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sábado, 20 de septiembre de 2014

Las Preguntas de Beckett

He dado con dos maravillas en la librería El Péndulo en el D.F: Obras completas de Sally Mará de Raymond Queneau (detrás de la cual llevaba mucho tiempo) y la trilogía de Beckett Molloy, Malon muere y El innombrable.

En Molloy uno de los personajes se hace 16 preguntas que resultan, en mi humilde opinión, en toda una lección de lo que debe tener la buena literatura: humor, tragedia y juegos literarios.

"1.° ¿Qué valor debe otorgarse a la teoría de que Eva salió, no de la costilla de Adán, sino de un tumor donde la espalda pierde su honesto nombre (es decir, en el culo)?

2.° ¿La serpiente reptaba o, como afirma Comestor, marchaba erecta?

3.° ¿María concibió por el oído, como afirman san Agustín y Abobardo?

4.° ¿Cuánto tiempo nos hará vegetar aún el Anticristo?

5.° ¿Realmente tiene importancia con qué manos nos enjugamos el ano?

6.° ¿Qué pensar del juramento proferido por los irlandeses con la mano derecha sobre las reliquias de los santos y la izquierda sobre el miembro viril?

7.° ¿La naturaleza observa el descanso dominical?

8.° ¿Puede ser cierto que los diablos no sufren tormentos infernales?

9.° ¿Qué pensar de la teología de Craig?

10.° ¿Es cierto que san Roque de niño no quería mamar los miércoles ni los viernes?

11.° ¿Qué pensar de la excomunión de insectos en el siglo XVI?

12.° ¿Debe aprobarse la conducta del zapatero italiano Lovat, que se crucificó después de haberse castrado?

13.° ¿Qué diantre hacía Dios antes de la creación?

14.° A la larga, ¿la visión beatífica no debe resultar aburrida?

15.° ¿Debe ser cierto que el suplicio de Judas queda en suspenso los sábados?

16.° ¿Y si la misa de los muertos se dijera por los vivos?
"

jueves, 17 de julio de 2014

De por qué "Tierra en la lengua" fue una decepción

Había ya manifestado el entusiasmo ante el estreno de la última película de Rubén Mendoza, "Tierra en la lengua". Y es que, en efecto, el trailer es muy prometedor: un anciano al final de la vida que pide morir en manos de su nieto, imágenes de animales ariscos en medio de tristes cantos de vaquería, el misterioso y hermoso paisaje del llano y, por supuesto, un título bellísimo. No sé quiénes son los encargados de hacer los trailers, pero este quedó muy bien hecho: escogió las piezas de un rompecabezas que nunca se armó.

Aquí algunas razones (intentando no tirarnos la película hablando de los detalles) de por qué la película es una farsa:

1. La tradición colombiana de hacer reír: Teniendo todas las herramientas para una muy buena tragedia, Mendoza no renuncia, ni siquiera en los momentos que por sí mismos son trágicos, a hacer reír al público. No estoy hablando de la difícil mezcla entre comedia y tragedia, estoy hablando de comedia mala, barata.

2. Un pésimo humor: Y no sólo busca hacer reír permanentemente, sino que lo hace con un humor tan aterrador que en algunos momentos recuerda "El paseo": un hombre que baila vestido de mujer o una canción "grosera" sobre comerse a una vieja.

3. Pésimos actores: A excepción del viejo (Jairo Salcedo) que hace un papel impecable, los dos jóvenes protagonistas lo hacen realmente mal. Y  no creo que sea culpa de ellos. O mejor, además de ellos, es culpa de Mendoza que por querer retratar su propia historia, renunció a modificarla habiendo podido incluir a un joven más parecido al protagonista de "El vuelco del cangrejo", es decir, un personaje un poquito más complejo, menos superficial, que se articulara mejor con el ambiente de la película, que la dotara de trama, de algo más de complejidad.

4. Diálogos acartonados: Sumado a los dos personajes jóvenes, en momentos los diálogos caen no sólo en el humor facilón, sino además en acartonamientos que terminan tentando a abandonar la sala. Sólo un ejemplo: el corto monólogo del guerrillero sentado de espaldas explicándole a los jóvenes la razón de su lucha no es más que una caricatura.

5. Drogas y guerra: No fue capaz de renunciar Mendoza a incluir una "traba" con alucinógenos. Tampoco fue capaz de renunciar a mostrar la guerra. Lo peor de todo es que lo hace mal, lo hace groseramente, de manera fácil, explícita, evidente. Para saber cómo hacerlo de mejor manera, bastaría con recordar la forma como William Vega incluye la presencia de la violencia en "La sirga". Para hablar de la violencia no hay que mostrar la sangre, para hablar de la guerrilla no hay que mostrar uniformes camuflados ni mucho menos poner a hablar, durante diez segundos, a un guerrillero. Para hablar de la muerte no hay que mostrar muertos.

6. Escenas, historias y personajes que no sirven para nada: Imagino que no se aguantó las ganas Mendoza de contar pequeñas historias vividas por él mismo a propósito de la relación con su abuelo, a pesar de que no aportaran nada a la historia central: una loca que anda preguntando por una bebé o un médico que aparece sólo para repartir y consumir alucinógenos y que luego desaparece. En algún momento, A. y yo nos dijimos: ahora ya todo se acabó, cualquier cosa puede pasar de aquí en adelante, cualquier personaje o cualquier historia salida de la nada puede aparecer.

En fin. "Tierra en la lengua" es una película superficial habiéndolo tenido todo para no serlo. Desde el trailer anuncia un dramatismo que nunca aparece. Desaprovecha una buena historia, desaprovecha las hermosas locaciones, desaprovecha la música y desaprovecha hasta el título.

