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viernes, 16 de diciembre de 2011

Notas desordenadas acerca de los personajes de Roberto Arlt y Antonio Di Benedetto: De las existencias marginales, a la renuncia a la existencia




Ahora que acabo la trilogía de Di Benedetto (Zama, 1956; El silenciero, 1964; Los suicidas, 1969) y la de Arlt (El juguete rabioso, 1926; Los siete locos, 1929; Los lanzallamas, 1931), tengo tres ideas en la cabeza y dos ocurrencias sobre ellas.
Primera idea: Desde una marginalidad más marcada en el caso de Arlt y un poco menos en el caso de Di Benedetto, los personajes de los dos luchan por encontrar su lugar en un mundo (el argentino) en camino de industrialización.
Segunda idea: Los personajes de Arlt lo hacen de una forma más material, más cruda y violenta: ponen sus expectativas sencillamente en integrarse a la sociedad, ello les permitiría encontrar su lugar (ante esta imposibilidad aparece la elección por la violencia).
Tercera idea: En el caso de Zama, particularmente, se trata de una forma más metafísica, abstracta si se quiere: la espera es lo que termina dándole sentido a la existencia del personaje. En el caso de El silenciero es sin duda una forma más violenta, pero menos consolidada, que en el caso de Arlt y sobre todo menos anclada en la marginalidad.
Primera ocurrencia: Tanto los de Arlt como los de las dos primeras novelas de Benedetto no sólo tienen en común la idea de luchar por encontrarse un lugar en el mundo (creen en la posibilidad de que eso es posible), sino además, creen en la posibilidad de cambiarlo, creen en la posibilidad de un mundo distinto: la espera (de algo mejor), las leyes y la violencia (para acabar con el ruido del mundo), la violencia (por resentimiento y para la revolución).Y segunda ocurrencia: Los suicidas, en la última de la trilogía de Di Benedetto, han renunciado a todo lo anterior: ya no esperan nada, ya no creen en la violencia, ni en la revolución ni en la posibilidad de un mundo mejor y ni siquiera en la posibilidad de destruirlo; sencillamente, en esta última, quizás la más contemporánea de todas, los personajes han renunciado a encontrar su lugar, han renunciado a integrarse en el mundo (como los personajes de Arlt), a esperar algo mejor de él (Zama) o a lograr transformarlo (Los siete locos, Los lanzallamas y El silenciero); aunque bueno, quizás no sea del todo cierto: en sentido estricto los suicidas sí quieren acabar con el mundo, pero entienden que la mejor manera de hacerlo es desapareciendo ellos mismos (La entrada sigue en "más información").



Argentinos los dos. Arlt nacido a comienzos de siglo XX (Flores, 1900) y Di Benedetto en la segunda década (Mendoza, 1922 –el mismo año en el que Arlt se estaba casando con Carmen Antinucci en Córdoba–). Los dos viviendo un país en proceso de industrialización y particularmente, más que otros países de Suramérica, poblada por personajes que por una u otra razón habían decidido emigrar de Europa a buscar una mejor vida (tan simple como que Arlt es hijo de un austriaco y una triestina y Di Benedetto de padres de origen italiano, aunque su madre naciera en Brasil).
Habitantes y habitados por el inicio de la etapa industrial en Argentina, (dice el narrador de Los Lanzallamas: “en las entrañas de la tierra, color mostaza, sudan encorvados cuerpos humanos. Las remachadoras eléctricas martillean con velocidad de ametralladora, en las elevadas vigas de acero. Chisporroteos azules, bocacalles detonantes de soles artificiales, Crisler, Dumlop, Goodyear. Hombres de goma, vertiginosa consumación de millares de kilovatios, rayando el asfalto de auroras boreales. Los subsuelos de los edificios de cemento armado vuelcan a la calle una húmeda frescura de frigoríficos) los relatos de ambos autores están poseídos por personajes inestables, personajes desarraigados que de distintas maneras deben verse enfrentados a lo que Lucio, amigo de Silvio en El juguete rabioso (Artl: 1926) llama la struggle for life y que no es otra cosa que la aparición de un nuevo mundo, de un mundo en proceso de formación en el que la lucha por vivir no es otra que sobrevivir de la mejor manera; encontrar un trabajo, sí; encontrar una pareja, también; hacer una familia, quizás. Desde Augusto Remo Erdosaín (Roberto Arlt, Los siete locos: 1929; Roberto Arlt, Los lanzallamas: 1931) hasta Diego de Zama (Antonio Di Benedetto, Zama: 1956), los personajes de los dos autores parecieran estar debatiéndose consigo mismos y de manera permanente para encontrar su lugar en el mundo. En algunos casos es una búsqueda material, tal cual; en otros es más metafísica si se quiere; para Silvio es la primera; para Zama la segunda. Pero hay desarraigo, hay inestabilidad, en todos y cada uno.
