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viernes, 13 de noviembre de 2015

Árboles

Si me asomo por el balcón de mi departamento, o si dejo su puerta abierta y me siento en la mecedora, veo un árbol inmenso. No es grande: es inmenso. Es voluptuoso. Las ramas de arriba se sostienen entre ellas y forman un bulto más o menos circular. Las de abajo se escurren y casi alcanzan las cabezas de los que caminan o se sientan a su lado. En algunas temporadas del año, en los atardeceres, se llena de pájaros cantores. Quisiera decir que también ellos son voluptuosos, pero no he llegado a verlos. Lo que sí es voluptuoso es su canto: son muchos y cantan muy fuerte. Seguro son pichones, pero sus cantos unidos hacen pensar, soñar, que es el árbol el que canta.

Estoy leyendo Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya, escritor colombiano recientemente galardonado con el Premio Rómulo Gallegos, uno de los pocos que logra mantenerse “por fuera” de los criterios netamente comerciales. En la página 121, uno de sus pintores dice:

“En realidad creo que más que pintar los árboles, los aprendices de este oficio deberían ocupar sus días en palpar con su mirada el desarrollo de las lentas metamorfosis de esos seres que nos hablan sin que nosotros parezcamos comprenderlos. No hay que olvidar la palpitación de la savia que sube, vibrante y oscura, por los troncos. Se debe aguzar el oído para escuchar, aunque son nuestros ojos quienes perciben esas inclinaciones sutiles pero primordiales, el susurro de los pedúnculos y la mudez espléndida o penumbrosa de sus enveses. Tener todo el asombro dispuesto a enfrentar el mecanismo de la flor que abre sus pétalos al volátil emisario del deseo. Comprender, en fin, que la confluencia de las ramas, su trabazón extendida en el aire, es el cielo que nos cobija y nos colma antes de que las lluvias lleguen y nos mojen”.

En Broken Flowers, la película de Jim Jarmusch, Don Johnston (Bil Murray) llora bajo un árbol. Llora bajo un árbol y llueve. Llora bajo un árbol, llueve y está sentado al lado de la tumba de una de las posibles madres de su posible hijo. Siempre que veo esa secuencia siento que solo ahí, bajo un árbol, Don podía llorar. Como si fuera una especie de metáfora maternal que, como dice Montoya, nos protege. En el colegio en el que pasé toda mi infancia y adolescencia había muchos árboles. El colegio, de hecho, estaba rodeado por árboles. Había un circuito de ellos al que llamábamos Los Árboles del Fondo. Mi hermano, con unos nueve años entonces, nunca se bajaba de allí. Sonaba la campana para regresar a clases y él seguía trepado en sus ramas. Pasaba de uno a otro por sus copas. Luego bajaba, luego trepaba y luego volvía a bajar. Los profesores aprendieron que siempre que estuviera desaparecido bastaría con buscarlo en las copas de los árboles. Los Árboles del Fondo estaban cerca de El Bosquecito, el lugar, también tan propicio para el escondite, en el que aprendí a construir casas de madera y en el que inicié mi colección de cicatrices. El lugar en el que veíamos mapas en las manchas que dejaba la savia sobre la madera. El lugar en el que solíamos hablar de chicas y en el que, ya más grandes, algunos decidían dedicarse a la aspiración de hierbas. En Los Árboles del Fondo y en El bosquecito nos sentíamos seguros. De nuevo: protegidos. Ya no solo protegidos de la lluvia, sino protegidos de las personas, de todo lo que quedaba por fuera de las ramas y de la savia.

También al Ché Guevara le gustaban los árboles. De hecho, le gustaba leer en los árboles. Así lo cuenta Ricardo Piglia en El último lector. Ahí Guevara recuerda fragmentos de Jack London y de El Quijote. Además, se le ve escondido, en una posición bastante incómoda con la cual lidia, supongo, gracias la lectura, en la rama de un árbol boliviano con un libro en las manos:




La foto da para todo. Piglia plantea una oposición entre lectura y política y, de hecho, el mismo Guevara parece hacerlo. Termino con dos de los fragmentos del Ché citados por Piglia:

“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo.”
“El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarse del contacto con los hombres, sin contar que hay aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar.”

Mejor termino con una foto del árbol frente a mi casa:



¡A subirnos de nuevo a los árboles!... Así ya estemos viejos.

viernes, 31 de julio de 2015

“La tierra y la sombra” (César Acevedo, 2015): cuidar a los otros y cuidarse de los otros

“La tierra y la sombra” es una película sobre el cuidado, sobre las diversas formas de cuidado. Hay dos amplias formas de entender el cuidado según la RAE: la primera se refiere al acto de cuidar de alguien o algo vulnerado o potencialmente vulnerable:

1.      “Estar de cuidado.
Loc. verb. coloq. Estar gravemente enfermo o en peligro de muerte.
2.    m. Acción de cuidar (‖ asistir, guardar, conservar). El cuidado de los enfermos, de la ropa, de la casa

Este tipo de cuidado es central en la película. Cuidar a los demás, cuidarnos entre todos en un escenario repleto de injusticias grandes y pequeñas. Cuidar de Gerardo en sus últimos días de vida por las cenizas producidas en las quemas de los cañaduzales. Limpiar diariamente las cenizas de las pocas planticas y de la ropa. Cuidar a los pajaritos con mandarinas y bananos. Cuidar un helado (una de las escenas más bellas de la película) del polvo de la carretera. Cuidar a Doña Alicia en su vejez. Todos se cuidan en medio de las cenizas. Casi que literalmente, cada día los personajes reviven de las cenizas gracias al cuidado colectivo. Ya lo dice la definición de la RAE: el cuidado de los enfermos, de la ropa, de la casa.


