Datos personales

viernes, 16 de diciembre de 2011

Notas desordenadas acerca de los personajes de Roberto Arlt y Antonio Di Benedetto: De las existencias marginales, a la renuncia a la existencia




Ahora que acabo la trilogía de Di Benedetto (Zama, 1956; El silenciero, 1964; Los suicidas, 1969) y la de Arlt (El juguete rabioso, 1926; Los siete locos, 1929; Los lanzallamas, 1931), tengo tres ideas en la cabeza y dos ocurrencias sobre ellas.
Primera idea: Desde una marginalidad más marcada en el caso de Arlt y un poco menos en el caso de Di Benedetto, los personajes de los dos luchan por encontrar su lugar en un mundo (el argentino) en camino de industrialización.
Segunda idea: Los personajes de Arlt lo hacen de una forma más material, más cruda y violenta: ponen sus expectativas sencillamente en integrarse a la sociedad, ello les permitiría encontrar su lugar (ante esta imposibilidad aparece la elección por la violencia).
Tercera idea: En el caso de Zama, particularmente, se trata de una forma más metafísica, abstracta si se quiere: la espera es lo que termina dándole sentido a la existencia del personaje. En el caso de El silenciero es sin duda una forma más violenta, pero menos consolidada, que en el caso de Arlt y sobre todo menos anclada en la marginalidad.
Primera ocurrencia: Tanto los de Arlt como los de las dos primeras novelas de Benedetto no sólo tienen en común la idea de luchar por encontrarse un lugar en el mundo (creen en la posibilidad de que eso es posible), sino además, creen en la posibilidad de cambiarlo, creen en la posibilidad de un mundo distinto: la espera (de algo mejor), las leyes y la violencia (para acabar con el ruido del mundo), la violencia (por resentimiento y para la revolución).Y segunda ocurrencia: Los suicidas, en la última de la trilogía de Di Benedetto, han renunciado a todo lo anterior: ya no esperan nada, ya no creen en la violencia, ni en la revolución ni en la posibilidad de un mundo mejor y ni siquiera en la posibilidad de destruirlo; sencillamente, en esta última, quizás la más contemporánea de todas, los personajes han renunciado a encontrar su lugar, han renunciado a integrarse en el mundo (como los personajes de Arlt), a esperar algo mejor de él (Zama) o a lograr transformarlo (Los siete locos, Los lanzallamas y El silenciero); aunque bueno, quizás no sea del todo cierto: en sentido estricto los suicidas sí quieren acabar con el mundo, pero entienden que la mejor manera de hacerlo es desapareciendo ellos mismos (La entrada sigue en "más información").

martes, 22 de noviembre de 2011

Aplaudir en los conciertos de música clásica

Muchas de las composiciones de música clásica fueron creadas para originar el aplauso del público: fanfarrias que exaltaban el valor de las naciones; coros inmensos alabando la existencia de Dios; golpes de bombo al ritmo del tiempo cardiaco para generar exaltaciones profundas; arias que remueven hasta el meñique del dedo gordo del pie y que inevitablemente hacen que uno se enamore de quien canta. Los compositores (y directores), piensen en el primero que se les venga a la cabeza, compusieron y dirigieron con la explícita intención de que el público aplaudiera. De hecho, existen miles de ejemplos en los que la regla "no aplaudir entre movimientos" terminó generando terribles incertidumbres e inseguridades en los compositores que no entendían por qué la gente no juntaba sus palmas en señal de aprobación emotiva. Por ejemplo, Mozart le escribía en alguna ocasión a su padre a propósito de la presentación de la Sinfonía París: "Justo en la mitad del primer allegro vino un pasaje que sabía que les iba a agradar, y todo el público se extasió –hubo un gran applaudissement–, y como yo sabía, desde que escribí el pasaje, el buen efecto que iba a causar, lo puse nuevamente al final del movimiento y ahí estuvieron certeros los gritos de “da capo”. El andante fue bien recibido también, pero el allegro final los complació especialmente porque yo había oído que aquí los allegros finales comienzan como si fueran allegros iniciales, con todos los instrumentos tocando al unísono. Entonces comencé el movimiento con solo dos violines tocando suave durante ocho compases y luego puse un forte repentino. Sucedió que, por ese comienzo tranquilo, empezaron a callarse unos a otros entre el público, como yo lo esperaba. Y luego vino el forte. Bueno, escucharlo y aplaudir fueron una misma cosa. Quedé tan encantado que después de la sinfonía fui al Palais Royal, me compré un helado, recé un rosario como había prometido y me fui a casa". Pues bueno, siendo Mozart quien era, un personaje de un profundo complejo de inferioridad, podremos imaginar las consecuencias que habría tenido la ausencia de aplausos durante la presentación.

