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miércoles, 6 de abril de 2011

En defensa del Mal. "No Country for old men" (Hmnos Coen, 2007)

A propósito de todo aquello que no sólo depende de los individuos.

Mientras tanto, en la América soñada por Albert (dueño del circo de Noche de circo de Bergman), se encuentra Ed Tom, sheriff de No country for old men (Hmnos. Coen). Durante varias décadas Ed ha trabajado defendiendo el orden del pueblo, pero ahora es el suyo propio, el sentido mismo de su vida, el que se le escapa inevitablemente de las manos: “eso pasa cuando perdemos el respeto a los viejos y el resto perece. Es la desastrosa marea, es inevitable”. Inevitable para él compararse con su heroico padre y con los sheriffs de antaño que no necesitaban arma para controlarlo todo; el mundo está cambiando, no le da tiempo a Ed para acomodarse y sencillamente lo deja por fuera; no entiende, quizás porque ni siquiera quiere hacerlo, las reglas de una violencia que lo mira burlona (a quiénes de nosotros no nos mira burlona la violencia): “ahora sólo voy a dedicarme dos o tres veces al día a la justicia” dice cansado y decepcionado. Ed se ha jubilado, y ahora se debate resignado y abandonado entre cabalgar sólo por la pradera o ayudar a su mujer en las labores de la casa[1].

Al contrario Anton Chighur (papel que le dio un Oscar más que merecido a Javier Bardem en la película de los Coen) representa el Mal, representa la violencia que nadie entiende, un algo superior, impalpable y sobre todo, y de ahí su magia en comparación con quienes defienden El Bien, impermeable al fracaso; mientras los buenos no tienen ya ni siquiera a qué aferrarse, Anton Chighur parece estar por encima de todo: con una de sus víctimas desangrándose en el piso, decide elevar sus piernas, posarlas relajado sobre la cama y recostarse en un sillón para evitar que la sangre derramada ensucie sus texanas negras siempre brillantes.

Su tranquilidad en comparación con los bueno, no se debe sin embargo a que logre hacer lo que quiera sin que nadie lo atrape; se trata, al contrario, de un asunto mucho más existencial si se quiere. Ed envejece defendiendo el bien (Albert, en noche de circo, lo hace haciendo reír a harapientos habitantes de pueblos perdidos en la nada); sus principios se vuelven inútiles en medio de esfuerzos individuales que titubean todo el tiempo tentados por algo que desean pero que no deben desear. Anton, al contrario, representa la inutilidad de los individuos mismos y la supremacía de algo superior que, por falta de mejores palabras, llamamos el Mal. Ed perdió algo y ahora está encerrado, sin nada a qué aferrarse; sigue soñando con la imagen joven del mundo y de su padre. Desarraigo. Anton, al contrario, ha tirado una vez más la moneda al aire en la mejor escena de la película; la moneda, el azar, decide sobre la vida y sobre la muerte de muchas de sus víctimas. Esta vez decide sobre la vida de Carla Jean, fiel representante de lo moralmente correcto y esposa de Llewelyn Moss, otro personaje que en vano intenta defenderse a sí mismo de una violencia que tampoco él logra entender a pesar de su habilidad. Anton le pide a Llewelyn que escoja cara o sello; ella se niega a escoger porque, dice convencida, “la moneda no tiene ni voz ni voto”, mientras piensa que la voz y el voto están en la voluntad de Anton, en la voluntad de las personas, no en una moneda., no en el azar En respuesta Anton se burla de la típica e ilusa frase que, según él, todos dicen antes de ser asesinados: “no tienes que hacer esto”. Y se burla porque sabe que no es cuestión de individuos, que no depende de él, que no se trata de voluntades; sabe que no es cuestión de decisiones, sabe que se debe a algo mucho más grande que la vida de cualquiera, incluyendo la suya propia, y que lo máximo que puede hacer es permitir una pequeña intromisión del azar a través de una insignificante moneda. Anton lo sabe, y por ello, sabio e impaciente ante la burda ingenuidad del Bien, de Carla Jean, le contesta: “Yo? Yo llegué aquí del mismo modo en el que llegó la moneda”.

Anton tiene lo que Ed pierde impotente. Un algo que para Anton supera la necesidad misma de sentirse parte de algo y que entonces lo protege del desarraigo y el sinsentido: él mismo no cuenta, nadie cuenta. La inevitabilidad, el destino, la inutilidad de las decisiones.

Caballero decía sobre el torero José Tomás: “no torea, digo, sino que deja que el toreo se haga a través de él, del mismo modo que el arquero zen no apunta ni dispara su arco ni se esfuerza por dar en el blanco. Simplemente da en el blanco. Pues no hay arquero, ni blanco, ni vuelo de la flecha: todo eso es lo mismo, porque no es nada. Y por eso el arquero zen no es bueno, ni malo: es infalible”. El toreo, dice Caballero, surge del torero y del toro como una tercera presencia, superior a los dos, y por ello hermosa. El bien siempre depende de las buenas acciones, del amor al prójimo, de la época, de las circunstancias, de la fe: por eso siempre falla. El Mal, en No country for old men, surge como algo superior a Anton y a su víctima; no depende de ellos, no de sus voluntades ni de sus decisiones; todo es lo mismo porque no es nada; y por eso Anton no es bueno ni malo: es infalible.



[1] Una idea parecida se encuentra en: http://cahiersdedvd.blogspot.com/2009/08/no-country-for-old-men-2007.html#more

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