Pero hay cuidados extremos, cuidados que se convierten en algo más importante que cuidar de sí mismo. Hay dos cuidados de este tipo en el relato de César Acevedo, dos cuidados extremos que chocan entre sí y hacen girar la historia: a pesar de que los pulmones de Gerardo están a punto de colapsar, sabe que no puede irse y dejar a su mamá en medio de las cenizas del ingenio azucarero: prefiere cuidarla a ella que cuidarse a él; los espectadores sentimos su respiración en la nuestra y nos llenamos de angustia. ¿Por qué no se van?, es la pregunta que le hace su padre, Alfonso, a Esperanza, la esposa de Gerardo. Esperanza le dice que Gerardo no es capaz de dejar sola a su madre. ¿Y entonces por qué Alicia no se va con ellos? Este es el segundo cuidado extremo: Alicia no se va porque no puede dejar su tierra; Alicia no se va porque, particularmente, no puede dejar su casa. Aunque visible todo el tiempo, potenciada con la “cuidada” fotografía de Mateo Guzmán, olvidamos que la casa es el personaje principal del relato. Es por ella que Alicia no se va, es por ella que entonces Gerardo no puede irse, es ella la que se mantiene resistente en medio del monocultivo y de las cenizas. De hecho, es ese el cuidado más fuerte y pesado: antes de morir Gerardo ha decidido irse, dejar a su madre; luego de muerto su hijo, sin embargo, Alicia decide quedarse sola cuidando de su casa: simplemente no puede irse. El cuidado deja de ser un asunto de cariño y se convierte en un deber, en la única posibilidad.

El segundo conjunto de definiciones de cuidado se refiere, en el otro extremo, al vulnerador, al culpable:

3.  “Interj. U. Para amenazar o para advertir la proximidad de un peligro o la contingencia de caer en error.
4.  Cuidado conmigo.
      Loc. interj. coloq. U. para amenazar a alguien.
5.   De cuidado.
      Loc. adj. Dicho de una persona: Sospechosa, peligrosa”

Cuidado que aquí vengo yo, cuidado con el patrón, cuidado con la ceniza, cuidado con el Ingenio, cuidado con los médicos. En alguna entrevista Acevedo decía que su interés siempre fue centrarse en los sentimientos más que en los hechos concretos. Si el primer tipo de cuidado saca lágrimas y conmueve, este segundo cuidado saca las rabias, los resentimientos de clase, las ganas de encontrarse de frente con el patrón del Ingenio que da las órdenes sin dar la cara. Este segundo cuidado, cuídate de mí, genera los odios, las rabias y los resentimientos que siguen justificándose día a día en nuestro país.

“La tierra y la sombra” se mueve en la convivencia entre estos dos cuidados. Falta uno tercero: el cuidado técnico. Sin duda la película es impecable técnicamente. Para ahondar en el asunto baste con ver este reportaje sobre la fotografía: https://www.youtube.com/watch?v=YSGTYh6tyzY. *No puedo ahorrarme un comentario fastidioso: Alfonzo, el abuelo, le enseña a Manuel, el niño, a elevar cometa. Ante el fracaso del niño le dice, señalando hacia donde está el niño intentando el complicado ejercicio, “el viento va hacia allá, papito. Tiene que hacerse de este lado para que la pueda elevar”. En la película el consejo funciona, pero en la realidad el viento habría dado en la espalda de la cometa, y no al frente como debe ser. Es posible que me equivoque: si alguien puede ayudarme se lo agradezco*. El caso es que la película es bellísima técnicamente. Todo es cuidado: desde la fotografía hasta el guión mismo que calcula cada palabra dicha por los personajes garantizando que solo se diga lo necesario, ni más ni menos.




Dicho todo lo anterior, creo que “La tierra y la sombra” hace lo que debe hacer y lo hace muy bien. Pero es lo que debe hacer, lo que se viene haciendo (y eso hay que celebrarlo con bulla...) desde hace varios años: Los viajes del viento (Ciro Guerra, 2009), El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2009), Porfirio (Alejandro Landes, 2011, sobre la que escribí algo en su momento: http://porpublicar.blogspot.com/2012/03/porfirio-2011-una-pelicula-sobre-el.html), La sirga (William Vega 2012), Chocó (Jhonny Hendrix, 2012). Todas tienen propuestas estéticas similares (fotografía muy cuidada por ejemplo), todas levantan la bandera de la prudencia (frente a los colores, al ruido, a la acción, a la forma de mostrar la violencia), todas son rodadas en zonas periféricas (la costa pacífica, laguna de La Cocha en Pasto, La Guajira, Florencia en Caquetá), todas llevan un ánimo melancólico. Si me obligo a evaluar la película de Acevedo en el marco de este corto pero sustancioso panorama del cine contemporáneo colombiano, sin duda me quedo más con Los viajes del viento, con Porfirio y con La sirga que con La tierra y la sombra. Creo que en, muchos sentidos, logran mejores cosas, son más arriesgadas, más atrevidas, más complejas, más ambiciosas que la de Acevedo.