Pdta: de nuevo, hay que decir que el papel de Jairo Salcedo es impecable. A eso hay que sumarle el par de escenas en las que se integran viejas imágenes y audios recobrados de la infancia de Mendoza junto a sus abuelos y un par de escenas en las que Mendoza nos deja ver, por fuera de la historia, por fuera de todo, a los animales del llano.

sábado, 14 de junio de 2014

Un borracho y tres poemitas infrarrealistas

Si el infrarrealismo existía antes de "Los detectives salvajes", la novela se encargó de convertirlo en una ficción. O mejor: primero el infrarrealismo fue real, luego se convirtió en una ficción, luego se hizo una ficción realizada y ahora va y vuelve de un lado a otro, como un borracho que para seguir caminando necesita apoyarse en dos paredes, primero en una y luego en otra y luego en la primera y luego en la segunda nuevamente. Algo así es el infrarrealismo ahora. De lo que sí estoy seguro, es de que el infrarrealismo es sumamente divertido. Tiene cosas buenas y cosas malas y cosas muy buenas y cosas realmente malas. Pero eso sí: siempre es divertido. Y como le decía a un amigo hace unos días: la poesía debe estar en el mismo lugar en donde uno se emborracha. Los infrarrealistas lo tienen claro.

Justamente por ser como un borracho que da tumbos por la calle, el movimiento mexicano ha dado de todo. Cuando toca la pared de la tristeza, el borracho eructa y nos da instrucciones para después de afeitarnos:

"Agarrar una cuchilla
y cortarse las venas
de tal modo que sea imposible
detener el flujo;
ensartar la cuchilla
en el estómago
con tal fuerza
tomar impulso
con las manos
y sin pensar
de golpe
meter la cuchilla
en el estómago"


Cuando el borracho toca otra de las paredes que lo rodean, la de la valentía, se detiene, alcanza el equilibrio -aunque sin dejar de balancearse-, se alisa un poco la camisa, se acomoda la corbata, se yergue y grita:

"Afuera de mi casa se están matando
escucho el tracatracatraca con eco
y yo estoy escribiendo Poemas
mi mujer grita ¡Por Dios, deja éso!
¡Se esta matando afuera de casa
los narcos contra los narcos
o sabe Dios qué pasa!
¡Maldita sea, deja esa computadora!
yo estoy escribiendo Poemas
Mi mujer a Nine Rain en la casetera
Escucho el tracatraca y a Nine Rain
México woke up, Terrorists attack
los narcos se están matando
y yo escribo Poemas
escribo sobre una flor
                                                    movida por el viento
                                                    entonces tocan a la puerta


                                                    abro y veo un tipo calvo
                                                    con un arma corta entre las manos
                                                    mi mujer corre a esconderse
                                                    el narco parece un niño con un arma
                                                    de juguete
                                                    no lo puedo creer
                                                    estoy escribiendo Poemas
                                                    y un narco me apunta con un arma corta
                                                    parece un juego de niños
                                                    el hombre apunta a la mesa y dispara varios
                                                    tiros tracatracatraca rompiendo platos y la
                                                    mesa de madera
                                                    hace volar pedazos de astillas un hoyo
                                                    en la madera, tengo miedo
                                                    no controlo mi temblor de miedo
                                                    yo estoy escribiendo Poemas
                                                    tracatracatraca
                                                    un narco imbécil interrumpe la escritura
                                                    y puede matarme"

El pobre borracho apenas puede mantenerse en pie así que decide dejar de tocar paredes y mejor echarse en el asfalto mojado, el asfalto de la sofisticación. Se sienta, y antes de quedarse dormido, el pobre dice algo que nadie escucha:

"Una mujer
de apenas
veintitrés años
salía de un cine
barato
en la ciudad
de los palacios
y caminaba
bajo la lluvia
nocturna
del último viernes
de agosto.
Tenía prisa
por atravesar
la ciudad y llegar
a su destino.
Parecía que
buscaba
el mar.
A esa misma hora
en Manhattan
Miles Davis y Juliette Greco
entraban por el lobby
del Waldorf-Astoria
en la avenida Park
llamando la atención
de todos los presentes,
sorprendidos de ver a un Negro
que no era un sirviente
en el hotel
mirando
hacia el otro lado
del mundo;
en otra ciudad
igualmente
tendida al mar atlántico
un joven delgado
y alto como un edificio
caminaba
por la Avenida 9 de julio
y pensaba
en escribir una novela
que se leyera
hacia atrás & adelante
igual como recorren
las ciudades
los niños
y los vagabundos;
en un café de Bucareli
Fidel sostenía su primera
conversación con el Che,
y tuvo la certeza
momentánea
de que la realidad
se repetía dos veces
pero que a él
no le tocaría
la parte
de la tragedia;
en un apartamentito
en San Francisco
el ciudadano K. llevaba
76 horas escribiendo
sin parar
y apenas tomaba un par
de minutos para abrir
otra botella de mezcal
y llenar el vasito
de plástico;
en una casa de seguridad
en Johanesburgo,
un grupo de sombras
llegaba a la conclusión
que no era factible
la teoría de un
un partido único;
En la ciudad de México
la mujer que había
salido del cine
llegaba,
empapada por la lluvia,
a un sanatorio en la calle
Gabriel Mancera.
Esa mujer sería mi madre
dos horas después"

lunes, 9 de junio de 2014

Reflexiones sobre las fronteras en el mundo contemporáneo. A propósito de "La jaula de oro", de Diego Quemada-Díez (2013)