De múltiples maneras buscan tener éxito en la tarea de encontrar su lugar. En Zama y en Los siete Locos por ejemplo. Zama lo hace esperando, esperando un barco que le traiga razones de su mujer, Marta, y de sus dos hijos; una espera concreta, pero que termina convirtiéndose en razón vital, en una espera de la que a veces no recuerda el verdadero objeto: ¿alguna misiva del rey?, ¿a su esposa?, ¿a sus hijos? ¿alguna otra mujer?. La espera, como para Vladimir y a Estragon en Esperando a Godot (Samuel Becket, 1953), termina convirtiéndose en una espera menos particular y más existencial, una espera de algo que nunca llega, que termina olvidándose, pero que permite seguir viviendo:
Pasé por el puerto. No había noticias de barco del [río] Plata. Y yo precisaba recibir algo, tener algo distinto, algo que me ocupase y tuviera relación directa conmigo, cualquier cosa proveniente de un ser humano”.
Y luego:
Esa noche –dice Zama– soñé que por barco llegaba una mujer solitaria y sonriente, sonriente sólo para mí, necesitada de mi amparo, que se me confiaba a mis brazos y mezclaba con la mía su ternura. Pude precisar su rostro, gentil, y un vello rubio que le hacía durazno el cuello y me ponía goloso (Di Benedetto, op. Cit.: 27).
Se trata de la misma imagen con la que Benedetto da inicio a su novela, la imagen de un simio que sólo después de muerto, solo siendo cadáver de mico, emprende el viaje al que el río siempre lo había invitado; una invitación que Zama y los demás no deciden aceptar aún, prefiriendo, como el mico enredado entre las raíces en el río, seguir ahí, entre irse y no, entre emprender el viaje y no.
En el caso de Los siete locos, Erdozain busca su lugar en el mundo pero ahora a través del delito, de la violencia; se trata de una búsqueda mucho más material, anclada, como ya dije, en la marginalidad propia de sus novelas (de su vida misma) de Arlt: “ser” a través de un crimen como titula el autor uno de los apartes de Los siete locos; en este caso es la violencia lo único que permite que el sujeto sea consciente de sí mismo y que los demás lo reconozcan como un sujeto real. La violencia siempre ha sido asumida como destructora; siempre se ha puesto el énfasis en las formas como acaba con los sujetos, acaba con los países, acaba con la tranquilidad, con la razón, con el ser humano. Sin embargo, y Erdosaín es uno de tantos ejemplos (en la vida real se encuentran por doquier aunque tengamos los ojos vendados cada vez que se nos aparecen), la violencia también construye: construye sujetos, construye países, construye vida cotidiana, construye sentido común, ha construido a la especie humana. Ser a través de un crimen, puede resultar, ha resultado, una forma de habitar el mundo, de encontrar un lugar en él.
Pero también lo hacen los personajes de las otras novelas. Volviendo a El juguete rabioso, Silvio Astier lo hace en un sentido que podría parecer todo lo contrario al de Erdosaín y sus compañeros: no es ya a través del delito como en Los Siete Locos, sino a través de la traición para evitar la ejecución del delito al que su amigo Rengo lo ha invitado. Nada tiene de contradictorio sin embargo, y aquí la gran línea que permite cruzar a los personajes tan distintos de las distintas novelas de los dos autores: tanto para Erdosain como para Astier (se pueden reemplazar estos nombres casi que por el de cualquier otro personaje… hagan el ensayo: Zama, los suicidas, el silenciero), el delito o la traición, permiten poner al individuo en los límites, y es allí, solo en los intersticios de lo que está bien y lo que está mal, sólo en los límites borrosos de una moral que pretende seguir en pie a pesar de las bofetadas de realidad, que ellos pueden dotar de sentido su existencia. Sea en el delito, en la traición, en la violencia, en la locura, en la angustia o la tristeza, los personajes de Arlt y de Di Benedetto logran ser sujetos (no por nada acusan a Arlt de haber traducido a Dostoievski al lunfardo, particularmente a Los endemoniados (Dostoievsky, 1872) en Los siete locos… pocas personas defienden a Arlt contra esta acusación).
