre muchas
otras novelas, ensayos y artículos. Se suma a la línea, pero agrega asuntos que
hasta ahora no habían sido tratados con profundidad.
La novela cuenta la historia del surgimiento de la
sociedad artística Aire de Dylan, fundada por Vilnius y Débora Zimmerman[1],
un par de jóvenes españoles vinculados con la literatura y el cine. Así le describe
Débora la nueva creación al narrador de la historia:
“No hacemos ya nada […] aunque eso sí, no
paramos de tener proyectos y por tanto somos imprescindibles. Hoy, por ejemplo,
esta mañana hemos organizado un congreso entre los dos, con ponencias de todo
tipo, hemos imaginado diez o doce ponencias cada uno ¿Y de qué hablábamos en
ellas? ¿No se está preguntando usted eso? En todas de lo mismo, como
corresponde a un congreso. En todas hemos hablado de “la fecundidad de cancelar”. Hemos meditado acerca de lo que
se inscribe y de lo que se oculta, de lo
que es ilegible y de la creatividad de borrar. Hacer no hacemos nada, pero
hacemos mucho. Y eso que, créame, no sabemos casi nada del mundo y cada día
nos gusta más dormir y no enterarnos
demasiado de lo que ocurre por ahí” (Aire
de Dylan, p. 255).
Vilnius es un joven de treinta años que guarda un
increíble parecido físico con Bob Dylan; es hijo único de Juan Lancastre, un famoso
y prolífico escritor que ha dedicado su obra a la fragmentación, a la
posibilidad del movimiento, a la posibilidad de asumir múltiples identidades.
Tras su muerte en extrañas circunstancias que el mismo Vilnius irá aclarando a
lo largo de la novela, Lancastre se empeñará en volver repetidamente en forma
de segunda conciencia para transmitirle a su inútil hijo, así lo considera, sus
experiencias en vida. La relación entre los dos, tanto en la vida de Lancastre
como después de su muerte, será, por decir lo menos, profundamente conflictiva.
En cuanto a Débora Zimmerman, antigua amante de Lancastre, terminará
estableciendo una relación amorosa con el hijo tras la muerte del padre, una
relación que superará la que según ella es una evidente continuidad entre padre
e hijo, y dará pie para el trabajo mancomunado en el “Archivo general del
fracaso” en el que ha trabajado Vilnius y que pretende convertir en los
principales insumos para el rodaje de una película al respecto.
Se trata entonces de dos jóvenes que representan esa
creatividad indolente: una sociedad de dos que han renunciado a un tiempo hecho
de puntos, de instantes eternos, de fragmentos, de especies de Big Bangs desconectados los unos de los
otros, para mejor decidirse a alimentar ese “Archivo general de fracasos” en
busca de lo que Vilnius llama “la verdad
que se esconde detrás de la emoción original”. Para Vilnius, más que para
Débora, el objetivo de esa inmovilidad, del archivo de fracasos y de la
búsqueda de “lo originario” resulta ser uno solo: convertirse en un sujeto auténtico. La sociedad Aire de Dylan consistirá entonces no
sólo en una forma de existencia basada en la “infralevedad” (así la llaman los dos
jóvenes), sino además en una forma de acercarse a la verdad, a la manera de mantenerse fieles
a sí mismos, al núcleo que les permita mantenerse estables; en fin, en un
camino para encontrar la autenticidad
como forma más digna de habitar el mundo.
El
problema (o no) de ser un escritor prolífico
“Escribir de noche –pensó Oblómov– ¿cuándo dormirá? Seguramente gana más
de cinco mil al año. ¡No está nada mal! Pero escribir todo el tiempo, derrochar
el alma, el pensamiento en menudencias, cambiar de convicciones, comerciar con
la inteligencia, la imaginación, violentar la propia naturaleza, sufrir la
inquietud, la indignación, no conocer el reposo y estar siempre en movimiento…
Y escribir, escribir siempre, ser como una rueda, una máquina: escribir mañana
y pasado mañana, en días de fiesta, en verano, escribir constantemente. ¿Cuándo
podrá detenerse y descansar? ¡Qué desgraciado!” (Oblomov. Ivan Goncharov)
La actitud de los dos jóvenes aparece claramente
opuesta a otra forma de sensibilidad, representada esta vez por el padre de
Vilnius y por el narrador de la historia, también un escritor famoso. Ambos son
hijos de la sociedad del trabajo y como tales se han caracterizado por una incansable productividad. Según la descripción que el mismo Vilnius hace de
su padre, su más enconado enemigo, se trata de un sujeto que no ha hecho más
que ufanarse de sus permanentes cambios de piel, de sus capacidad de romper las
fronteras entre los géneros, de sus interminables citas a otros autores en sus
textos, de su acercarse a la realidad a través de la ficción y, en fin, de un
hombre fiel representante de una generación que aprendió a mirar con desprecio
a la autenticidad y con anhelo y
veneración la permanente liquidez del sujeto. El narrador nos cuenta que así ocurre
en una presentación que hace Vilnius de su padre, ya fallecido, en medio de un
homenaje que le rinde el “Club de interrumpidores Lancastre”:
“[…] empezó a contarles que el gran Lancastre
fue un hombre que creyó siempre tener muchas personalidades y no una sola. Y
todo porque quería sentirse un hombre dividido, un hombre de nuestro tiempo.