El viernes pasado estuve en el concierto de Carmina Burana en el Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá y ocurrió lo mismo que siempre ocurre: nadie aplaudió en medio de los movimientos, sólo al final. Todos fuimos lo suficientemente civilizados como para apretar los dientes, tensionar los músculos y aguantarnos las ganas de aplaudir en el "in taberna", por ejemplo. No voy a decir que la música clásica en general resulte más vital que cualquier otro tipo de música, pero sin duda, al menos, es tan vital como cualquiera; históricamente sin embargo, y al parecer por razones que tienen que ver directamente con Wagner y con la relación entre la ópera y las orquestas, se ha naturalizado no sólo la necesidad de no aplaudir entre movimientos, sino en general, una especie de protocolo para escuchar música clásica en vivo (aquí un ejemplo que parece de caricatura, pero que funciona realmente: http://www.protocolo.org/social/etiqueta_en_publico/asistir_a_un_concierto_de_musica_clasica_comportamiento_y_buenos_modales_que_hacer.html).

Como digo, al parecer hay varias razones para ello: algunas de las esgrimidas por los directores y "conocedores de música clásica" dicen que este tipo de composiciones se basan en una integralidad amplia y que implican lo mismo para ser escuchadas; es decir escuchar todos los movimientos para sólo después saber si merecen la pena ser aplaudidos o no; y bueno, es posible que tengan razón. Sin embargo, una cosa no quita la otra: el hecho de aplaudir un movimiento sumamente emotivo (seguramente compuesto para generar el aplauso, al menos en la gran mayoría de las piezas más famosas) no implica que al final no podamos darnos cuenta de que dicho movimiento no le otorgaba la suficiente emoción al conjunto de la obra y entonces decidamos disminuir la fuerza del aplauso o sencillamente no aplaudir.

La otra razón histórica tiene que ver directamente con Richard Wagner efectivamente: Algo notable sucedió en las primeras interpretaciones de Parsifal en Bayreuth en 1882. Wagner solicitó que, terminado el segundo acto, los actores no salieran a hacer la venia. De esa manera, como anotó Cósima Wagner en su diario, “no se menoscabaría la impresión”. Pero el público entendió que esto significaba que no debía aplaudir, y el telón bajó en absoluto silencio. Wagner se quedó sin saber si al público le había gustado o no. Entonces se dirigió a los espectadores diciéndoles que ya era apropiado aplaudir. La gente llamó a los cantantes, pero éstos no pudieron salir porque ya estaban en pleno cambio de vestuario en los camerinos. La confusión continuó en la segunda función. Cósima escribió: “Después del primer acto hay un silencio reverencial que tiene un efecto placentero. Pero después del segundo algunos aplauden y otros los silban, lo cual se vuelve embarazoso”. Dos semanas después, el compositor se ubicó en un palco para ver la escena de las doncellas de las flores. Cuando terminó, gritó “¡Bravo!” y lo silbaron. Fue alarmante: sus seguidores se habían vuelto más wagnerianos que Wagner.

No sé qué sea lo que se deba hacer, si volver a las antiguas y animadísimas formas en las que se tocaba y escuchaba música clásica en las que la gente se movía, caminaba, charlaba, chiflaba, etc., o si efectivamente sea necesario mantener un auto control riguroso de las emociones orientado a crear el mejor ambiente posible para escuchar cada uno de los detalles de lo que se escucha (véase el ejemplo citado anteriormente acerca del protocolo que hay que seguir). Sin embargo, si de algo estoy seguro es que en términos funcionales, este tipo de formatos han logrado dotar a la música clásica de una soberbia que para nada le hace justicia a lo que realmente puede generar, y genera, en cualquier persona. La música clásica es para alegrarse, para llenarse de adrenalina (para los que montan bicicleta: háganlo mientras escuchan la 1812 por ejemplo), para entristecerse, para enamorarse; para caminar, para bailar, para invitar, para sentarse, para pararse, para mirar, para cerrar los ojos, para escuchar a todo volumen, para escuchar con otros, para escuchar sólo; por eso, no tiene por qué seguir siendo capital exclusivo de quienes ven en ella nada más que una manera para demostrar su posición en la sociedad.

