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lunes, 26 de diciembre de 2022

"En la tierra somos fugazmente grandiosos", Ocean Vuong (fragmento)

Este hombre. Este hombre blanco. Este Paul que abre la puerta de madera del jardín y el pestillo suena con ruido metálico a su espalda, no es mi abuelo por la sangre..., sino por los actos.   

            ¿Por qué se alistó como voluntario en Vietnam cuando tantos jóvenes se iban a Canadá para zafarse del reclutamiento? Sé que nunca te lo dijo, porque habría tenido que explicarte su implacable y abstracto amor por la trompeta en una lengua que no dominaba. Siempre había querido llegar a ser un “Miles Davis blanco” de los maizales y los bosques remotos de Virginia. Las notas rotundas de la trompeta reverberaban a través de la casa campesina de dos pisos de su adolescencia. La casa con las puertas arrancadas por un padre encolerizado que recorría los cuartos aterrorizando a la familia. El padre cuya única conexión con Paul era el metal: el proyectil alojado en su cerebro desde el día del desembarco en la playa de Omaha; y el latón que Paul se llevaba a la boca para hacer música.

            Recuerdo la mesa. Y cómo intenté devolvértela. Y cómo me tenías en brazos  y me cepillabas el pelo, diciendo:

– Ya está, ya está… No pasa nada, no pasa nada…

Pero es una mentira.

Fue más bien así: te di la mesa, mamá…, es decir, te entregué mi vaca de colores, que había sacado de la papelera cuando el señor Zappadia no miraba. Y los colores se movieron y arrugaron en tus manos. Yo traté de explicártelo pero me faltaba la lengua que tú podías entender. ¿Entiendes? Yo era una herida abierta en mitad de Norteamérica y tú estabas dentro de mí preguntando: “¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos, cariño?”

Recuerdo haberte mirado durante largo rato, y, como tenía seis años, creía que podía transmitir mis pensamientos a tu mente con solo mirarte fijamente y con la suficiente intensidad. Recuerdo llorar de rabia. Tú no tenías ni idea. Me metiste la mano por debajo de la camisa y me rascaste la espalda, de todas formas. Recuerdo haberme dormido así: tranquilo; con mi vaca pintada desplegándose sobre la cómoda como una bomba de colores a cámara lenta.

Paul se enfrascaba en la música para zafarse, y cuando su padre hizo pedazos su instancia para ingresar en el conservatorio, Paul se fue incluso más allá; recorrió la distancia que le separaba de la oficina de alistamiento, y pronto se vio, con diecinueve años, en el Sudeste Asiático.

Dicen que las cosas pasan por alguna razón, pero no sé decirte por qué los muertos siempre superan en número a los vivos.

No sé decirte por qué algunas mariposas monarcas, camino del sur, sencillamente dejan de volar, sienten de súbito que las alas les pesan demasiado, como si no fueran del todo suyas, y caen, y se borran ellas mismas de esta historia.

No sé decirte por qué, en esa calle de Saigón, mientas el cuerpo yacía bajo una sábana, seguí escuchando, no el cántico que brotaba de la garganta de la drag queen, sino el de mi interior: “Muchos hombres, muchos, muchos, muchos, muchos hombres. Me desean la muerte.” La calle palpitaba y hacía girar en torno a mí sus colores hechos trizas.

En medio de la conmoción reparé en que habían movido el cuerpo. La cabeza se había ladeado, estirando la sábana con ella y dejando una nuca ya pálida al descubierto. Y allí, justo debajo de la oreja, no más grande que una uña, un pendiente de jade osciló un par de veces y se detuvo. “Señor, no lloro más, no miro más al cielo. Ten piedad de mí. Tengo sangre en el ojo, compañero, y no veo.”

            Recuerdo que me agarraste por los hombros. Y llovía a cántaros o nevaba o las calles estabas inundadas o el cielo tenía un color de magulladura. Y tú estaba[s] de rodillas en la acera atándome los zapatos azul claro y me decías: “Recuerda. Recuerda. Tú ya eres vietnamita.” Ya lo eres. Y estás preparado.

            Ya ha pasado.

            Recuerdo la acera, cómo empujábamos  el carro herrumbroso hacia la iglesia y el comedor de beneficencia de New Britain Avenue. Recuerdo la acera. Cómo empezó a sangrar: pequeñas gotas carmesí fueron apareciendo debajo del carro. Y había una estela de sangre delante de nosotros. Y detrás. Debían de haber disparado o apuñalado a alguien la noche anterior. Seguimos caminando. Dijiste:

     No mires al suelo, cariño. No bajes la mirada. –La iglesia está tan lejos. Su aguja es una puntada en el cielo–. No bajes la mirada. No bajes la mirada.

Recuerdo el Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tus manos mojadas sobre las mías. Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tu mano tan caliente. Tu mano, mía. Recuerdo que dijiste:

    Perro Pequeño, levanta la mirada. Levanta la mirada. ¿Ves? ¿Ves los pájaros en los árboles?

Recuerdo que era febrero. Los árboles se recortaban negros y desnudos contra el cielo encapotado. Pero tú seguías hablando:

    ¡Mira! Los pájaros. De tantos colores. Pájaros azules. Pájaros rojos. Pájaros magenta. Pájaros de purpurina. –Tu dedo apuntó hacia las ramas retorcidas–. ¿No ves el nido de polluelos amarillos; cómo la madre de color verde les da de comer lombrices?

Recuerdo cómo tus ojos se agrandaban. Recuerdo mirar y mirar fijamente la punta de tu dedo, hasta que, al fin, un borrón esmeralda maduró y se hizo realidad. Y los vi. A los pájaros. A todos. Cómo florecían como frutas mientras tu boca se abría y cerraba y las palabras no paraban de colorear los árboles. Recuerdo que olvidé la sangre. Recuerdo que no miré hacia el suelo en ningún momento.

Sí, hubo una guerra. Sí, nosotros vinimos de su epicentro. En aquella guerra, una mujer se obsequió a sí misma con un nombre nuevo, Lan, y con aquel nombre nuevo se proclamó bella, y luego hizo que esa belleza crease algo que merecía la pena conservar. De ahí nació una hija, y de esa hija un hijo.

Todo este tiempo me decía a mí mismo que habíamos nacido de la guerra, pero estaba equivocado, mamá. Nacimos de la belleza.

Que nadie nos confunda con el fruto de la violencia, violencia que, pese a haber pasado a través del fruto, no ha conseguido pudrirlo.