Igual, sea como sea, hay que celebrar los premios de “La tierra y la sombra” en Francia. Ojalá vengan más. Ojalá se siga haciendo cine de este tipo en Colombia. Ojalá los premios impliquen mejores recursos del Estado y las entidades privadas. Hay que celebrar la ópera prima de Acevedo. 

miércoles, 15 de abril de 2015

Flamenco y toreo: fragmento de "Los reconocimientos", de William Gaddis

En alguno momento, cuando la termine, escribiré algo sobre la genial novela de Gaddis. Por ahora, porque me ha dejado muy contento la descripción sobre el flamenco que hace uno de sus personajes, transcribo un fragmento, unido a un poema de Miguel Hernández cantado por el El niño de Elche:
"De eso se trata, esa arrogancia, esa misma arrogancia del sufrimiento en la música flamenca, escucha. Es su fuerza lo que resulta tan arrollador, la suficiencia que es tan delicada y tierna sin un instante de sentimentalismo. Con infinita compasión pero rechazando la compasión, es una precisión del sufrimiento -siguió, agitando bruscamente la mano en el aire como para plasmarlo allí-, la tremenda tensión de la violencia totalmente encerrada en un marco... en un molde lo que no pretende tener otro nivel que el suyo, ¿entiendes lo que quiero decir? Es la intimidad, el exquisito sentido de la intimidad que tiene, es el sentido de la intimidad que la mayor parte de las expresiones populares de sufrimiento no tiene, no se atreve a tener, eso es lo que la hace arrogante. Eso es lo que el sentimentalismo invade y corrompe, eso es lo que hemos perdido en todas partes, sobre todo aquí, donde asaltan de todas las formas posibles tus sentimientos y tu intimidad. Estas cosas, el sufrimiento y la violencia, tienen su propio modelo, y eso es... el sentido de la violencia dentro de sus propio modelo, el modelo que corresponde a la violencia, como en el toreo, por eso el toreo es un arte, porque respeta su propio modelo" 


domingo, 12 de abril de 2015

74 años de Osvaldo Lamborghini y 60 de Charlie Parker



Hoy, 12 de abril, Osvaldo Lamborghini habría cumplido 74 años. A pesar de los esfuerzos de algunos escritores argentinos y de la reciente reelaboración (a cargo de César Aira, entre otros: Mondadori, 2003) de sus novelas y cuentos originalmente publicados en conjunto por Ediciones del Serbal en 1988, el autor sigue estando en los márgenes.

En algunas reseñas de la obra del autor, se llama la atención sobre la necesidad de evitar leerlo como un escritor maldito y, más bien, centrarse en el contexto político argentino en el que L. escribía. Habría dos maneras de realizar este ejercicio: de un lado, entender su obra como reacción al golpe de estado en su país y centrarse en los fragmentos más claramente opuestos al régimen, y de otro, entender su obra como una eterna parodia, no sólo al régimen sino a todo, incluida la parodia misma, es decir, incluidas las palabras. En este segundo sentido, L. no habría representado una nostalgia comunista o militante destrozada por la dictadura y, de hecho, no representaría ningún tipo de nostalgia. Al contrario, al igual que Roberto Arlt, la destrucción en Lamborghini alcanzaría también a la propia militancia y, como digo, a la propia literatura. En "Diálogo con un liberal inteligente", uno de los personajes conversa con su psiquiatra:
" 'Hum, no sé. A ver. ¿Por qué le gustaría ser una gillette?' Y, porque sí. Para estar en frío. Para cortar, claro. A ver. Para cortar definitivamente  con cualquier tipo de militancia o para cortar con todo lo que no sea una. Una militancia. Para cortar. Eso, al menos. Eso es lo que digo"  
La literatura de L. no tenía direcciones claras o, mejor, su única dirección era la del collage. Era su forma de apropiarse del desastre y la podredumbre que veía no sólo en Argentina, sino también en sus cuatro años de encierro en su departamento de Barcelona. Al igual que tantos grandes, L. no ejecutaba un discurso moral ni quejumbroso frente al desastre sino, todo lo contrario, decidía potenciarlo hasta el extremo, es decir, parodiarlo. En ese sentido, L. fue un escritor profunda y radicalmente moderno que no se resistía sino que ironizaba, que aprovechaba las paradojas del mundo en que vivía para explotarlas, es decir, para hacer arte.