Primera: La frontera como nicho narrativo

Quería hablar de lo que más me gustó de la ópera prima de Diego Quemada-Díez  pero no fue sencillo. Antes de La jaula de oro, Quemada había trabajado como operador de cámara de Oliver Stone, Ken Loach y Alejandro González Iñárritu, así que la fotografía de esta película es impecable. Es también una película contenida, nada efectista ni melodramática, más aún siendo que se mueve en un campo tan fértil para ello como las historias de migrantes en el paso de México a Estados Unidos. En eso, en la forma de contar, Quemada hace un trabajo que a mí me dejó bastante conmovido. Pero la película es mucho más que una muy buena narración. De hecho, y es de lo que quiero hablar aquí, la película me ha hecho pensar en las fronteras y, particularmente, en la frontera entre México y Estados Unidos a partir de tres asuntos particulares: primero, el papel de las fronteras en el mundo contemporáneo y, sobre todo, su papel como espacios para la narración cada vez más privilegiados; segundo, el papel de las palabras en medio de las historias de frontera (particularmente en la historia contada por Quemada-Díez); tercero, las fronteras como especies de bolas de cristal o de caleidoscopios hechos de arena, luz y agua en los que podemos ver un futuro distópico.


Dicho lo anterior, esta entrada estará dedicada al primero de los asuntos. La segunda al segundo y la tercera al tercero.

Las historias de las fronteras

Quiero empezar con tres imágenes de la frontera en la película. La primera es clásica: los rieles de un tren en medio del desierto.


La segunda también es clásica: la mano de un latinoamericano que agarra una reja detrás de la cual alcanza a verse, tan borrosa como anhelada, la bandera de Estados Unidos


La tercera fotografía es distinta, aunque no sé bien por qué. Quizás es porque pareciera remitir a una situación menos conflictiva que las dos anteriores; de hecho, podría uno imaginarse un par de escenas tranquilas en este mismo escenario: no sé, algo así como algunos campistas vestidos con chaquetas de colores vivos, o algún fotógrafo solitario cazando imágenes de águilas calvas o, por qué no, una familia aventurera (madre, padre, niño y niña) corriendo con su perro detrás. Sin embargo, por todo lo anterior, esta última imagen es la más cruda de las tres y, quizás, una de las más impactantes de toda la película del español nacionalizado mexicano. Si la ven, ya sabrán a qué me refiero.



El asunto es que la película de Quemada es una película de frontera. No cuenta nada nuevo sobre el asunto pero, como ya dije, lo hace muy bien. Y, como ya dije, lo que me interesa es lo que la película representa.

Le he preguntado a un par de personas por la palabra clave que se les viene a la cabeza para describir nuestros tiempos: la mayoría me dijo: “globalización”. Y cuando les pregunté por la palabra clave que se les venía a la cabeza cuando pensaban en globalización, respondieron: conexiones (o algo parecido). El diccionario de la RAE define conexión como: Enlace, atadura, trabazón, concatenación de una cosa con otra. Si aceptamos el aumento de las conexiones como fenómeno típico de nuestros tiempos, habrá que aceptar también el aumento o fortalecimiento de los límites. El aumento en las conexiones implica el aumento de su aparente contrario: las fronteras, las desconexiones que nacen del aumento de los vínculos mismos. Las fronteras siempre han sido espacios de conflictos, espacios de contacto, de lo extraño, la entrada de lo desconocido. Pero además, en sí mismas, son espacios de invención, de poblaciones flotantes y, sobre todo, de combinaciones extrañísimas entre valores tradicionales y lógicas globales. Quizás por ello sirven para todo: sirven para hablar del pasado y del futuro, sirven para pensar en el tiempo, sirven para hablar de vaqueros solitarios del siglo diecinueve o de cruzadas de niños que alucinan en el siglo trece. Sirven también para hablar de asesinatos de mujeres en el siglo veintiuno, pero también para hablar de anacoretas que buscan a Dios sentados en posición de loto en la punta de una pequeña torrecita. Hablar del desierto implica hablar de grandes fábricas como moles blancas que parecieran vivir por sí solas, sin necesidad de que nadie ni de nada las haga funcionar. Hablar de los desiertos es hablar de la luz y del viento, de sonidos que no se sabe de dónde vienen, de árboles con niños ahorcados. Es hablar de inmensas fábricas de electrodomésticos y de camionetas con todas las luces apagadas que cruzan el desierto repletas de centroamericanos amarrados a los sillones para no desnucarse. Es hablar de las botellas de agua que dejan personas solidarias con los inmigrantes. Es hablar del Padre Alejandro Solalinde que ha construido un albergue de paso en medio del desierto para alimentar y dar comida a quienes buscan atravesar la frontera. Hablar de los desiertos de la frontera mexicana es hablar de los minutemen, esos ciudadanos norteamericanos valientes y patriotas que cuidan la frontera armados con rifles de largo, larguísimo, alcance, sin que nadie les pague nada, sólo por amor a la patria. 

Por todo ello es que los desiertos fronterizos, poco a poco, se han venido convirtiendo en toda una mina de oro para contar historias. Todas parecen alucinaciones, todas parecen un poco falsas y un poco verdaderas, como si leyéndolas o viéndolas estuviéramos ante una imagen extraña que vemos con los ojos llenos de arena mientras caminamos en el desierto, una alucinación en la que vemos, convertidos en una sola mueca aterradora, el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo.