El mundo habitado por unos y otros no pareciera permitir matices, no pareciera permitir formas políticamente correctas de habitar el mundo; para ninguno de ellos ha sido posible la estabilidad, una vida exitosa dotada de amor de y para los demás, de hijos, ni familia (para Diego de Zama sí, pero recuérdese que nunca los ve llegar en el barco que tanto espera). Baste pensar, por ejemplo, en los monólogos de Silvio Astier (el personaje más marginal de todos, más que Erdosain de hecho) soñando con una vida llena de lujos y éxito mientras observa las vitrinas de las calles por las que anda siendo despreciado por las personas que pasan a su lado y que parecieran burlarse de él y decirle: “nosotros sí lo hemos logrado”. El mundo de unos y otros los lleva siempre a los límites, a situaciones extremas que no permiten matices; y es allí, en los permanentes retos a lo que está bien y lo que está mal en donde la existencia logra adquirir sentido para ellos (otra vez: Dostoievski). Dice Beatriz Sarló al respecto:
En este sentido las novelas de Roberto Arlt son “realistas”: ponen en escena las condiciones de las que nadie puede liberarse sin violencia” (la cita es del texto introductorio de Sarló en la edición crítica de la Colección Archivos que reúne Los siete locos y Los lanzallamas en un solo volumen. En otra entrada está la descripción completa de la edición… muy recomendada).
Y es en esos límites en donde lo que queda es la violencia y la rabia: así con Silvio Astier y su violencia juvenil en El juguete rabioso; así con Erdosaín y sus planes para revolucionar el mundo en Los siete locos y Los lanzallamas (dice también Sarló en el mismo lugar: Arlt denuncia los límites de cualquier cambio que no sea radicalmente revolucionario, es decir, que no destruya las condiciones existentes”); así con el personaje deEl silenciero” y su rabia con un mundo que no deja de gritar que el silencio es de los muertos y que el ruido de los vivos.
Por último está Los suicidas (Di Benedetto, 1969) que es sin duda una novela estupenda que marcaría mucho de lo que vendría en adelante en Latinoamérica. Pienso en Bolaño concretamente; pienso en algunos de los personajes tristes, fríos, desencantados y muy inteligentes de esta novela; lo digo particularmente por Marcela más que por el personaje principal (no logro recordar su nombre). Me hace pensar en Bolaño también el tono de despedida, el tono triste de la novela en general; también por las historias de parejas inestables, sumidas en la desesperanza, sin amores idílicos y que se encuentran justamente a través de una relación inteligente en donde las estrategias de conquista no tienen lugar. Pero también pienso en Vila-Matas y su Suicidios ejemplares.