–Qué absurdo – dijo– ¡Creerse un hombre de nuestro tiempo sólo porque era un
aficionado a la multiplicidad! […] ¿Era
la pasión de ser posmoderno, o simplemente la necesidad de ser muchos
individuos para no tener que ser él […]
además de su obsesión por mantenerse al día, por sentirse siempre de
vanguardia” (Aire de Dylan. 176 y
172).
Juan Lancastre vivió feliz siendo múltiple y
prolífico, entregándose a los nuevos tiempos y usando una máscara distinta para
cada situación; su oposición con la actitud de Vilnius se convierte entonces en
el motor principal para presentar los dos tipos de sensibilidad. Más matizada,
sin embargo, es la relación de los dos jóvenes con el narrador de la historia, que
ha conocido a Vilnius en un congreso de literatura en Saint Gallen –Suiza– en
el que, justamente, el joven se ha dedicado a hablar de la reciente muerte de
su padre y de la forma en que desde entonces ha sentido su presencia más fuerte
que nunca. El narrador, a pesar de ser hijo del mismo mundo que Lancastre, pareciera
estar andando por un camino distinto y más cercano al de Aire de Dylan: después de años de haber mantenido una carrera
intensamente prolífica –“comercializando la
inteligencia” como diría el joven Oblómov–, y sin que los dos jóvenes lo
sepan y ni siquiera lo intuyan, se encuentra planeando también una renuncia a
su manera, una renuncia que tiene que ver con el arrepentimiento de haber
escrito un libro por año, de haberse dado la importancia para creer que todas
sus ideas necesitaban ser escuchadas; un arrepentimiento que ahora toma forma
en una especie de retiro radical que tiene planeado iniciar muy pronto: no sólo
dejar de escribir, sino sobre todo sumirse en un profundo mutismo en
compensación por haber durado tantas años hablando y escribiendo; no sólo
quiere dejar de escribir, quiere dejar de hablar. Él también ha comenzado a
poner en duda los principios de su generación y ahora, unido con una inevitable
entrada a la vejez, termina sintiéndose al menos cercano a las preocupaciones
de la sociedad Aire de Dylan; sólo
hay una diferencia: tiene treinta años más que los dos jóvenes fundadores.
Con los matices que ingresan a la novela gracias al
personaje del narrador, el aire de Dylan,
el aire indolente, se escapa de ser simplemente un asunto generacional, un
asunto de angustias juveniles, y se sitúa mejor, ya lo he dicho, como un claro
diagnóstico de las sensibilidades contemporáneas. ¿Laboriosidad o indolencia?
La pregunta queda apenas planteada, no resuelta, y ya Vila-Matas ha declarado
que es porque, sencillamente, tampoco en la realidad tiene solución.
Más
allá de los antecedes literarios de Vilnius: ¿Un gandul creyente?
Vilnius entonces representa la indolencia que hemos
visto retratada en muchos personajes de la literatura: desde Oblómov[2] (que ha sido escogido por Vila-Matas
como principal fuente para su personaje) hasta Ignacio Escobar en la novela Sin remedio de Antonio Caballero,
pasando por supuesto, cómo no, por Bartleby
el escribiente, el mítico personaje
creado por Melville y a quien el mismo Vila-Matas realizó su propio homenaje
con Bartleby y compañía[3].