Nazario Moreno: “El más loco” y Los Caballeros Templarios
Pronto me iré a vivir a una pequeña ciudad en el estado de Michoacán en México. Como muchos sabrán, desde hace unos años Michoacán ha vivido la consolidación de grupos de autodefensas en contra del poder de los narcotraficantes. Es, además, uno de los lugares clave para escuchar las historias de los coyotes, los especialistas en pasar migrantes por la frontera. Una de las agrupaciones más conocidas de narcos llevaba por nombre Los Caballeros Templarios y estaba comandada por Nazario Moreno González: El más loco. Nazario murió el pasado marzo en el municipio de Tumbiscatío en Michoacán. De él se dice que estaba relacionado con una red de tráfico de órganos, que solía practicar asesinatos rituales que incluían el consumo de corazones humanos y que la mayoría de sus víctimas fueron niños. Pero además de eso, antes de morir Nazario dejó un libro con su autobiografía. Sólo con el título basta para imaginarse el contenido: “Me dicen: El Más Loco. Diario de un idealista”. En ella declara su admiración e identificación con los poderes de Kalimán para comunicarse con los animales. Dice Nazario:

nunca fui a una escuela, crecí prácticamente salvaje y aprendí a leer y a escribir cuando tenía más de diez años y fue por pura curiosidad al leer a Kalimán que decía que lo más poderoso es la “paciencia y la mente humana”. Ahora de grande siento tener algo extraño en mí mismo que me hace comprender algunas cosas en los animales. En ciertas ocasiones me adelanto a lo que van a hacer, o mejor dicho, de antemano sé qué es lo que van a hacer en los siguientes segundos. No me explico ese fenómenos, pero así es...

En su libro, Nazario Dice que se trata de una especie de diario personal que escribía “en las noches de soledad en la serranía”. Dice además que desde pequeño le gustaba la violencia, que le fascinaba jugar a “las guerritas” y que desde aquellas batallas infantiles ya fingía su muerte para renacer y acabar a balazos con sus contrincantes. La distribución del libro está prohibida por el ejército mexicano. Sin embargo, de vez en cuando, aparecen cajas abandonas con decenas de ejemplares en parques o estaciones de transporte público para que sean tomados por quien quiera:

Juan N, conductor de un vehículo del servicio de transporte público de Zihuatanejo, indicó que al finalizar el día se dio cuenta que había una caja olvidada en uno de los asientos. La caja estaba abierta y cuando la revisó, encontró decenas de ejemplares de “Me dicen: “el más loco. Juan ya sabía algo del libro y como no se quiso meter en líos, los dejó en la calle. “Cuando se lo platiqué a mis compañeros choferes, me di cuenta que a varios les habían dejado cajas de libros en sus vehículos. Creemos que los dejaron ahí para que la gente los agarrara

La historia de un narcotraficante que aprendió a leer con las historietas de Kalimán, que creyó comunicarse con los animales (sobre todo con los burros) y que escribió un libro prohibido por el Estado pero que se ha convertido en comidilla cotidiana de los habitantes de Michoacán y de Guerrero, me ha hecho pensar, junto con uno de los personajes más interesantes de la película de Quemada, en el papel de las palabras en medio de los desiertos.

Asesinos escritores, violencia y escritura, sangre y letras, las palabras en el desierto. La siguiente entrada estará dedicada particularmente a El más loco, al famoso y al parecer falso (pero eso qué importa) “terrorista” brasilero Marcola y al indígena guatemalteco de la película de Quemada.

sábado, 5 de abril de 2014

Lamentos de un lector conservador sobre "La parte inventada", de Rodrigo Fresán

A mí Fresán me cae bien. No lo conozco pero me cae bien. Lo veo hablar de Onetti y me parece sincero, honesto y divertido: lleva puesto un pantalón de dril negro, un saco de hilo color café claro, una camiseta roja, un abrigo (parece de paño) color negro y unos tenis de cordones rojos. Lo veo hablando de Bolaño y me parece sensato y amigable: aquí sólo se ve del pecho hacia arriba, una camiseta blanca de cuello ya anchado, un saco de hilo gris claro y, de nuevo, un gabán. Además, al fondo, tiene un jardín bastante frondoso y, ya se sabe, tengo debilidad por las plantas, así que sí, se ve bien. Pero luego lo veo en Casa de América leyendo un texto titulado "Adivinen qué traje de regalo". Aquí su vestimenta es distinta: un buzo color blanco de cuello tortuga, un pantalón negro de dril, zapatos de cuero brillantes y un gabán negro de paño que cae casi hasta sus rodillas. No tengo nada en contra de los buzos con cuello tortuga (de hecho, lo pienso ahora, el nombre es realmente bonito), tampoco en contra de los gabanes largos de color negro. Pero no sé, ahí Fresán ya no se ve tan bien, se ve menos humilde. De hecho, basta escucharlo leer para darse cuenta que su texto también lo es, es menos humilde, más doctrinario, más orgulloso, más regañón, eso, más regañón. Y si no, que lo diga el titular de la entrevista dada en Público.es a propósito de "La parte inventada": "Nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora". Pero igual, Fresán me cae bien.

