Leer es la cuerda floja
del equilibrista.
Pero es también la tela
roja del techo de la carpa que ve alejarse mientras cae.
Es el piso que estalla
su cuerpo por dentro.
Quizás sea lo último
que piensa mientras esto último ocurre.
Es a lo que renuncia y
a lo que se aferra en la caída.
Es la culpable para el ejecutivo del circo que ahora deberá buscar un nuevo equilibrista que ya no lea tanto, y sobre todo que no
lea mientras camina en la cuerda. También lo es para la mamá del niño que ahora
se preocupa por cómo explicarle a su hijo lo que significa la muerte.
Es la oda fúnebre que
leerá la tercera esposa del sujeto, la que decidió sepultarlo con su traje de circo
aunque los hijos de la primera esposa no estuvieran de acuerdo.
Y es la remembranza
leída por uno de ellos en la que insiste que siempre le dijo que se dedicara a
algo menos peligroso, sin aclarar si se refería a caminar en una cuerda floja o
a leer, o a leer mientras caminaba en una cuerda floja, o a leer imaginando que
lo que hacía era caminar al borde del vacío, o a caminar en el vacío pensando
que en realidad estaba leyendo.
Es también el ridículo
epitafio que la amante del equilibrista propondrá para su tumba: “Ahora sólo
queda el vacío entre las letras”.
Pero leer, sobre todo,
es la expectativa de los integrantes del circo cuando el dueño desdobla
lentamente la hoja que el malabarista dejó como testamento. Y es el silencio
cuando el hombre da la vuelta a la hoja para que los demás vean que lo único
que tiene es el dibujo de una cuerda floja que dice, en letras minúsculas y
desordenadas, como escritas mientras caminaba en lo alto, “esto no es una
cuerda”.
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