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domingo, 23 de diciembre de 2012

Un poema de Quevedo sobre el tiempo

Por azar me encuentro con un poema de Francisco de Quevedo de una pertinencia maravillosa para pensar el tiempo en el mundo contemporáneo. Escrito a comienzos del siglo diecisiete, "Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió" no solo habla de la angustia de un hombre que  siente cerca a la muerte, ni tampoco de lo corta que se nos aparece la vida, ni solo de la incertidumbre en el paso de los días. No es, solamente, un asunto subjetivo y por eso su pertinencia (el hecho de que en el segundo terceto diga soy un fue y no, por ejemplo, soy un fui). Siento que su versión del tiempo (tempus fugit) nos habla del tiempo puntuado al que ya se referiría Michel Mafessoli, un tiempo que se parece más a una sucesión de pequeñas big bangs que a una línea y del que hablé ya en la entrada anterior sobre Neuman. Un tiempo que, a propósito, se ve cada vez más claramente reflejado en la forma misma de la literatura contemporánea: fragmentos, voces cruzadas, tiempos que explotan en sí mismos.


Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuán nada parece lo que se vivió
 «¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni adónde
la Salud y la Edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Andrés Neuman: "Cómo viajar sin ver" y "Hablar solos"


Me acerqué a Andrés Neuman con muchas expectativas. Más que por sus premios lo hice porque según Bolaño, tan pesimista sobre la nueva narrativa, dijo que Neuman había sido tocado por la gracia, que la literatura del siglo XXI pertenecería a él y a otros de su camada. Lo primero que leí, intenté leer mejor, fue Cómo viajar sin ver (Alfaguara, 2010), una especie de diario de la gira por Latinoamérica que realizó para presentar su novela El viajero del siglo (Alfaguara, 2009) con la que obtuvo el premio Alfaguara y el Premio de la Crítica. Digo que intenté leerlo porque efectivamente no lo terminé. La idea es maravillosa y de entrada muestra a un escritor reflexivo y muy inteligente. El libro está hecho de fragmentos dentro de fragmentos porque, según dice, de eso está hecha la vida en el mundo contemporáneo, de ilusiones de movimiento en medio de la quietud, de viajeros sedentarios, de especies de pequeños big bangs–oscuros a veces, luminosos a veces– que parecieran agotarse en sí mismos; de la vida en los aeropuertos como gran altar de nuestros días. El viaje es eso, los viajes que realizó Neuman por las ciudades latinoamericanas de la gira fueron eso: viajar sin ver, ver apenas fragmentos, nada de profundidad. Decidió entonces que su diario debería reflejar esa nueva forma de viajar que tan bien habla de nuestra propia existencia: un diario hecho de fragmentos, de aforismos (de hecho tiene un libro de aforismos: El equilibrista (Acantilado, 2005) que aún no leo). La idea es muy buena, insisto, arriesgada y sensata, pero digamos que sencillamente me aburrió; digamos que quizás sigo prefiriendo las historias profundas, las historias con capacidad de crear mundos en los que logramos creer, en los que logramos hundirnos como especies de detectives, dispuestos a abandonarnos, a dejarnos llevar, a creer. Digamos que sencillamente, y quizás en esto peco de ser un lector muy conservador aún, me aburrió porque sigo creyendo en la sensación de totalidad que puede crear la literatura; puede hacerlo a partir de fragmentos sin duda, sólo que en el caso de Cómo viajar sin ver el conjunto desaparece una vez  ha sido mencionado en la presentación y nos sumergimos en anécdotas desconectadas que, a mi parecer, terminan defraudando la posibilidad de unidad que se prometió.

