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lunes, 9 de junio de 2014

Reflexiones sobre las fronteras en el mundo contemporáneo. A propósito de "La jaula de oro", de Diego Quemada-Díez (2013)

Primera: La frontera como nicho narrativo

Quería hablar de lo que más me gustó de la ópera prima de Diego Quemada-Díez  pero no fue sencillo. Antes de La jaula de oro, Quemada había trabajado como operador de cámara de Oliver Stone, Ken Loach y Alejandro González Iñárritu, así que la fotografía de esta película es impecable. Es también una película contenida, nada efectista ni melodramática, más aún siendo que se mueve en un campo tan fértil para ello como las historias de migrantes en el paso de México a Estados Unidos. En eso, en la forma de contar, Quemada hace un trabajo que a mí me dejó bastante conmovido. Pero la película es mucho más que una muy buena narración. De hecho, y es de lo que quiero hablar aquí, la película me ha hecho pensar en las fronteras y, particularmente, en la frontera entre México y Estados Unidos a partir de tres asuntos particulares: primero, el papel de las fronteras en el mundo contemporáneo y, sobre todo, su papel como espacios para la narración cada vez más privilegiados; segundo, el papel de las palabras en medio de las historias de frontera (particularmente en la historia contada por Quemada-Díez); tercero, las fronteras como especies de bolas de cristal o de caleidoscopios hechos de arena, luz y agua en los que podemos ver un futuro distópico.


Dicho lo anterior, esta entrada estará dedicada al primero de los asuntos. La segunda al segundo y la tercera al tercero.

Las historias de las fronteras

Quiero empezar con tres imágenes de la frontera en la película. La primera es clásica: los rieles de un tren en medio del desierto.


La segunda también es clásica: la mano de un latinoamericano que agarra una reja detrás de la cual alcanza a verse, tan borrosa como anhelada, la bandera de Estados Unidos


La tercera fotografía es distinta, aunque no sé bien por qué. Quizás es porque pareciera remitir a una situación menos conflictiva que las dos anteriores; de hecho, podría uno imaginarse un par de escenas tranquilas en este mismo escenario: no sé, algo así como algunos campistas vestidos con chaquetas de colores vivos, o algún fotógrafo solitario cazando imágenes de águilas calvas o, por qué no, una familia aventurera (madre, padre, niño y niña) corriendo con su perro detrás. Sin embargo, por todo lo anterior, esta última imagen es la más cruda de las tres y, quizás, una de las más impactantes de toda la película del español nacionalizado mexicano. Si la ven, ya sabrán a qué me refiero.



El asunto es que la película de Quemada es una película de frontera. No cuenta nada nuevo sobre el asunto pero, como ya dije, lo hace muy bien. Y, como ya dije, lo que me interesa es lo que la película representa.

Le he preguntado a un par de personas por la palabra clave que se les viene a la cabeza para describir nuestros tiempos: la mayoría me dijo: “globalización”. Y cuando les pregunté por la palabra clave que se les venía a la cabeza cuando pensaban en globalización, respondieron: conexiones (o algo parecido). El diccionario de la RAE define conexión como: Enlace, atadura, trabazón, concatenación de una cosa con otra. Si aceptamos el aumento de las conexiones como fenómeno típico de nuestros tiempos, habrá que aceptar también el aumento o fortalecimiento de los límites. El aumento en las conexiones implica el aumento de su aparente contrario: las fronteras, las desconexiones que nacen del aumento de los vínculos mismos. Las fronteras siempre han sido espacios de conflictos, espacios de contacto, de lo extraño, la entrada de lo desconocido. Pero además, en sí mismas, son espacios de invención, de poblaciones flotantes y, sobre todo, de combinaciones extrañísimas entre valores tradicionales y lógicas globales. Quizás por ello sirven para todo: sirven para hablar del pasado y del futuro, sirven para pensar en el tiempo, sirven para hablar de vaqueros solitarios del siglo diecinueve o de cruzadas de niños que alucinan en el siglo trece. Sirven también para hablar de asesinatos de mujeres en el siglo veintiuno, pero también para hablar de anacoretas que buscan a Dios sentados en posición de loto en la punta de una pequeña torrecita. Hablar del desierto implica hablar de grandes fábricas como moles blancas que parecieran vivir por sí solas, sin necesidad de que nadie ni de nada las haga funcionar. Hablar de los desiertos es hablar de la luz y del viento, de sonidos que no se sabe de dónde vienen, de árboles con niños ahorcados. Es hablar de inmensas fábricas de electrodomésticos y de camionetas con todas las luces apagadas que cruzan el desierto repletas de centroamericanos amarrados a los sillones para no desnucarse. Es hablar de las botellas de agua que dejan personas solidarias con los inmigrantes. Es hablar del Padre Alejandro Solalinde que ha construido un albergue de paso en medio del desierto para alimentar y dar comida a quienes buscan atravesar la frontera. Hablar de los desiertos de la frontera mexicana es hablar de los minutemen, esos ciudadanos norteamericanos valientes y patriotas que cuidan la frontera armados con rifles de largo, larguísimo, alcance, sin que nadie les pague nada, sólo por amor a la patria. 