En los últimos dos años se ha hablado mucho en Nueva York de un sitio llamado Le Poisson Rouge, sobre la calle Bleecker, donde antes estaba ubicado el Village Gate. Allí se llevan a cabo programas de música clásica en un ambiente de club de jazz con mesas, meseros, comida y bebida, y los intérpretes anunciando la música. Experimentos similares están surgiendo en Londres en el bar Horse & Groom y en el 100 Club, entre otros. Para algunos es la ola del futuro; para otros es lo contrario de la utopía, una pesadilla donde la música clásica es engullida por las fauces de la cultura popular. Yo sencillamente abogo por hacer todo lo que esté en nuestras manos (las de los administradores de las salas, las de los directores y músicos, las del público, las de los expertos en música clásica, las de las emisoras especializadas) para limpiar a la música (a cualquier música, pero en este caso a la clásica) de esos hálitos de distinción y exclusividad que le pertenecen a los individuos y que no tienen por qué ser transferidos a la música misma.

(Alguna de la información de esa entrada fue tomada de un artículo bastante riguroso sobre el asunto: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1610)



sábado, 29 de octubre de 2011

Falsas salidas, falsas entradas: Calle 57 cra 9

Hoy, con esta fotografía (calle 57 con cra 9), inicia una nuevo proyecto: "falsos escapes". En adelante, una parte de este blog estará dedicada a coleccionar fotografías de todas aquellas puertas, escaleras, ventanas, calles, fachadas, que de múltiples maneras (unas bellas y otras torpes, unas intencionadas y otras azarosas) y por diversas razones, han terminado arruinando la promesa inherente a su propia existencia: la promesa de cruzar a otro lugar, la promesa de entrar y de salir, la promesa de poder escapar, de poder esconderse detrás de ellas, de encerrar, de separar, de proteger, en fin, la promesa de cambio, de movimiento.

El proyecto tiene dos caras; primero, hace parte de la obsesión, paranóica y malsana sin duda, alrededor de la artificialidad de cualquier promesa de cambio, de la incredulidad y el escepticismo frente cualquier intento de fuga, de escape. Quizás sea cierto lo que en otra entrada citaba de "La delgada linea roja": vivimos encerrados en una caja de cartón que se mueve con nuestros forcejeos, con nuestras ilusiones de ir hacia adelante (o hacia cualquier lado), pero fuera de la cual nunca hemos salido y nunca podremos salir; a veces logramos que la caja cambie de forma, logramos hacerle abolladuras que crean una falsa ilusión, pero en realidad, ni siquiera nos hemos dada cuenta de que la caja está ahí.

Pero la otra cara del proyecto resulta mucho más amable; solo diré que la mayoría de fotos han sido y serán tomadas durante recorridos en bicicleta o en las caminatas que decido hacer casi a diario desde mi casa al trabajo o a otros lugares; ambos asuntos, montar en bici y caminar por Bogotá, conforman el pequeño grupo que como diría también Malick en la misma película, hacen parte de lo único que un hombre puede hacer: "encontrar algo que sea solo suyo, hacerse una isla sólo para él".

domingo, 25 de septiembre de 2011

Los 7 locos. Roberto Arlt. 1929. Segunda parte: La angustia

Preparando la sesión número tres de “Publicidad y consumo” para la Universidad he releído Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. En la introducción habla de la modernidad como un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Para hablar de ello cita un fragmento de la novela romántica de Rousseau, La nueva Eloísa, en voz de Saint-Preux, un campesino que decide trasladarse a la ciudad: “un choque perpetuo de grupos y cábalas, un flujo y reflujo continuo de prejuicios y opiniones en conflicto […] Todos entran constantemente en contradicción consigo mismos, todo es absurdo, pero nada es chocante, porque todos están acostumbrados a todo. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos, me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco”. Erdosain, el personaje principal de Los siete locos, se encuentra en la Argentina de los años 20, llena de inmigrantes, de múltiples idiomas y en creciente proceso de industrialización. Erdosain, para arrancar por ahí, es hijo del tan mentado desarraigo propio de nuestra época; del desarraigo de un mundo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire. Y aquí uno de los primeros fragmentos en los que Arlt describe la sensación de angustia de Erdosain:

"Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel rizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. Él no era ya un organismo envasando sufrimiento, sino algo más inhumano… quizá eso… un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de obscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillo, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse… dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente […] Hasta la conciencia de ser, en él, no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la obscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas, que blindada [blindaba] su realidad atroz”.