Lo que no me cayó bien fue su última novela, "La parte inventada" (Random House, 2014) que se parece tanto al texto que leía en el 2011 en Casa de América. No sé bien cómo arrancar y tampoco quiero arruinar la lectura de quien se anime a acercarse a sus 566 páginas. Lo que puedo decir es que ninguna de las sinopsis del libro, que fueron las que me motivaron a comprarlo, habla del estilo, de la forma que, según ha dicho Fresán, es la peor víctima de muchos escritores contemporáneos que "cuentan pero no escriben". La idea que según Fresán lo llevó a escribir la novela es buenísima: las relaciones entre ficción y realidad en la cabeza de un escritor venido a menos que quiere escribir sobre su vida y sobre la labor de la escritura. El resultado es un libro que, como dice casi al final, "piense como un escritor en el acto de ponerse a pensar un libro, en lo que piensa cuando se le ocurre un libro, cuando ese libro le ocurre, y qué ocurre con ese libro". Se trata, sin duda, de una apuesta arriesgadísima y muy a tono con el llamado actual a una literatura no lineal, que cruce voces distintas y hasta contradictorias, relativa (en el sentido en que no quiere acercarse a la verdad), juguetona, etcétera. El libro cumple con su cometido: pies de páginas integrados al texto, cambios en el tipo de letra, frases tachadas y corregidas a continuación, saltos en el tiempo, fragmentos, opiniones más que acciones, y luego opiniones, y luego menos acciones, y luego opiniones y más opiniones. Vila-Matas decía una vez que un escritor es un señor solo, sentado en su escritorio comentando el mundo y, claro, apartado en lugar de estar ahí. Insisto: con creces Fresán ha cumplido su cometido.

Pero es que lo que no logro tragarme, el sapo que me cuesta tanto pasarme, es justamente el cometido. En la mesa de la sala de mi casa tengo los libros que estoy leyendo. El más abultado es "La broma infinita" del difunto David Foster Wallace. 1208 páginas, de las cuales 100 corresponden, no a asesinatos de mujeres en la fronteras México-Estados Unidos, sino  a "Notas y erratas". Voy por la mitad y debo confesar que me ha costado trabajo. La semana pasada compré a Pynchon, "El arcoiris de gravedad", 1152 páginas. También estará en la mesa de la sala pero por ahora está en la sección de pendientes. Según he leído, además de ser para varios críticos la mejor novela norteamericana del siglo veinte, es una novela (¿?) en la que cada página puede hablar de un tema distinto y en la que las digresiones del narrador rodean y enhebran la historia. "La broma infinita" me ha costado y me ha gustado. "Tu rostro mañana", la trilogía de Javier Marías, también con pocas acciones, muchos datos y muchas digresiones, no me costó y me gustó. Pero "La parte inventada" me costó y no me gustó. La pregunta es por qué. No lo sé bien, pero creo puedo aventurar dos respuestas posibles.

Un lector conservador: Me aterra que las historias desaparezcan. Me aterra que el interminable flujo de datos, de vínculos, de hipervínculos, de información, termine dificultando cada vez más la necesidad y el placer de contar y de leer historias y, con ellas, acciones y personajes a los que nos vamos acercando lentamente a través de cada página, acciones y misterios que se van tejiendo despacio para, en el caso de los mejores, dejarnos con un inmenso interrogante en la cabeza. Hay maneras y maneras de contar las historias. No tiene por qué hacerse de manera lineal, tampoco desde una única voz (aunque no creo que estas fórmulas deban ser condenadas de aquí en adelante), pero, por favor, que no desaparezcan, ¿si? No quiere decir ésto que Pynchon, Wallace o Fresán no cuenten historias. ¡Por supuesto que lo hacen! ¡De hecho cuentas muchas historias! Se trata, simplemente, de que las innovaciones estilísticas no las terminen ahogando. ¡No a las novelas del siglo diecinueve!, está bien. También está bien: ¡No a los artificios estilísticos del siglo veintiuno!

En contra de la perorata: "La parte inventada" está cruzada por un reclamo que deviene en sermón dicho de decenas de maneras (y no exagero con el "decenas"): los libros digitales, el facebook, el twitter, las tabletas, etcétera, etcétera. De muchísimas maneras, en muchas páginas, con múltiples ejemplos, Fresán se dedica a sermonearnos una y otra vez acerca de la estupidez de los "lectores de ahora". Al comienzo de la novela lo dice, en medio de un largo paréntesis: "De ser posible evitar este tipo de párrafos de aquí en más porque, dicen, espanta a muchos de los lectores de hoy. A los lectores electrocutados de ahora, acostumbrados a leer rápido y a leer breve en pantallas pequeñas. Y, sí, adiós a todos ellos, al menos por el tiempo que dura y dure este libro. desenchufarse de fuentes externas para sólo alimentarse de electricidad interna. Y esa es -warning!, warning!-, al menos en principio y en el principio, la idea aquí, la idea aquí en más, están advertidos". Luego lo vuelve a decir y luego lo dice otra vez (¡de hecho, llega a hacerlo con frases repetidas!). Pero, y aquí lo más curioso, la novela (¿es ésto una novela?) de Fresán ingresa y navega justamente en este nuevo llamado al que también han acudido los lectores a los que tanto regaña: una novela de vínculos, de hipervínculos, de fragmentos, de datos eruditos, de información ¿Qué sentirá Fresán al saber que la mayoría de quienes dicen, en internet por supuesto, que leerán el libro, aclaran que lo harán en la versión e-book? Simplemente, creo que los juegos y artilugios utilizados por Fresán y por otros en la literatura, pueden ser entendidos como parte del mismo conjunto de herramientas que utilizan muchos de los lectores de twitter y facebook.

En fin. Sé que estoy pecando de conservador. De hecho, lo más seguro es que no esté entendiendo nada. Lo extraño es que me siento ahora como el escritor venido a menos de la novela de Fresán.