El pasado 12 de marzo Charlie Parker habría cumplido 60 años. Su obra es similar a la L. en este sentido. Parker ejecutaba en su saxofón la velocidad y la incertidumbre de la modernización. En sus composiciones el tiempo era otra cosa, no era lineal sino... otra cosa. No se alejaba de lo que veía sino lo explotaba para hacer algo nuevo pero que, lo sabía, hacía parte de lo mismo. Hay que recordarlo, por ejemplo, interrumpiendo una grabación y saliendo de la sala mientras decía: "esto lo toqué mañana.... Sí: esto lo toqué mañana. Eso lo toqué mañana". Por la misma razón L. llenaba sus textos de sexo, violencia, militancia, lenguaje panfletario, poesía, militares y comunistas. Todo al mismo tiempo. Una y otra vez. El exceso. Parker y Lamborghini dedicaron su vida al exceso.



En su encierro español entre 1981 y 1985, L. se dedicó a intervenir revistas pornográficas y diarios en la misma ruta de sus cuentos, de sus novelas y sus poemas. El resultado de estos trabajos hace parte ahora de la exposición "Teatro Proletario de cámara" del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona. Lo que se ve en su faceta plástica, es justamente la parodia excesiva. Aquí está el vínculo: http://www.macba.cat/es/expo-osvaldo-lamborghini

Para terminar, a continuación, transcribo "Travesaños", un fragmento de Sobregondi retrocede, uno de sus textos más emblemáticos:
Resultado de imagen para osvaldo lamborghini"Las azoteas están en su lugar. Las plazas tienen juegos y se cubren de pasto en primavera. He aquí la primera falacia. Los chicos no van a la plaza con una idea prevista del juego. Ellos suelen tener otro rigor, otra hamaca. La hamaca en su vaivén puede golpear una nuca, seguramente la golpea. He aquí la muerte atroz, la segunda falacia. La sangre en primavera cubre el pasto de las plazas. No importa, a lo mucho, esa pequeña vida truncada: sobre este desnucado por la hamaca. No hay tercera ni cuarta falacia. Sobre este banco los fantas, mutilados, sentados, se vuelven transparentes. Pasan el uno a través del otro. Esas imágenes tienen filo y se cortan. Tranvías, tranvías amarillos. Esas imágenes pasan a través o se atraviesan: como un ano que pasara (que pasara) por el orificio de otro ano. O anillos. Juego de anillos concéntricos desplazables el uno a través del otro. En el rigor de la primavera, sin rigor, mucha carne eligió la dispersión, decidió cortarse en pequeños trozos hasta desaparecer. Pero no pasaron a través, no se tocaron, no llegaron a tocarse. En el rigor de la primavera el filo rebanó lo que se ofrecía al rebanamiento. Los filos trabajaron. En el rigor de la primavera no había ninguna certeza, ninguna legitimidad, menos rigor. Los anos se fruncían hacia adentro. Sentados, mutilados (sobre una madera cortada en travesaños)"






sábado, 11 de abril de 2015

Sueño de invierno, de Nuri Bilge Ceylan (2014)

Una de las pocas criticas que ha tenido la película de Nuri Bilge Ceylan es ser demasiado sesuda, intelectual, discursiva y, en últimas, aburrida. Se le critica ser demasiado larga y sostenerse a punta de diálogos y de nada de acción. Se dice que cuando la trama sale del hotel en el que tiene lugar la película cobra vida y se vuelve más natural y emocionante. Se le critica tener diálogos artificiales.

En efecto muchos de los diálogos son artificiales, pero eso no es un error sino, justamente, su gracia. Y por ser artificiales dejan de ser sesudos, intelectuales, abstractos, discursivos o demasiado inteligentes. En este caso, la combinación de la profundidad de los diálogos y su impostura resulta en comedia. En realidad la fuerza de las conversaciones está, más que en ellas mismas, en lo que dicen de los personajes, en cómo hablan, en cómo dan la pelea, en cómo se retiran y cómo regresan, en cómo se resignan y cómo triunfan. Toda la película es una apuesta teatral. No quiere decir que los diálogos sean inocuos, vacíos o demasiado abstractos. Podría decir que se desarrollan en dos niveles: en su nivel más básico, reproducen los problemas centrales e históricos de la historia de la literatura, el cine y el teatro: los valores de la aristocracia, su aburrimiento, la separación de caminos en un matrimonio, el envejecimiento, la decadencia de los valores. Pero de otro lado, en su nivel más abstracto, son una comedia trágica.

De mis diálogos favoritos es el mantenido entre los dos hermanos, Aydin y su hermana Necle. La conversación sostiene los dos niveles: si en cuanto a contenido da cuenta de esos asuntos históricos que mencioné, de otro, en cuanto a la forma, es una comedia en la que los personajes se adelantan y retroceden sin saber bien para dónde van: es una estrategia que sin afán, con paciencia, nos presenta los conflictos internos de los personajes a partir de lo que dicen, no de lo que hacen. Eso tiene mucha gracia. El énfasis discursivo de la película no sólo la emparenta con el teatro sino que le da una fuerza inmensa. El resultado son personajes sumamente complejos de los que cualquier cosa se puede esperar: ver a Aydin liberando a su caballo o pidiendo perdón, a su hermana -pedante, aristócrata, quisquillosa- destrozada por su separación o al Imán maldiciendo a Aydin, responde a esa construcción compleja de cada uno de ellos.