A pesar de que el fragmento hace parte de la escena en la que su mujer lo ha dejado, la angustia de Erdosain en absoluto puede ser explicada por ese sólo hecho, sino al contrario, como decía, debe serlo como una señal de los tiempos, los tiempos modernos, la modernidad. Por ello, resulta tan fácil trazar los lazos entre su profunda angustia y, por ejemplo, el desasosiego, la sensación de vacío, la permanente necesidad de justificar la existencia, la sensación de estar asistiendo a la vida propia como puro espectador, del personaje de Ampliación del campo de batalla de Michel Houellebecq: “Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de la que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte. Se anuncia el tercer milenio”.

Nada nuevo sin embargo en este asunto. Quizás ya todos estemos suficientemente enterados de las novelas sobre la angustia y la soledad. Nuevo sí es, sin embargo, la aparición de la violencia como única y natural salida para ellas; y ni siquiera salida: no he leído aún Los lanzallamas ni El juguete rabioso, pero estoy seguro de que detrás de ninguna se encuentra una "salida", una solución, el paraíso, un lugar soñado, la revelación. Porque Arlt está por fuera de las moralejas, está por fuera –por encima– de las ideologías, de las promesas de un mundo mejor y, si me arriesgo un poco, por encima de las posibilidades de cambio. Los siete locos ejecuta la desarticulación del espectáculo pero no renuncia a él: todo es artificio; los hombres necesitamos nuevas mentiras en las qué creer y que nos permitan volver a dotar de sentido nuestras vidas; todas las ideologías, todas las creencias, todas las promesas, anclan su sentido en su elaboración como mentira, en su capacidad de convencer y movilizar... en nada más. Por ello, la novela (ésta, y seguramente las otras dos), son novelas de crisis, de descreimiento, en donde lo único posible es la violencia y la mentira. Ya lo decía Beatriz Sarló en una de las tres partes de la introducción: “Arlt denuncia los límites de cualquier cambio que no sea radicalmente revolucionario, es decir que no destruya las condiciones existentes. No importa cuál sea el sentido de ese cambio, lo que importa es que sea total”. Desaparecen entonces las ideologías, las promesas; desaparecen los moralismos, desaparece la objetividad de los límites entre lo bueno y lo malo; a cambio, aparece el entusiasmo; y de qué mejor manera podría aparecer: la violencia, lo único que nunca promete porque lo único que tiene que hacer es cumplirse a sí misma; ella muestra los límites de lo existente, los rompe para trazar otros nuevos que romperá nuevamente. La violencia como profecía autocumplida está siempre por fuera, no hace parte de la mentira, del espectáculo.

Siempre lúcida, siempre retadora, siempre renovada, la violencia surge en Los siete locos como la única posibilidad de existencia de aquellos perdidos entre la niebla de la cara oscura de la modernidad, lo único para darle sentido no sólo a sus propias vidas, sino sobre todo, al mundo mismo. Y bueno, ante tantos intentos fallidos, menos intensos, más artificiales, quién es quién para negarles la violencia como uno más de ellos.

miércoles, 27 de julio de 2011

Los 7 locos. Roberto Arlt. 1929. Primera parte: La edición


No entiendo cómo pasó tanto tiempo sin leer a Roberto Arlt. La primera vez que supe de él fue por una canción o una entrevista a Fito Páez en donde hablaba de la influencia de su narrativa en la música que hacía. Ahora, habiendo leído Los siete locos siento que ya nada mejor puede hacerse sobre la angustia y la violencia. He decidido dividir mis comentarios en tres entradas distintas: la primera, dedicada sencillamente a la edición en la que tuve la fortuna de leer la novela y que sin duda alguna, contribuyó al placer que me generó: Colección Archivos; en segundo lugar, podré hablar particularmente de la manera como narra la angustia, el dolor de un hombre que encarna el dolor del mundo; y por último, la violencia, la violencia como único camino en el que una angustia tal puede derivar, y la violencia como única forma de existencia para un individuo en esas condiciones: “ser a través de un crimen”, como dice el mismo texto.