Pdta 1: Este sí que es un reclamo. El escritor-venido-a-menos de la novela tiene un contendiente, un escritor que ha sabido acomodarse al mercado y decirle a cada lector lo que quiere escuchar, hacerle sentir que es más inteligente de lo que es. El nombre de este escritor, o la manera como lo ha llamado el escritor viejo y melancólico, es IKEA en referencia a la marca de muebles. Hasta casi la mitad de la novela hemos oído las opiniones del escritor sobre IKEA. En la página 524 IKEA aparece, y habla. Pero lo que dice no es más que la reproducción de las opiniones que sobre él ha tenido el narrador: lo pone a hablar, pero lo que hace en realidad es poner a hablar al narrador a través del escritor. Así no vale. Eso sí que es trampa.

Pdta 2: En internet hay muchas reseñas favorables a la novela.

sábado, 8 de marzo de 2014

Leopoldo María Panero. In Memoriam

Decía Panero en mil novecientos setenta, con treinta y dos años, es decir los mismos que tengo yo ahora enterándome de su muerte: “Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no sólo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella. Todas mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, dicha de muchos modos”. La palabra que es silencio dicha de muchos modos. Murió Panero con sesenta y cinco años de edad. Murió solo en la Unidad Psiquiátrica del Hospital Rey Juan Carlos I en donde era tratado desde el noventa y siete.

Pienso en él y lo que se me viene a la cabeza no son poemas, sino una combinación entre rabia y compasión. Se me vienen a la cabeza dos imágenes. La primera es la de Enrique Vila-Matas que se lo cruza en un parque hace ya muchos años. Vila-Matas camina cuando ve a Panero sentado en un banco con los ojos cerrados y con esa terrible apariencia de indigente que espantaba hasta a sus más cercanos. Vila-Matas decide continuar caminando y hace que sus pasos se hagan sigilosos para no despertar al sujeto a quien ha tenido que aguantar en un par de reuniones junto con Ana María Moix (fallecida el pasado veintiocho de febrero). Vila-Matas camina despacio e intenta no mirarlo. Leopoldo sigue con los ojos cerrados y parece un manojo de trapos sucios desintegrándose entre el polvo y la luz. Justo cuando Enrique cree que ha logrado superar el espectro, Leopoldo se levanta de repente, abre los ojos, estira la mano y le pide una limosna. Asustado, Enrique escarba en el bolsillo de su abrigo, saca algunas monedas, se las entrega y sale despavorido. Panero mira los circulitos plateados en su mano, los guarda y se vuelve a echar sobre el banco.

El segundo recuerdo que se me viene a la cabeza mientras pienso en su muerte es muy posterior, de mil novecientos noventa y cuatro. Ya Panero está viejo. Lleva varios años en el Hospital de Mondragón y se queja de que nadie lo visita. Se queja particularmente de que su hermano menor, Michi, protagonista de Lejos de Veracruz de Vila-Matas, nunca lo haga. Ricardo Franco ha decidido hacer la segunda parte de El desencanto, el documental de Jaime Chávarri de mil novecientos setenta y seis. Franco se dedica a alternar testimonios de los tres hermanos Panero pero se centra en la figura de Michi. Leopoldo ya casi no habla y las tomas en la habitación del hospital son realmente tristes. El recuerdo, la imagen que no se me ha salido en toda la noche de hoy, corresponde al final del documental de Franco llamado "Después de tantos años". Michi está hablando sobre la muerte. Está sentado sobre una lápida. Hace años no ve a Leopoldo. Ha sido explícito en decirle a Franco que no quiere ver a su hermano, que haga las tomas en espacios y momentos distintos. De repente, en el encuadre de Michi aparece Leopoldo. Lleva las manos en los bolsillos y camina como a punto de caerse. Está flaco y sonríe. Michi mira de reojo y ve a su hermano acercarse. Sigue hablando como si no lo viera: "bueno, aquí se supone que descansan los huesos de la familia Panero. En estas tres tumbas se esconde el hipotético enigma de la familia Panero, que no es tal, porque la familia Panero es una familia normal en la que de pronto surge una generación de hermanos absurdos que somos nosotros". Michi mira de reojo, sonríe un poco y continúa "... y donde aparece mi hermano Leopoldo para darme la sorpresa de final de año". Leopoldo se acerca y quedan uno al lado del otro y, al lado de ambos, la tumba de la familia. Leopoldo deja salir esa risa tan característica suya, tan abismal, tan risa de loco, tan perdida, y entonces mira a la cámara moviendo extrañamente la boca. Pero, vamos, dice Michi, me alegra mucho verte. Leopoldo le pone tímidamente una mano en el hombro y le dice: "tenía ganas de verte, joder". Michi mira a la cámara y dice "ja, sí. Creo que todos estamos muertos ya. Sólo quedamos nosotros dos, porque Juan Luis no tiene nada que ver, Juan Luis es de otra familia. El fin de la familia Monster. Qué tantos muertos, joder". Leopoldo se carcajea. Luego caminan los dos juntos y salen del cementerio. Se ríen. Hacen chistes. El documental termina con los dos visitando la vieja casa, ya en ruinas, de los Panero, de Felicidad Blanc y de Leopoldo Panero. Leopoldo María lleva la mano puesta en el hombro de su hermano menor. Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero, hijo de padre borracho y hermano de un suicida, perseguido por los pájaros y los recuerdos que me acechan cada mañana.