Por eso Sueño de invierno se parece a un juego de máscaras. Todos los personajes guardan siempre una cortesía a veces ácida y a veces sutil que evita los momentos explosivos que a algunos críticos les hace falta. Frente a esta cortesía, sólo tres personajes suelen explotar fácilmente en oposición a la "impostura" de los otros: un niño, un borracho y una joven.

La película está llena de movimientos lentos que terminan generando una tormenta que, quizás, no es fácil de ver si no se tiene un ojo aguzado y, sobre todo, paciente. Por eso, sostengo que la falta de emoción, de acción, de "que pase algo" que le critican en algunas pocas reseñas, no tiene sustento.

Por último, Sueño de invierno me hizo sentir, como a tantos otros que defienden la película, leyendo una novela rusa del siglo diecinueve o un conjunto de cuentos Chéjov (de hecho, esta reseña dice que la película está basada en tres relatos del escritor: http://revistatarantula.com/sueno-de-invierno-de-nuri-bilge-ceylan/) o viendo una película, potenciada a la n, de Ingmar Bergman: conflictos internos, complejidad de los protagonistas, comedia, tragedia y, en fin, ese juego de máscaras en el que cualquier cosa puede pasar. Diez puntos.

Otras reseñas:

La odió: "La proyección se dedica a extensas e inconducentes conversaciones entre el protagonista, su esposa joven pero agotada, su hermana agria y resentida, y otra gente que difícilmente sepa cantar el Himno a la Alegría": http://www.ambito.com/diario/noticia_ee.asp?id=781275

Un audio de posiciones opuestas: https://soundcloud.com/la-autopista-del-sur-3/sueno-de-invierno


sábado, 21 de marzo de 2015

"Sólo con las estrellas para guiarnos". Un poema de Mark Strand

Siempre que los gigantes se iban de noche a acostar, llevándose consigo sus enormes juguetes, a nosotros no nos quedaba con qué jugar, y dormíamos bajo los sofás y las sillas. Jamás sería nuestro el don de la enormidad. Esta era una verdad a la que habíamos intentado darle, una y otra vez, nuestras diminutas espaldas –y siempre habíamos fracasado. Deshechos por el dolor, algunos de los nuestros encontraron consuelo en la oración, y otros, como nosotros mismos, eligieron seguir perros salvajes por los oscuros bosques infestados de alces de las tierras del norte, alimentándose la herida hasta que desfallecieron.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Muertitos

Entre dormido y despierto, entre borracho y sobrio, como en la mitad de algo, vi que un montón de muertos entraban por las paredes de mi habitación. Querían asustarme. Empezaron a mover la cama, a gemir y a hurgarme con sus deditos flacos y, rara cosa, sangrantes. Yo me quejaba y me sacudía para espantarlos. En algún momento me cansé y les grité: "¡Pinches muertos, lárguense de aquí!".

Para mi sorpresa, el grito tuvo efecto y todo quedó en silencio. La cama dejó de moverse y ya no sentí sus punzadas en mi cuerpo. Abrí los ojos para dejarlos entre abiertos y cerrados y los vi estáticos, como estatuas y mirándome como…, no sabría decirlo bien, como si ya no estuvieran ahí, como si ya se hubieran ido. Me sentí mal por ellos. No estaba bien tratarlos de esa forma. Seguro sufrían. Cerré los ojos, sonreí complaciente y les dije: "Muertos chingones. Si quieren pueden quedarse, pero dejen que me duerma. Además, estoy cumpliendo años. Chingones".

Lentamente fui quedándome dormido, abandonado en ese estado tan placentero de estar en la mitad de todo. Justo antes de comprometerme con el sueño entreabrí los ojos: estaban recostados en el suelo, unos sobre otros. No dormían. Todos me miraban.

En la radio, una locutora mexicana felicitaba a los niños que cumplían años ese día. Con Las mañanitas de fondo, dijo: "¡Y en su día de cumpleaños queremos felicitar a los niños Adán Abraján de la Cruz, Aberlardo Peniten, Benjamín Ascencio, Cristian Telumbre, Emiliano Gaspar de la Cruz, Jhosivani Guerrero de la Cruz y Pedro Baranda! ¡A ellos y a todos los niños que en el día de hoy estén iniciando un nuevo año de vida: feliz cumpleaños!". No me mencionó a mí. Quizás nadie le avisó. Me sentí un poco triste y solo. Abrí de nuevo los ojos y volví a ver a los muertitos. Estaban tranquilos. Dormían. Respiraban despacio y profundo. Algunos sonreían y se movían por lo que soñaban. Imaginándome sus sueños yo también empecé a dormirme.

Eran las cuatro de la mañana y yo vivía en México.

domingo, 25 de enero de 2015

"La fila india", de Antonio Ortuño (2013): la diferencia entre la novela y el cuento

En medio de tanto trabajo académico, intento rescatar algunos momentos al mes para poder leer o escribir algo. Si saco tiempo para leer no puedo sacarlo para escribir. Y si decido escribir, eso significa que dejo de lado la lectura. El resultado es que tengo que reciclar tiempos, lecturas y textos escritos. Hace un par de meses leí La fila india (septiembre 2013), del mexicano Antonio Ortuño. Estaba en vacaciones, así que tuve tiempo para escribir algo sobre la novela en otro blog. Pues bien, ahora que cuento con menos minutos, he tenido reciclarlo y ponerlo aquí.