La edición:
Colección Archivos (Secretaría de Cultura de la nación argentina / Conabip -que asocia a doce países). Edición crítica coordinada por Mario Goloboff. Papel de arroz, "Los siete locos" y "Los lanzallamas" en un sólo tomo. La tabla de contenido del tomo: 1. Introducción ("Liminar. Roberto Arlt, excéntrico", de Beatriz Sarlo; "Introducción" del Coordinador, Mario Goloboff; "Nota filológica preliminar" de Ana María Zubieta); 2. El texto (Los siete locos y los lanzallamas), con el siguiente formato: dividido en dos columnas, en la izquierda tiene el texto original del autor (con todos los errores de estilo, puntuación, ortografía, todos los acentos, etc., de Arlt) y en la derecha las modificaciones hechas por los correctores de estilo; en los pies de página, Zubieta hace comentarios sobre estas modificaciones (la mayoría desautorizándolas) y además, interpretaciones bastante importantes alrededor de escenas muy particulares y detalles que de otra forma pasarían de largo. 3. Cronología de Roberto Arlt: lista de acontecimientos biográficos acompañados, cada uno, por: "Se publica en Argentina", "Se publica en América Latina", y algunos otros datos de contexto, la mayoría de carácter político (a propósito: también es Aries, nació el 2 de abril de 1900). 4. Historia del texto: "Ficción y crónica en Los Siete Locos y Los Lanzallamas" por José Corral y "Clase media y lectura: la construcción de los sentidos" de Andrés Avellaneda. 5. Lecturas del texto: "Un utópico país llamado Erar" de Noé Jitrik, "Elogio de la razón y la locura" de José Amícola, "Los siete Locos y Los Lanzallamas: audacia y candor del expresionismo" de Maryce, Renaud. 6. Dossier de la obra: Recepción (miles de piezas alrededor de la obra: una carta de Arlt a su hermana, fragmentos de entrevistas al autor, artículos y fragmentos, menciones a la obra de parte de críticos y literatos, en fin, cerca de 20 documentos), Actualidad de Arlt: Testimonios (diez escritores testimonian la importancia de Arlt en sus trabajos), 7. Bibliografía e índice: con las distintas ediciones (a mi edad ya había publicado El juguete rabioso y Los siete locos), los aguafuertes, las obras de teatro (me imaginé mil veces los siete locos en teatro, debe haber adaptaciones seguramente), las traducciones (Alemán, italiano, portugués, inglés, francés), bibliografías, Revistas y homenajes, monografías, artículos, partes de libros y notas, 8. El programa Archivos: origen, objetivos, actores, fechas y resultados, directivo, títulos, plan general de la edición, coeditores y distribuidores (a nosotros nos apunta sólo el FCE y la UNAM). Al final, 7 hojas en blanco (por supuesto, también en papel de arroz).

lunes, 27 de junio de 2011

Winter's Bone (Lazos de Sangre). Debra Granik. 2010

Imposible no pensar en Terrence Malick. Winter's bone, o la manera como la tradujeron aquí: Lazos de sangre (que de hecho me gusta más), es todo un ejemplo de cómo contar de manera sencilla una historia, pero dotándola de una increible seriedad, complejidad y honestidad. En Tokyo-Ga, película de Wenders sobre Jazujiro Ozu, el director alemanán se refiere a la inmensa capacidad para contar sin juzgar, ver sin querer demostrar; pues "Lazos de sangre" es eso (aunque se pueda decir que quiere hacer visible la realidad del crack en EU no es eso lo más importante). Es un acercamiento complejo a un Estados Unidos rural del que casi nunca se habla, aquellas zonas de los bosques en donde se produce, se consume y se comercializa el crack; zonas de familias descompuestas y de adictos dispuestos a hacer cualquier cosa para sostener el negocio.