En fin. Todo lo contrario ocurre con Hablar solos (Alfaguara, 2012). Se trata de una historia profunda en todo el sentido de la palabra. Hecha de fragmentos, de múltiples voces (como al mejor estilo Rashomon), pero todas unidas en torno a una línea, a un problema que se muestra cada vez más pertinente como metáfora del mundo y como espacio para la literatura: el dolor, la enfermedad, las despedidas, la muerte (lo siguiente que habrá que leer, a pesar de la pereza que me ha dado, tendrá que ser La luz difícil de Tomás González). Mario está muriendo. Decide emprender un viaje con su hijo de diez años, Lito, conduciendo un inmenso camión, Pedro, para realizar una entrega que en realidad no es más que una excusa. Como los mejores viajes, diría Mutis, éste viaje se agota en sí mismo; dice Mario en algún momento: “Te juro que estaba dispuesto a consentirte cualquier cosa, un whisky, un tequila, un vodka, lo que fuera, y tú pediste una fanta, y fue maravilloso, a lo mejor para eso hicimos el viaje, ¿no?, para tomarnos una fanta en un motel con putas, y entonces todo valió la pena”. Releo la frase y vuelvo a sentir un nudo en la garganta. Mientras tanto está Elena, que ha decidido dejarlos viajar a pesar de que no deja de preocuparse porque la salud de Mario se empeore en medio del viaje y puedan quedar tirados en mitad de alguna carretera. Mientras tanto su dolor, sus temores, la fuerza de una despedida que se le hace cada vez más pesada e inevitable, la sumergen en una intensa búsqueda interna, cruda, visceral, bizarra hasta los tuétanos. Una búsqueda que, igual que el viaje de su esposo y de su hijo, se agota en sí misma, no la lleva a ningún lado sino a la explotación de su propia angustia. Pero con eso basta, no puede hacer otra cosa más que hundirse y revolcarse en ella, vivirla, confundirse, olvidarse, irse, negarse y afirmarse, explotar, en carne y hueso, literalmente, explotar.

La enfermedad, el dolor y el cuerpo se convierten en los protagonistas principales y aquí Neuman es profundamente lúcido. Dice Elena viendo a su esposo en el hospital una vez ha regresado del viaje: “Cuando lo contemplo, flaco y blanco como una sábana más, a veces pienso: Ese no es Mario. No puede ser él. El mío era otro, demasiado distinto. / Pero otras veces me pregunto: ¿Y si ese, exactamente, fuera Mario? ¿Y si, en lugar de haber perdido su esencia, ahora sólo quedase lo esencial de él? ¿Como una destilación? ¿Y si en el hospital estuviéramos malentendiendo los cuerpos de nuestros seres queridos? (...) Hay esperas que son como una muerte lenta. Me asfixia estar esperando una muerte para reanudar mi vida, sabiendo de sobra que, cuando suceda, voy a ser incapaz de reanudarla”. “El hospital te convierte en un cuerpo”, dice Mario. Y sigue: “lo peor es que todo esto no me ha enseñado nada, lo que siento es rencor, antes, cómo decirte, creía que sufrir servía para algo, como una especie de balanza, ¿entiendes?, un sufrimiento a cambio de alguna conclusión, una debilidad a cambio de tal conocimiento, mierda, todo es una mierda, y además qué vanidoso, como si uno pudiera organizar el dolor, no, el dolor es puro, no tiene utilidad, es de lo poco que puedo asegurarte, hijo, tú no te enseñes a sufrir, no aprendas nunca”. Otra vez un nudo en la garganta. Recuerdo a Hass hablando del dolor acurrucado en el patio de una cárcel mexicana en 2666: “A Hass le gustaba sentarse en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba pensar. Le gustaba que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo. Finalmente pensaba en el lujo, el lujo de tener memoria, el lujo de saber un idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo”. Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento diría Baudelaire en el epígrafe de Bolaño.

La historia está llena de paisajes melancólicos, paisajes de despedida, paisajes del final de algo, del final de todo. Así describe Lito una de las ciudades a las que llegan: “En Comala de la Vega todas las casas son bajas y las antenas están torcidas. Seguro que cuando sopla el viento los televisores cambian de canal (...). Papá ha inventado un juego. Cada vez que llegamos a un lugar tengo que adivinar cuántos habitantes tiene. En Comala de la Vega no creo que viva nadie. Las calles están quietas. Lo único que se mueve es Pedro. Todos los coches parecen muy viejos. Como si los hubieran dejado ahí hace mil años. Si se apagaran los semáforos no pasaría nada”. Eso y los hospitales como signos asépticos de nuestra lucha contra el dolor.

El dolor como un síntoma contemporáneo, como lo que a pesar de todo permanece inevitable, imposible de organizar. La enfermedad como metáfora de un mundo que muere y nace a cada instante, con cada fragmento, con cada big bang. Fragmentos que, como con los cuadros puntillistas, pueden terminar formando un todo. Depende de nuestra capacidad, cada vez más difícil de mantener, de ver el conjunto, de construirlo, de inventarlo a cada momento.