La novela de Ortuño es sobre emigrantes centroamericanos en Santa Rita, México: las masacres, los descuartizamientos, las violaciones y los escupitajos de los que son víctimas antes siquiera de haber llegado a su destino en EUA. Además de eso, habla de la burocracia estatal y oenegera alrededor de los emigrantes, de los funcionarios corruptos, etcétera. El relato de Ortuño traza un dibujo bastante horripilante a partir de tres historias centrales y otras que se quedan apenas insinuadas: primero, la de Irma, una socióloga mexicana que viaja a la localidad junto con su pequeña hija para trabajar en la oficina de Migración local. Segundo, la de Yein, una inmigrante centroamericana que ha llegado como sobreviviente de múltiples ultrajes; y tercero, la del padre de la hija de Irma, profesor de preparatoria, que no está con ellas y que encarna un odio radical hacia los emigrantes.

Está bien escrita la novela, pero al final quedo con la sensación de haber leído un cuento largo y no una novela. Tiene 228 páginas en una edición bastante generosa con los espacios y el tamaño de la fuente (Conaculta, Océano y Hotel de las Letras). Me quedo con la sensación de cierto temor de parte de Ortuño a jalar los hilos, a hundirse en una historia que, aunque bien contada, no deja de ser previsible: la cara oculta de los verdaderos jefes que sale a relucir al final pero que en realidad ya sospechábamos desde hacía mucho, las escenas de terror que se avecinan, las acciones que tomarán algunos personajes y, en general, el curso del relato. Los personajes entonces carecen de complejidad: una madre angustiada y acorralada en medio de la violencia, una emigrante con ganas de venganza, un funcionario corrupto, algunos polleros asesinos, un espía, etcétera.

No los aprovecha pero, insisto, había muchos hilos de donde jalar. En los cuentos no estamos obligados a jalar de ninguno de ellos. Por su propia forma, el cuento selecciona sólo algunos de ellos y a nadie (al menos de que se trate una evidente falla en la estructura) se le ocurre alegar que todo pasó muy rápido, que no tuvo tiempo para entender "la psicología" de los personajes, que no se supo "al fin qué pasó"... Pero en la novela tenemos, no la obligación, o digamos que sí: la obligación con los lectores, de desarrollar los nodos o historias que tengan potencial, que suenen interesantes, que nos permitan acompañar a los personajes, verlos titubear, encontrarse, perderse, confundirse, decidirse. Voy a decirlo de una manera tonta de la que seguro luego me arrepentiré (de hecho, por eso este blog se llama Por Publicar...): las novelas se parecen más a la vida. El asunto es que me parece que Ortuño no le es fiel a la promesa implicada en la novela y que, por eso, puedo decir que "me dejó iniciado". La novela está bien contada, pero
 creo que por haberse propuesto un objetivo tan medido, la novela peca de parecerse más, de nuevo, a un boceto que a una pintura. Hasta la portada lo es:



La famosa "Bestia", unas hormigas en la carrilera, algunas cercas de alambre de púas....

Para terminar con la criticadera, quiero mencionar algunos de esos nodos que creo podrían haber sido muchísimo más desarrollados y que le habrían dado a la novela un fuerza inmensa sin salirse del todo del objetivo central... o quizás sí, pero a veces eso suele funcionar: 

1. La burocracia. Gran parte de la novela tiene lugar en las oficinas de Migración: qué bueno habría sido desmenuzar más la vida de los funcionarios y no reducirlos a la corrupción y los chismes (algo como lo que, según entiendo, ya había hecho Ortuño en Recursos humanos)

2. La niña. La niña nunca aparece como personaje sino sólo como motivo de preocupación de la madre. Solo en un fragmento, por ejemplo, aparece, apenas abocetado, el ambiente del colegio al que asiste la niña en Santa Rita: qué bueno habría sido ver al colegio lleno de colores: hijos de los funcionarios estatales, hijos santarriteños (o santarritenses, cómo se diga), peleas, diferencias, tensiones. En comparación recuerdo al personaje niño de Los ingrávidos, de la también mexicana Valeria Luiselli que, aunque con pequeñas e intensas apariciones, termina siendo un verdadero e importante  personaje de su novela.

3. 
Poesía. Este es un asunto más estético y, por ello, igual o más importante. México se presta mucho para la poesía, para una poesía que, como la que me gusta, surge de los momentos de angustia para superarlos o para hundirse en ellos. Angustias visibles y otras más escondidas y personales. Los viajes de migración incluyen las dos y por eso se prestan tanto para la poesía. 

4. Por último: Dinseylandia. La madre y la hija aplazaron un viaje a Disneylandia por culpa del traslado a Santa Rita que da origen a la novela. Qué interesante habría sido verlas allá luego de todo lo ocurrido. Me imagino a la madre fotografiando a su hija abrazada por Mickey Mouse mientras piensa en los emigrantes incinerados de Santa Rita.