"Lazos de sangre" transita por temas tan trillados como la drogadicción, la policía, las familias descompuestas, sin caer en un sólo lugar común y creo que allí está su gracia: Ree, una joven de 17 años encargada del cuidado de sus dos hermanos y de su madre enferma, no es la típica niña llorona que cruza por los más increíbles infortunios orientados únicamente a hacernos llorar; pero no es tampoco la niña-niño, niña-adulto, niña-hombre obligada por el contexto a olvidarse de su niñez y su feminidad, como sí ocurre por ejemplo con True grit (Temple de acero), la última película de los Hermanos Coen. Ree, maravillosamente interpretada por Jennifer Lawrence (X-men), es un personaje duro, cómo no serlo, pero que nos muestra con una que otra escena, que sigue siendo una niña de 17 años ingenua y hasta tierna. La escena en la que debe cortar las dos manos de su padre, es muy buen ejemplo de ello porque justamente logra escapar tanto de hacer de la escena una profunda tragedia (un llanto incontrolado de Ree que le impidera hacer lo que debía por ejemplo) como de dotarla de la insensibilidad típica de un grupo de narcotraficantes. Así suene fácil, acercarse a personajes de este tipo sin caer en los prototipos, sin exagerar aspectos de su carácter, etc., no resulta nada fácil. De otro lado, está el típico asunto de los malos y los buenos, particularmente prototípicos cuando se trata de la violencia: víctima o victimario, a eso se reduce todo. Teardrop, tío de Ree es el más claro ejemplo de cómo la directora evita este camino: la manera como transita de ser uno de los peores personajes de la película a convertirse en el principal cómplice de la sobrina, es un camino que la directora Debra Granik (aunque realmente creo que los méritos son de Daniel Woodrell, el autor de la novela original) recorre adentrándose en la complejidad interna del personaje: la importancia de sus lazos familiares, su soledad, la sensación de no tener nada que perder, etc., hacen que Teardrop se convierta en un sujeto mucho más complejo de lo que podría ser.

Por último está la música, un manejo muchísimo más serio, menos cursi, de lo que podría haber sido. Perfectamente la música podría haber sido utilizada como una especie de catarsis, o de acompañante del final feliz. Sin embargo, aunque la música siempre está presente, no es explotada como herramienta narrativa que le dé fuerza a ciertos sentimientos, particularmente la nostalgia o, más aún, a un final feliz en el que todos se reconcilian: cuando Teardrop toma el banjo casi al final, cuando todo se ha solucionado ya, esperamos que toque la canción de la reconciliación, que nos haga entender que ya todo pasó, que empieza un nuevo día. Pero no: por mucho conoce cuatro notas que toca sin mayor gracia, después de lo cual decide abandonar el instrumento. Pero hay una segunda oportunidad, "esta vez sí", nos decimos, llegó el momento que nos permitirá salir con una sonrisa de tranquilidad: el banjo lo toma la niña de seis años, sus hermanos sonríen al verla, pero bueno... nuevamente decepción, no es más que una escena bonita pero nada más, nada que nos permita sentir que efectivamente todo mejoró.

Lazos de sangre es una película cruda pero profundamente realista, profundamente honesta. Yo insisto que se debe a la novela más que a su traducción en la pantalla. Habrá que leerla. Por ahora, ya la he visto dos veces en la última semana y cada vez me convenzo más de que resulta un excelente manual para saber cómo contar historias decentemente.

martes, 31 de mayo de 2011

Objetos antiguos

Mi obsesión por objetos antiguos, por el pasado en general, no es nueva; quizás es que sólo hasta ahora comienzo a tomármela en serio. Creo que hace parte del rechazo a esa tendencia de estar siempre actualizado, de ser siempre el primero en haber escuchado algo, haber leído algo, haber sabido algo, haber dicho algo. Al lado de la velocidad que impone esa competencia, creo que prefiero la tranquilidad de devolverse, de desandar, de volver sobre lo que ya se ha hecho y se ha olvidado; prefiero eso al estar siempre haciendo, al estar siempre hablando, siempre contando algo; prefiero eso a la permente acumulación de haceres, de cosas, a la permanente acumulación de basura informática que tan pocas huellas deja.