Pero Vilnius no sólo representa la indolencia típica de los “nuevos tiempos”: preferir no hacerlo –como en Bartleby–, nunca levantarse de la cama
–como Oblomov–, huir de cualquier
tipo de compromiso –como Ignacio Escobar– o simplemente encogerse de hombros en
señal de renuncia. Trascendiendo el escepticismo puro y la renuncia, sin más, a
cualquier posibilidad de creencia, de compromiso, el personaje de Vilnius
termina por dar un paso más allá. Contrario a sus antecedentes literarios,
Vilnius, como ya hemos visto, cree en
la posibilidad de la unidad, cree en
la posibilidad de un sujeto consecuente consigo mismo, cree en la posibilidad de un sujeto realmente auténtico; de hecho, Vilnius cree en la verdad, en la necesidad y
la posibilidad de encontrarla; y es allí en donde está su aporte no sólo a la
literatura sino a la comprensión de nuestro mundo. Así lo cuenta el narrador:
“Huir de todas las máscaras modernas y ser
“lo más auténtico posible”, pues él pensaba que quizás siendo muy auténtico y
diciendo siempre la verdad en todo acabaría viajando “hacia esa primitiva gran primera emoción”, que
era lo que más deseaba encontrar” (Aire
de Dylan, p. 271) (el subrayado es mío).
Y no sólo cree en ello, sino que además lucha por
ello: pregunta, discute, piensa, crea y, aunque él mismo no lo comprenda del
todo, trabaja para ello. Vilnius,
efectivamente, representa un momento distinto en la tradición de la literatura
sobre la indolencia. No es ya sólo la renuncia y la inmovilidad como forma de
huida hacia ningún lugar, no es ya solamente la huida en sí misma lo que le da
sentido a la renuncia; además de ello, es la renuncia y la inmovilidad para encontrar algo, para encontrar el origen, para encontrar
la autenticidad, aquello que estaba
antes de la corrupción. Suena místico… lo es; pero no hay que olvidar que el
mismo Bob Dylan, el mejor representante de esa creatividad indolente, ha
terminado por ingresar a las huestes del catolicismo. Lo nuevo en realidad es
que ocurra en un joven barcelonés de treinta años y que, además, seguramente no
sea el único.
Conclusión
La novela logra entonces ponernos de frente con la
desesperanza del mundo contemporáneo pero además da el paso hacia la
posibilidad de creer; pero no la creencia en los viejos relatos de los que
ahora han entrado en la vejez, sino la desesperada, y por eso simple creencia
en la posibilidad de la unidad del sujeto, de su autenticidad, de la verdad
escondida detrás de la emoción primigenia; como si esos relatos que se
basaban en el modelo de sociedad
hubieran sido reemplazados por los posibles modelos de individuo; no es cualquier transición: se trata de que el sentido
ha dejado de buscarse en referentes colectivos (la democracia, el comunismo, el
desarrollo, la política en general) para comenzar a hacerlo, sencillamente, en
el individuo. En ese contexto, se hace cada vez más evidente una verdadera urgencia
de rituales; la urgencia de la necesidad de creer, de encontrar algo a que
aferrarse. Y quizás no se trate ya de un debate acerca de la verdad o no de las
creencias, sino simplemente de la posibilidad de escoger una y decidir creer en
ella, no porque sea la verdadera, sino porque sencillamente puede cumplir de mejor
manera, según la historia de vida de cada uno, el papel de cualquier creencia:
dotar de sentido la propia existencia, brindar certidumbres. No deja de ser
curioso sin embargo, que sean los jóvenes, los hijos del cambio permanente como
forma privilegiada de habitar el mundo, quienes terminen siendo los más fieles
defensores de la necesidad de la estabilidad, de la tradición, del pasado, del
origen, de la autenticidad. Es en los tiempos de cambio en donde nos volvemos
más conservadores, o retrógrados como
parodiaría la misma Débora a su compañero de causa. Vilnius, claramente, es el
más claro ejemplo de ello; e insisto: seguro no es el único.
[1]
El nombre Vilnius, dijo Vila-Matas en
la presentación del libro en la librería +Bernat de Barcelona (la misma en la
que se lleva a cabo parte de la novela), proviene de una broma que su amigo
Eduardo Lago (viviendo en Nueva York) le hizo acerca de sus correos
electrónicos llenos de noticias sobre Barcelona: Lago, haciendo un juego de
palabras entre el apellido Vila y news –noticias–, en algún momento
terminó llamándole Vil-News… de ahí el nombre del personaje. En cuanto al
apellido de Débora, es claramente una alusión que de hecho aparece explicitada
en el libro, al verdadero apellido de Bob Dylan: Robert Zimmerman.
[2]
Oblomov. Ivan Goncharov. Barcelona:
Random House Mondadori, 2006.
[3]
Valga la oportunidad para recomendar “Preferiría no
hacerlo”, uno de los textos más sugerentes que haya leído en los últimos años; allí el relato de Melville aparece seguido de tres
ensayos dedicados a su análisis: uno de Giorgio Agamben, otro de Gilles Deleuze y el último de José Luis Pardo. Para los colombianos, el libro se encuentra en BLAA.
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