Pdta: MJ Navia tiene aquí una reseña favorable a la novela: http://ticketdecambio.wordpress.com/2013/12/18/la-coreografia-de-la-violencia/. En ella dice que la brutalidad de La fila india recuerda a 2666, de Bolaño. Me hace pensar en algo que me contó alguien hace unos meses: alguien (creo que Volpi) dijo que el problema de quienes buscaban imitar a Bolaño era que se conformaban con imitar su forma de narrar (su estilo, sus temáticas, etcétera) olvidando que dicha forma narrativa obedecía a una postura determinada frente al panorama de la literatura universal. No digo que Ortuño busque imitar a Bolaño. Más bien, quien termina ejecutando la imitación es la lectora y no el escritor.

sábado, 10 de enero de 2015

“Ruido de fondo” de Don DeLillo (1985): el ruido de la simulación, el silencio del aburrimiento y el absurdo




Desde hace un par de años, y casi sin darme cuenta, he dejado de creer en todo lo que aparece en una pantalla. Insisto: en todo. Hay cosas en la que todos suponemos que pueden estar engañándonos (el cuerpo de una mujer despampanante) pero hay otras en las que supuestamente deberíamos confiar. Pues yo ya no puedo confiar en ninguna. La última vez me ocurrió con un documental que le ha gustado a todos los que conozco y que a mí me pareció una farsa, un fake: Searching for sugar man. La vi hace más de un año y todavía sigo sospechando, sin ningún fundamento, que Sixto Rodríguez pudo haber sido una creación para el documental. De hecho, hace un par de meses conocí a una mujer que sabía de Rodríguez antes del documental, lo cual debería haber echado al piso mis sospechas que, sin embargo, siguen ahí, impolutas, como hechas de algún material incorruptible. Insisto en que no hay ninguna razón para ello. Ni siquiera tiene que ver con el documental. Tiene que ver con una sensación contemporánea acerca de que, cada vez más, muchas de las cosas en las que antes creíamos pueden convertirse, casi sin darnos cuenta, en sofisticados simulacros, en simples simulaciones, en hagamos-de-cuenta-que acumulados unos encima de otros parecieran terminar en una especie de mundo como-si. En muchos casos decidimos aceptar el simulacro. Como lectores o espectadores llamamos a eso “pacto lector”. Si la novela o la película es buena, aceptamos el como-si y simplemente nos dejamos llevar. No se trata de dejar que nos engañen sino de aceptar un pacto: si
decidimos criticar a un escritor o a un director, nos comprometernos a hacerlo dentro de su propio juego, dentro del acuerdo que establecimos con él. Insisto: no es un engaño, es un acuerdo para divertirnos todos juntos. No ocurre lo mismo cuando las más férreas creencias, las tradiciones que nos mantienen firmes en el mundo, se revelan también como simulacros. Ahí sí hay engaño. Qué ocurre si una monja nos confiesa que, en realidad, las monjas nunca han creído que lo único que han hecho durante siglos ha sido simular, simular para que otros sigan creyendo y para que los escépticos puedan seguir siendo escépticos. Horror.

El ruido de la simulación:

Ruido de fondo o White noise habla sobre simulacros: simulacros de desastres, simulacros religiosos, simulacros amorosos, simulacros de Guinness Records, simulacros de serpientes, simulacros de conversaciones, simulacros cerebrales, simulacros de las palabras, simulacros de memoria. Los personajes de la novela no son más que muñequitos de una comedia trágica: mujeres espías de no se sabe qué, niños encargados de mostrar que todo lo que consideramos natural no es más que mero artificio, monjas de mentiras, adolescentes que quieren encerrarse en jaulas con serpientes mortíferas. El absurdo diálogo entre Jack Gladney (el personaje central) y su esposa sobre quién teme más a la muerte es genial. El ruido de fondo, el ruido blanco que se extiende por toda la novela, es el ruido de un televisor sin señal pero, ante todo, es el ruido de la simulación: “¿Y si la muerte no fuera más que un ruido de fondo?”. Al final de la novela tiene lugar la escena con las monjas a la que me he referido: Jack conversa con una monja alemana en un pueblo perdido de Estados Unidos mientras un hombre es curado por una herida de bala junto a un cuadro en donde el presidente Kennedy y el papa Juan XXIII se estrechan la mano en el cielo (hago groseros cortes para que no sea tan largo):

“Qué dice la Iglesia hoy en día acerca del cielo? ¿Sigue siendo el de siempre, como ése, entre nubes? –dije volviéndome hacia la monja.

Se volvió para lanzar una ojeada a la imagen.

– ¿Piensa acaso que somos tontos? –dijo.

Me sorprendió lo enérgico de su respuesta.

– ¿Qué es, pues, el cielo según la Iglesia si no es la orada de Dios y de los ángeles y de las almas de los que se salvan?

– ¿De los que se salvan? ¿Qué es salvarse? Menuda cabeza de chorlito tiene usted para venir aquí a hablar de los ángeles. Muéstreme un ángel. Por favor. Me apetece verlo.

– Pero usted es monja. Las monjas creen en esas cosas. Ver a una monja es algo que nos pone de buen humor porque son ustedes simpáticas y divertidas, y nos recuerdan que aún existe gente que cree en los ángeles, en los santos y en todas las figuras tradicionales.