Ayer y antes de ayer estuve dedicado a las tiendas de antiguedades en la novena. No se trata de nada nuevo, ni en el sentido literal por supuesto, ni en términos de lo que significa la novedad en estos tiempos. Nada nuevo que contar, por decirlo de alguna manera; ninguna sensación nueva. Al contrario se trata de cosas ya sabidas, de sensaciones ya conocidas, de olores viejos, de páginas a punto de desvanecerse, de máquinas de escribir polvorientas con miles de historias detrás, de cascos originales del nacionalsocialismo, de escaleras que rechinan con cada paso, de olor a polvo. Sin embargo, no se trata de melancolía ni nostalgia por lo perdido; más que el simple rechazo a la competencia desenfrenada por la permanente actualización, más que una nueva tendencia, se trata de un tiempo detenido, de un camino distinto, un camino descubierto y por descubrir; un camino, nuevamente, más para recoger que para acumular.

jueves, 28 de abril de 2011

La delgada línea roja. Terrence Malick (1998

No saber qué hacer. No saber qué hacer después del final de la película; quedarse acostado en la cama con la misma mirada del soldado Robert Witt justo antes de morir: la mirada de haber descubierto que todo es una mentira; quedarse acostado en la cama con la misma mirada del capitán Edward Welsh mientras el barco se aleja definitivamente de un sueño que no sabe cómo comenzó y que ni siquiera sabe si haya terminado.

No saber qué hacer después de la guerra. No saber qué hacer después de matar al primer hombre. No saber qué hacer con el último aliento mío o de mi enemigo.

No saber qué hacer cuando mirando la muerte a los ojos nos damos cuenta de que nada en realidad se mueve; de que mucho menos sabemos para dónde vamos y de dónde venimos. No saber qué hacer cuando mirándola nos damos cuenta de que todo es una ilusión, de que estamos encerrados en una gran caja que se mueve con nuestros forcejeos pero de la cual nunca hemos salido ni podremos salir y fuera de la cual nunca hemos podido ver. No saber qué hacer cuando vemos a la muerte en los ojos infinitamente profundos de un soldado que agoniza en nuestros brazos, como si mirándolos nos asomáramos a un acantilado oscuro e infinito, angustiante y tranquilo a la vez, en el que no vemos el fondo pero que sabemos que es, en sí mismo, la mejor metáfora de la vida. Sabemos entonces, viéndola en los ojos de quien muere o en los del soldado japonés que me mira justo antes de matarme, que todo lo que oyes y todo lo que ves no es más que una sola mentira.

No saber qué hacer cuando nos damos cuenta de que ni él ni yo importamos, de que no es una cuestión de individuos sino de algo mucho más grande que ni siquiera alcanzamos a imaginar. No saber qué hacer cuando sabemos que él y yo hacemos parte de la misma ilusión.

No saber qué hacer cuando nos damos cuenta de que sencillamente no queda nada más que hacer.

Habría que dedicarse de lleno a los funerales, dedicarse a sepultarlo todo, a despedirse de todo, para sólo después hacer lo único que un hombre puede hacer: encontrar algo que sea sólo suyo, hacerse una isla sólo para él.

miércoles, 6 de abril de 2011

En defensa del Mal. "No Country for old men" (Hmnos Coen, 2007)

A propósito de todo aquello que no sólo depende de los individuos.

Mientras tanto, en la América soñada por Albert (dueño del circo de Noche de circo de Bergman), se encuentra Ed Tom, sheriff de No country for old men (Hmnos. Coen). Durante varias décadas Ed ha trabajado defendiendo el orden del pueblo, pero ahora es el suyo propio, el sentido mismo de su vida, el que se le escapa inevitablemente de las manos: “eso pasa cuando perdemos el respeto a los viejos y el resto perece. Es la desastrosa marea, es inevitable”. Inevitable para él compararse con su heroico padre y con los sheriffs de antaño que no necesitaban arma para controlarlo todo; el mundo está cambiando, no le da tiempo a Ed para acomodarse y sencillamente lo deja por fuera; no entiende, quizás porque ni siquiera quiere hacerlo, las reglas de una violencia que lo mira burlona (a quiénes de nosotros no nos mira burlona la violencia): “ahora sólo voy a dedicarme dos o tres veces al día a la justicia” dice cansado y decepcionado. Ed se ha jubilado, y ahora se debate resignado y abandonado entre cabalgar sólo por la pradera o ayudar a su mujer en las labores de la casa[1].