Volviendo al tema de los personajes y la búsqueda de un lugar en el mundo. La tristeza de los personajes de esta última novela no es la misma que la de El silenciero ni la de Zama; y es que estamos ya entrando en los setenta, un par de décadas después de que apareciera Zama. Aquí, en Los suicidas, Marcela o el narrador mismo, parecieran representar un momento distinto de la lucha por sobrevivir; aquí el mundo pareciera estar más consolidado, más formado, más estable, si es que se puede decir eso de un mundo como éste. Sus personajes entonces son distintos: aquí no se trata, como en El juguete rabioso, de una vida llena de precariedades y pobreza en general; los personajes están en un mundo menos marginal, al menos materialmente; aquí se trata de personas con trabajo, que tienen, por decirlo así, sus necesidades básicas satisfechas. No se trata entonces de encontrar un lugar en el mundo, ni existencial ni materialmente; aquí se trata de haber renunciado a encontrar un lugar, y aquí la gran diferencia: en Zama se trata, como he dicho, de esperar algo, que al final ya no se sabe qué es, pero que sí pareciera prometer algo, algo mejor sobre todo; en El silenciero también existe la promesa de que las cosas puedan estar mejor, de que haya un mundo sin ruido; en las de Arlt existe la posibilidad de revolucionar el mundo (al menos en las dos últimas: (recuerden lo que dice Sarló)). En ninguna de estas novelas pareciera haber resignación (…tal vez en El juguete), sino, unas veces más explícitas que otras, la idea, el imaginario, de que se puede encontrar un lugar en el mundo, de que el mundo puede ser mejor, y sobre todo, de que vale pensar en ello; para la muestra un botón, el mejor quizás: dice Arlt respondiendo a la pregunta “¿Qué opina de sí mismo?: que soy un individuo inquieto y angustiado por este permanente problema: de qué modo debe vivir el hombre para ser feliz, o mejor dicho, de qué modo debía vivir yo para ser completamente dichoso” (Anónimo. Entrevista a Roberto Arlt. En: la edición crítica que ya cité). Contrario ocurre con Los suicidas y quizás es por eso que se trate de la novela más contemporánea de la trilogía de Benedetto: Marcela particularmente, que insisto me parece el personaje más interesante de la novela, y en general todos los suicidas, ya no esperan nada, ya no pelean contra nada; ya no les interesa revolucionar, ni tampoco violentar, ni tampoco esperar algo, lo que sea…. Al lado de la struggle for live de Lucio en El Juguete, o de la pelea por un mundo silencioso, o de la espera de la llegada de algo mejor en un barco; aquí la pregunta está puesta en el otro lado: por qué vivir. Así lo explica Bendetto narrando las circunstancias previas que rodearon el pacto de suicidio de dos jóvenes estudiantes:
"Transcurrieron unos minutos antes de que retornara la birome y cuando lo hizo fue para interpelarme: si yo, realmente, lo haría". Con energía, marqué:
"Sí, lo haré", y tracé una raya al pie de las palabras.
"-¿Por qué?" -quiso saber.
"¿Y por qué no? -repliqué"
El relato se detiene, hay un espacio en blanco. Se suspende oportunamente: la última frase es magnética, me ha retenido”.
Las razones para pelear por vivir ya no tienen sentido, y no porque no existan, Marcela de hecho las reconoce, pero no quiere decir que sean suficientes para que la vida tenga sentido… la vida misma, no sus momentos, ha perdido sentido. No hay lucha como en Los siete locos y Los lanzallamas, no hay espera de algo mejor como en Zama, no hay deseos de integrarse a la sociedad como en El juguete rabioso, no hay desesperación y deseos de acabar con todo como en El silenciero (al menos metafóricamente). Claramente lo dice Marcela en un diálogo con el personaje de los suicidas:
-¿Y por qué lo haríamos, Marcela?...
-Sin un motivo particular... ¿Hace falta? La vida no tiene sentido.
Entiendo, o creo entender, aún oscuramente, que no serían ésas mis razones.
-Marcela, hasta sin sentido la vida tiene una cantidad de cosas que me gustan.
-También a mí, pero, en el fondo, no vale la pena.”
En fin, Los suicidas sí marca una diferencia clara en todo lo que he venido diciendo aquí; la diferencia tiene que ver sencillamente con que aquí pareciera haber resignación, la vida misma (la espera, el silencio, la posibilidad de necesidades materiales satisfechas, la posibilidad de poder consumir como los demás, etc.) ha perdido sentido. Se trata de no creer en los caminos y decidir, sencillamente, renunciar a ellos. Marcela lo hace; el narrador no.
En conclusión, porque hace mucho me estoy repitiendo: Arlt es rabia, la rabia por un mundo en el que tienen que haber ganadores y perdedores; sus personajes son de los segundos; en las dos primeras de Di Benedetto, como dije, la marginalidad es menos explícita, pero sus personajes guardan en común la búsqueda de un lugar en el mundo; los suicidas ya no piensan en ese lugar, han renunciado a cualquiera; ya no quieren esperar nada, ni ser violentos contra nada, ni revolucionar nada, ni acabar con el mundo… o bueno, sí lo quieren, sólo que entienden que la mejor manera de hacer que el mundo desaparezca es desapareciendo ellos mismos.

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