– ¿Es usted tan papanatas como para creer en eso? Los no creyentes necesitan a los creyentes. Ansían desesperadamente que alguien crea.

Me sentía fustrado y confundido, a punto de gritar.

– ¿Por qué entonces tiene esa imagen puesta en la pared?

– Esa imagen está destinada a otras personas, no a nosotras.

– Eso es ridículo. ¿Qué otras personas?

– Todos los demás. Aquellos que se pasan la vida convencidos de que nosotras aún creemos. Nuestra tarea en este mundo consiste en creer cosas que nadie más se toma en serio. De abandonar por completo tales creencias, la raza humana perecería. Por eso estamos aquí. Una ínfima minoría que encarna los antiguos conceptos y creencias. El demonio, el cielo, los ángeles, el infierno. De no fingir que creemos en esas cosas, el mundo se derrumbaría.

– ¿Fingen?

– Claro que fingimos. ¿Cree acaso que somos estúpidas? Salga de aquí.

– Los viejos caprichos y embrollos –dije–. La fe, la religión, la vida eterna. Las grandes credulidades humanas de todos los tiempos. ¿Intenta decirme que no se las toma usted en serio? ¿Que su vocación no es más que una pantomima?

– Nuestra pantomima es una vocación.


El simulacro es la vocación del mundo contemporáneo.

El silencio del aburrimiento

Pero hay otro ruido de fondo que no es simulado y que, de hecho, más que ruido es un silencio, es decir, todo lo contrario a una simulación: el silencio del aburrimiento. En medio de un mundo de ficción, los personajes de la novela de Don DeLillo están profundamente aburridos. Un ruido de fondo y un silencio recorren entonces la novela. Las acciones siempre parecen no ocurrir, siempre parecen interrupciones en medio del ritmo cansino que recorre el relato. Dice Murray, un profesor amigo de Jack, que padecemos de marchitamiento cerebral y que necesitamos las catástrofes para combatir el incesante bombardeo de información. Las catástrofes son simulaciones, y las reales se vuelven espectáculo. Todo es ficción. Nada se diferencia. Las acciones en la novela se cubren de un halo de ridiculez y absurdo. Nada termina por ocurrir en realidad: un avión que cae por un motor averiado pero que de repente y sin explicación vuelve a levantar vuelo, una ridícula escena de persecución en la que, con un arma en el bolsillo, Jack corre en zigzag para escapar de un ataque que en realidad no existe, el reto de un adolescente que pretende encerrarse durante semanas en una jaula con serpientes venenosas para aparecer en los Guinness Records, un niño que atraviesa en triciclo una autopista con automóviles a cien kilómetros por hora. Nada termina de ocurrir, todo se mantiene es espera. Nada nunca termina de estar realmente definido, todo parecer una ilusión, un simulacro. ¿En realidad Jack corre peligro por el contacto con una sustancia tóxica? Sus resultados médicos están siempre llenos de datos absurdos, de eufemismos, de diálogos inconsistentes entre paciente y médico.

Simulación y aburrimiento, aventura y letargo. Es una combinación rara. ¿Qué resulta de sumar (si se hace correctamente) la tragedia y la comedia?: simple: el absurdo. Ruido de fondo es una novela sobre el absurdo. Y quién mejor para representar el absurdo que el mismísimo Samuel Becket: “El insomnio está muy bien. ¿Qué gano yo con dormir? Uno alcanza una edad en la que cada minuto de sueño es un minuto menos que tiene para hacer cosas útiles, como toser o cojear”. Genial.

Molloy, Isabeau Doucet

No es una novela de época

En ese sentido, la novela de Don DeLillo no es una novela de época: al contrario, es una novela profundamente visionaria que desde 1985 (tan solo dos años después de que la Web entrara al dominio público y cinco años antes del desarrollo de la World Wide Web) presentía ya un mundo simulado. En la superficie, la novela es un relato básico sobre el consumismo de la clase media norteamericana (dice un bloguero que la novela no es más que una novela de época: “La sociedad norteamericana está obsesionada con el consumismo, la tele, y el miedo a la muerte. Vale. ¿Y?”). Pero en el fondo es muchísimo más que eso, estéticamente y hasta sociológicamente: un ritmo claro, un humor negro maravilloso, un genial homenaje al absurdo, escenas realmente memorables, frases muy inteligentes (“El mundo está lleno de significados abandonados”, “cuando te haces viejo descubres que te sientes preparado para algo, pero no sabes para qué”) y una profunda intuición sobre los síntomas del mundo occidental contemporáneo.

Referencias:

La novela da para muchos asuntos y no a todos les gusta. Aquí algunas otras opiniones:

No le gustó: Es una novela de ciencia ficción http://ellamentodeportnoy.blogspot.mx/2010/10/ruido-de-fondo-de-don-delillo.html

No le gustó: La novela es, básicamente, un relato sobre la sociedad de consumo de los ochenta http://batboyreads.blogspot.mx/2013/04/ruido-de-fondo-de-don-delillo.html

Sí le gustó: No es una novela de época + humor negro http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/24/actualidad/1398336650_989085.html

La reseña desde la filosofía: http://auladefilosofia.net/2014/01/22/don-delillo-white-noise-ruido-de-fondo-1985/