Era un muy buen poeta Leopoldo María. Odiaba que le dijeran poeta maldito. Le gustaba aplastar las colillas de los cigarrillos con la suela del zapato y decir que así sentía que se los estaba cargando a todos. Entonces se reía. En el documental Michi decía que su hermano había aprendido a jugar el papel de poeta perdido, loco y borracho. Que había creado su propio personaje y que se lo había creído. Leopoldo María aprendió a hacer de su tragedia un espectáculo. Odiaba que se lo dijeran pero sabía que era así. No le gustaba que fuera de esa forma pero no tenía otra. Estaba condenado a pasear su miseria y a que todos lo viéramos, a que lo filmaran casi desnudo en la habitación del psiquiátrico, a que lo viéramos comiendo mientras la comida saltaba de su boca. Leopoldo María encarnaba una de las más aterradoras manías de nuestros tiempos: hacer del horror y de la tragedia un espectáculo mediático. Yo mismo llegué a verme contando anécdotas suyas mientras me reía. Con el tiempo terminé sintiéndome mal y dándome cuenta de lo estúpido que había sido.

Hace unas horas alguien me decía que de no ser así, de no haber arrastrado con esa tragedia, Leopoldo María no habría sido el escritor que fue. ¡Pues que no lo hubiera sido!, ¡que no hubiera escrito nada!, ¡que nunca lo hubiéramos conocido!

Su editor, Antonio Huerga, dijo hace un rato: “¿Incinerarlo? ¿Enterrarlo? ¿Quién decide? Leopoldo no tenía a nadie”. Un mensaje en la página de Facebook de la editorial dice: “Leopoldo María Panero está en Tanatorio San Miguel sala 202, por si quieren acudir. Sólo estamos tres personas. Qué paradójico”.


Que descanse en paz. Lejos de nosotros.

lunes, 24 de febrero de 2014

Cuatro pistas de una "Comunidad Bolaño"

Primera pista
La primera pista la encontré en un bar-librería del Centro Comercial Nutabes en el centro de Bogotá. Cuando tengo tiempo y ánimo, particularmente los viernes en las tardes y después de haber caminado un buen rato, termino la jornada allí: pido un par de cervezas, reviso algunos libros, compro alguno si el dinero me alcanza, si es posible leo un rato y cruzo algunas palabras con Jorgito, el dueño del lugar. Es una tienda animada y tranquila al mismo tiempo, es decir: es una tienda animada por viejos. Algunos están solos, otros charlan en voz baja, otros juegan ajedrez, siempre suenan boleros y a veces uno se encuentra a gente conocida. Los viernes funciona así hasta las cinco y media o seis de la tarde, después de esa hora, repentinamente, los boleros desaparecen para dar paso a la salsa, el bar desplaza a la librería y, al menos de que uno vaya con otro ánimo, hay que ahuecar el ala.


Hace un mes comencé a releer Los detectives salvajes. La motivación esta vez era técnica, me interesaba fijarme en la artesanía de la novela: la biografía como modelo básico, la contención como técnica archiconocida (es decir: cuanto más cosas queden sin decir, más crecerá la grandeza de la imagen), la ausencia de descripciones, las acciones como eje central (sus personajes hacen y hacen cosas sin parar, nunca se cansan) y, por último y más importante, los juegos, es decir, la inclusión de pequeñísimos misterios que van poblando la novela y que crean esa atmósfera de movimiento en medio del final de algo (http://www.revistadelibros.com/ventanas/sobre-antiheroes-y-tumbaso-por-que-bolano-es-grande). Este interés técnico apareció en las vacaciones pasadas pensando en que, si algún día decidiera dedicarme de lleno a la literatura, buscaría escribir una suerte de combinación entre Sergio Pitol y Roberto Bolaño, es decir, entre historias abismales que creen su propio mundo, un mundo usualmente desesperanzado y poblado por el mal, a lo Bolaño, e historias impecablemente construidas, técnicamente redondas, formas que graviten entre el ensayo y la narrativa, a lo Pitol.

La tarde del primer encuentro, de la primera pista, yo llevaba entonces el libro de Bolaño esperando poder sentarme a leer un poco en el café de Jorgito. Cuando me acerqué a saludarlo, él, como buen librero, antes de saludarme puso el ojo en la portada del libro que yo acababa de colocar sobre la barra y dijo ¡Ja!, lo sabía, yo les dije que era Bolaño, no Bolaños, porque Bolaños es el de El Chavo, ¿no? Yo me reí y me contó que en efecto acababa de tener una controversia con dos amigos que aseguraban que el escritor era Bolaños, con s, mientras que Jorgito sostenía la idea contraria. Jorge no tiene libros del chileno en sus estanterías. Seguramente nunca lo ha leído. Por supuesto sus contertulios tampoco lo han hecho pero, y ahí la gracia, ahí la pista, estaban dispuestos a debatir sobre su apellido.

Luego de charlar un par de minutos le pedí a Pedro una cerveza y me senté alegre porque la fama de Bolaño siguiera creciendo.

Segunda pista
Esa tarde me tomé dos cervezas como si fueran agua (estaba muerto de sed), luego pedí un tinto y una empanada y esperé a que A llegara luego de salir del trabajo. Mientras tanto me entretuve revisando las estanterías y ojeando un par de libros: uno de Steinbeck (no logro recordar cuál) y uno dedicado al estudio de la naturaleza, tipos y cronologías de los samuráis. Decidí comprar a los japoneses y no al norteamericano. A la hora de estar allí llegaron A y B. Una hora después lo hicieron R y S (aunque parezca premeditado, las letras son las iniciales reales y el orden de llegada el efectivamente ocurrido esa noche). Todos eran paisas menos yo. Ya para entonces el bar era sólo bar, es decir, había dejado de ser librería, y sólo sonaba salsa, es decir, ya no había boleros. No había mesas desocupadas. En una de las mesas de nuestro lado había tres estudiantes, dos mujeres y un hombre, con algunos libros sobre la mesa. No alcancé a ver los títulos pero se veían viejos. Sobre la nuestra había quedado solamente Tirano Banderas, la novela de Valle Inclán que había comprado por ocho mil pesos en la librería del FCE y, por supuesto, Los detectives salvajes. Uno de los jóvenes miró nuestros libros y se los señaló a sus amigos. ¡Huf!, les dijo contento, ese libro rojo es Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, una chimba de libro, yo lo he leído ya dos veces. Ellos le respondieron que todavía no lo habían leído y una de las jóvenes agregó que ella tampoco pero que ya lo había comprado. El joven y yo cruzamos miradas y sonreímos sin decir nada.