Por todo ello es que los desiertos fronterizos, poco a poco, se han venido convirtiendo en toda una mina de oro para contar historias. Todas parecen alucinaciones, todas parecen un poco falsas y un poco verdaderas, como si leyéndolas o viéndolas estuviéramos ante una imagen extraña que vemos con los ojos llenos de arena mientras caminamos en el desierto, una alucinación en la que vemos, convertidos en una sola mueca aterradora, el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo.


Nazario Moreno: “El más loco” y Los Caballeros Templarios
Pronto me iré a vivir a una pequeña ciudad en el estado de Michoacán en México. Como muchos sabrán, desde hace unos años Michoacán ha vivido la consolidación de grupos de autodefensas en contra del poder de los narcotraficantes. Es, además, uno de los lugares clave para escuchar las historias de los coyotes, los especialistas en pasar migrantes por la frontera. Una de las agrupaciones más conocidas de narcos llevaba por nombre Los Caballeros Templarios y estaba comandada por Nazario Moreno González: El más loco. Nazario murió el pasado marzo en el municipio de Tumbiscatío en Michoacán. De él se dice que estaba relacionado con una red de tráfico de órganos, que solía practicar asesinatos rituales que incluían el consumo de corazones humanos y que la mayoría de sus víctimas fueron niños. Pero además de eso, antes de morir Nazario dejó un libro con su autobiografía. Sólo con el título basta para imaginarse el contenido: “Me dicen: El Más Loco. Diario de un idealista”. En ella declara su admiración e identificación con los poderes de Kalimán para comunicarse con los animales. Dice Nazario:

nunca fui a una escuela, crecí prácticamente salvaje y aprendí a leer y a escribir cuando tenía más de diez años y fue por pura curiosidad al leer a Kalimán que decía que lo más poderoso es la “paciencia y la mente humana”. Ahora de grande siento tener algo extraño en mí mismo que me hace comprender algunas cosas en los animales. En ciertas ocasiones me adelanto a lo que van a hacer, o mejor dicho, de antemano sé qué es lo que van a hacer en los siguientes segundos. No me explico ese fenómenos, pero así es...

En su libro, Nazario Dice que se trata de una especie de diario personal que escribía “en las noches de soledad en la serranía”. Dice además que desde pequeño le gustaba la violencia, que le fascinaba jugar a “las guerritas” y que desde aquellas batallas infantiles ya fingía su muerte para renacer y acabar a balazos con sus contrincantes. La distribución del libro está prohibida por el ejército mexicano. Sin embargo, de vez en cuando, aparecen cajas abandonas con decenas de ejemplares en parques o estaciones de transporte público para que sean tomados por quien quiera:

Juan N, conductor de un vehículo del servicio de transporte público de Zihuatanejo, indicó que al finalizar el día se dio cuenta que había una caja olvidada en uno de los asientos. La caja estaba abierta y cuando la revisó, encontró decenas de ejemplares de “Me dicen: “el más loco. Juan ya sabía algo del libro y como no se quiso meter en líos, los dejó en la calle. “Cuando se lo platiqué a mis compañeros choferes, me di cuenta que a varios les habían dejado cajas de libros en sus vehículos. Creemos que los dejaron ahí para que la gente los agarrara

La historia de un narcotraficante que aprendió a leer con las historietas de Kalimán, que creyó comunicarse con los animales (sobre todo con los burros) y que escribió un libro prohibido por el Estado pero que se ha convertido en comidilla cotidiana de los habitantes de Michoacán y de Guerrero, me ha hecho pensar, junto con uno de los personajes más interesantes de la película de Quemada, en el papel de las palabras en medio de los desiertos.

Asesinos escritores, violencia y escritura, sangre y letras, las palabras en el desierto. La siguiente entrada estará dedicada particularmente a El más loco, al famoso y al parecer falso (pero eso qué importa) “terrorista” brasilero Marcola y al indígena guatemalteco de la película de Quemada.

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