Al contrario Anton Chighur (papel que le dio un Oscar más que merecido a Javier Bardem en la película de los Coen) representa el Mal, representa la violencia que nadie entiende, un algo superior, impalpable y sobre todo, y de ahí su magia en comparación con quienes defienden El Bien, impermeable al fracaso; mientras los buenos no tienen ya ni siquiera a qué aferrarse, Anton Chighur parece estar por encima de todo: con una de sus víctimas desangrándose en el piso, decide elevar sus piernas, posarlas relajado sobre la cama y recostarse en un sillón para evitar que la sangre derramada ensucie sus texanas negras siempre brillantes.

Su tranquilidad en comparación con los bueno, no se debe sin embargo a que logre hacer lo que quiera sin que nadie lo atrape; se trata, al contrario, de un asunto mucho más existencial si se quiere. Ed envejece defendiendo el bien (Albert, en noche de circo, lo hace haciendo reír a harapientos habitantes de pueblos perdidos en la nada); sus principios se vuelven inútiles en medio de esfuerzos individuales que titubean todo el tiempo tentados por algo que desean pero que no deben desear. Anton, al contrario, representa la inutilidad de los individuos mismos y la supremacía de algo superior que, por falta de mejores palabras, llamamos el Mal. Ed perdió algo y ahora está encerrado, sin nada a qué aferrarse; sigue soñando con la imagen joven del mundo y de su padre. Desarraigo. Anton, al contrario, ha tirado una vez más la moneda al aire en la mejor escena de la película; la moneda, el azar, decide sobre la vida y sobre la muerte de muchas de sus víctimas. Esta vez decide sobre la vida de Carla Jean, fiel representante de lo moralmente correcto y esposa de Llewelyn Moss, otro personaje que en vano intenta defenderse a sí mismo de una violencia que tampoco él logra entender a pesar de su habilidad. Anton le pide a Llewelyn que escoja cara o sello; ella se niega a escoger porque, dice convencida, “la moneda no tiene ni voz ni voto”, mientras piensa que la voz y el voto están en la voluntad de Anton, en la voluntad de las personas, no en una moneda., no en el azar En respuesta Anton se burla de la típica e ilusa frase que, según él, todos dicen antes de ser asesinados: “no tienes que hacer esto”. Y se burla porque sabe que no es cuestión de individuos, que no depende de él, que no se trata de voluntades; sabe que no es cuestión de decisiones, sabe que se debe a algo mucho más grande que la vida de cualquiera, incluyendo la suya propia, y que lo máximo que puede hacer es permitir una pequeña intromisión del azar a través de una insignificante moneda. Anton lo sabe, y por ello, sabio e impaciente ante la burda ingenuidad del Bien, de Carla Jean, le contesta: “Yo? Yo llegué aquí del mismo modo en el que llegó la moneda”.

Anton tiene lo que Ed pierde impotente. Un algo que para Anton supera la necesidad misma de sentirse parte de algo y que entonces lo protege del desarraigo y el sinsentido: él mismo no cuenta, nadie cuenta. La inevitabilidad, el destino, la inutilidad de las decisiones.

Caballero decía sobre el torero José Tomás: “no torea, digo, sino que deja que el toreo se haga a través de él, del mismo modo que el arquero zen no apunta ni dispara su arco ni se esfuerza por dar en el blanco. Simplemente da en el blanco. Pues no hay arquero, ni blanco, ni vuelo de la flecha: todo eso es lo mismo, porque no es nada. Y por eso el arquero zen no es bueno, ni malo: es infalible”. El toreo, dice Caballero, surge del torero y del toro como una tercera presencia, superior a los dos, y por ello hermosa. El bien siempre depende de las buenas acciones, del amor al prójimo, de la época, de las circunstancias, de la fe: por eso siempre falla. El Mal, en No country for old men, surge como algo superior a Anton y a su víctima; no depende de ellos, no de sus voluntades ni de sus decisiones; todo es lo mismo porque no es nada; y por eso Anton no es bueno ni malo: es infalible.



[1] Una idea parecida se encuentra en: http://cahiersdedvd.blogspot.com/2009/08/no-country-for-old-men-2007.html#more