Era la tercera  vez ese día que Bolaño salía a la luz pública en el mismo lugar: en la discusión sobre su apellido, en la confirmación que Jorgito tuvo viendo el libro que yo llevaba, y en los jóvenes estudiantes comentando el libro sobre nuestra mesa. El libro, pensé, era una especie de talismán, un fetiche extraño detrás del cual hay algo que todavía nos esforzamos por entender.

Al salir del bar me quedé entonces con la sensación de que una especie de Aire Bolaño había soplado esa noche.

Tercera pista
Fue también una tarde de viernes. Esta vez apenas había comenzado a caminar y como siempre hice una pausa en La Romana, el restaurante en la carrera séptima frente a la Plaza de las Nieves. Como siempre pedí un café y una botella de agua con gas. Continuaba con la relectura de Los detectives. Llevaba cerca de media hora leyendo cuando entró un grupo de ocho jóvenes que al parecer estaban en primer semestre de una licenciatura que no alcancé a adivinar, pero que supuse relacionada con las ciencias naturales. Todos pidieron postres, jugos naturales y una de ellas un café. Sólo había dos hombres, el resto eran mujeres. Se tomaban fotos con sus celulares, le tomaban fotos a los platos, hablaban de las clases, se reían mucho. Yo intentaba concentrarme en la lectura aunque lo que en realidad hacía era escuchar sus conversaciones.

De repente una de las niñas miró hacia mi mesa y les dijo a sus amigos que el libro que yo tenía era buenísimo, que se llamaba Los detectives salvajes y que lo había leído en las vacaciones. Una de sus amigas le preguntó qué otros libros conocidos tenía el autor y ella le respondió que no sabía, que sólo conocía ese, pero que con ese valía la pena. Yo escuché sin mirar aunque sonreí escondido detrás del libro. Ellos siguieron hablando de sus clases y de sus vidas. Puedo asegurar que no se trataba de estudiantes de literatura. Hablaban de números y de fórmulas. No se trataba de jóvenes parecidos ni a Belano ni a Lima. A pesar de ello, conocían la novela y, según había dicho ella, le había gustado mucho.

Cuando salí del lugar, quedé con la impresión de la existencia ya no de un Aire Bolaño sino, más aún, de una comunidad Bolaño. Está caracterizada, pensé, por algo fundamental: se trata de una agrupación involuntaria de cuya existencia no saben sus integrantes. Jorgito no iría a La Romana, los estudiantes tampoco irían a la tienda de Jorgito. Quienes estamos fuera podemos verla, o al menos presentirla, pero sus integrantes no, ellos siguen leyendo la novela sin saber que hay varios haciendo exactamente lo mismo a pocos metros. Por supuesto yo no hago parte de ella. Quizá es porque ya estoy demasiado viejo.

Cuarta pista

El último encuentro fue el viernes pasado. También en la tarde. Había salido de La Romana y caminaba hacia el San Moritz, el tradicional café en la dieciséis entre séptima y octava. Conozco a los propietarios del lugar así que puedo sentarme a tomar y a leer tranquilamente. Pero el encuentro tuvo lugar antes de llegar al café. Fue simple, corto y conmovedor como los otros. Justo en la séptima con diecinueve una joven me entregó un papel con publicidad del candidato presidencial Jorge Enrique Robledo. Aunque decidí alejarme de la actividad política desde hace un par de años (incluidas las elecciones), para esta ocasión he querido acercarme un poco más así que recibí con interés el papelito. En una mano llevaba la sombrilla y en otra el libro de Bolaño. Recibí el papel con la mano en la que llevaba el libro. La facilidad para reconocer la portada es inaudita. La joven lo habrá visto por un segundo y sin duda no tuvo necesidad de leer el título para reconocer que se trataba de Los detectives salvajes. ¡Ah!, me dijo cuando ya tuve el papel en mis manos, Los detectives salvajes. Todavía no terminaba de acostumbrarme a las consecuencias de cargar con el libro a simple vista así que, como si no supiera de qué me hablaba, estúpidamente leí el título del libro, sonreí y mientras me alejaba despacio le dije que sí. Emocionada me respondió que era buenísima, nada más, sólo dijo que era buenísima. Yo le dijo que sí, nada más, le dije que sí como si no fuera necesario decir nada más, como si se tratara de una clave cuya mención garantizara algo, no sé bien qué. Le dije que sí y me alejé leyendo la publicidad del candidato al Congreso y pensando en el poder mágico del libro.

Final

Yo ya no estoy para comunidades. De hecho, después de cada encuentro buscaba darle vuelta al libro para garantizar que la portada no se viera. Ya no estoy para comunidades, pero sin duda me alegra que Los detectives salvajes, una novela que sobre todo enseña que la literatura es una aventura, esté cultivando una comunidad de jóvenes lectores que, aunque no se conozcan entre sí, garantiza que Bolaño siga entre nosotros.