Me acerqué a Andrés Neuman con muchas expectativas. Más que
por sus premios lo hice porque según Bolaño, tan pesimista sobre la nueva
narrativa, dijo que Neuman había sido tocado por la gracia, que la literatura
del siglo XXI pertenecería a él y a otros de su camada. Lo primero que leí,
intenté leer mejor, fue
Cómo viajar sin
ver (Alfaguara, 2010), una especie de diario de la gira por Latinoamérica
que realizó para presentar su novela
El
viajero del siglo (Alfaguara, 2009)
con
la que obtuvo el premio Alfaguara y el Premio de la Crítica. Digo que intenté
leerlo porque efectivamente no lo terminé. La idea es maravillosa y de entrada
muestra a un escritor reflexivo y muy inteligente. El libro está hecho de
fragmentos dentro de fragmentos porque, según dice, de eso está hecha la vida
en el mundo contemporáneo, de ilusiones de movimiento en medio de la quietud,
de viajeros sedentarios, de especies de pequeños
big bangs–oscuros a veces, luminosos a veces– que parecieran
agotarse en sí mismos; de la vida en los aeropuertos como gran altar de
nuestros días. El viaje es eso, los viajes que realizó Neuman por las ciudades
latinoamericanas de la gira fueron eso: viajar sin ver, ver apenas fragmentos,
nada de profundidad. Decidió entonces que su diario debería reflejar esa nueva
forma de viajar que tan bien habla de nuestra propia existencia: un diario
hecho de fragmentos, de aforismos (de hecho tiene un libro de aforismos:
El equilibrista (Acantilado, 2005)
que aún no leo). La idea es muy buena,
insisto, arriesgada y sensata, pero digamos que sencillamente me aburrió;
digamos que quizás sigo prefiriendo las historias profundas, las historias con
capacidad de crear mundos en los que logramos creer, en los que logramos
hundirnos como especies de detectives, dispuestos a abandonarnos, a dejarnos
llevar, a creer. Digamos que sencillamente, y quizás en esto peco de ser un
lector muy conservador aún, me aburrió porque sigo creyendo en la sensación de
totalidad que puede crear la literatura; puede hacerlo a partir de fragmentos
sin duda, sólo que en el caso de
Cómo
viajar sin ver el conjunto desaparece una vez ha sido mencionado en la presentación y nos
sumergimos en anécdotas desconectadas que, a mi parecer, terminan defraudando
la posibilidad de unidad que se prometió.
En fin. Todo lo contrario ocurre con Hablar solos (Alfaguara, 2012). Se trata de una historia profunda
en todo el sentido de la palabra. Hecha de fragmentos, de múltiples voces (como
al mejor estilo Rashomon), pero todas
unidas en torno a una línea, a un problema que se muestra cada vez más
pertinente como metáfora del mundo y como espacio para la literatura: el dolor,
la enfermedad, las despedidas, la muerte (lo siguiente que habrá que leer, a
pesar de la pereza que me ha dado, tendrá que ser La luz difícil de Tomás González). Mario está muriendo. Decide
emprender un viaje con su hijo de diez años, Lito, conduciendo un inmenso
camión, Pedro, para realizar una entrega que en realidad no es más que una
excusa. Como los mejores viajes, diría Mutis, éste viaje se agota en sí mismo;
dice Mario en algún momento: “Te juro que
estaba dispuesto a consentirte cualquier cosa, un whisky, un tequila, un vodka,
lo que fuera, y tú pediste una fanta, y fue maravilloso, a lo mejor para eso
hicimos el viaje, ¿no?, para tomarnos una fanta en un motel con putas, y
entonces todo valió la pena”. Releo la frase y vuelvo a sentir un nudo en
la garganta. Mientras tanto está Elena, que ha decidido dejarlos viajar a pesar
de que no deja de preocuparse porque la salud de Mario se empeore en medio del
viaje y puedan quedar tirados en mitad de alguna carretera. Mientras tanto su
dolor, sus temores, la fuerza de una despedida que se le hace cada vez más
pesada e inevitable, la sumergen en una intensa búsqueda interna, cruda,
visceral, bizarra hasta los tuétanos. Una búsqueda que, igual que el viaje de
su esposo y de su hijo, se agota en sí misma, no la lleva a ningún lado sino a
la explotación de su propia angustia. Pero con eso basta, no puede hacer otra
cosa más que hundirse y revolcarse en ella, vivirla, confundirse, olvidarse,
irse, negarse y afirmarse, explotar, en carne y hueso, literalmente, explotar.
La enfermedad, el dolor y el cuerpo se convierten en los
protagonistas principales y aquí Neuman es profundamente lúcido. Dice Elena
viendo a su esposo en el hospital una vez ha regresado del viaje: “
Cuando lo contemplo, flaco y blanco como una
sábana más, a veces pienso: Ese no es Mario. No puede ser él. El mío era otro,
demasiado distinto. / Pero otras veces me pregunto: ¿Y si ese, exactamente,
fuera Mario? ¿Y si, en lugar de haber perdido su esencia, ahora sólo quedase lo
esencial de él? ¿Como una destilación? ¿Y si en el hospital estuviéramos
malentendiendo los cuerpos de nuestros seres queridos? (...)
Hay esperas que son como una muerte lenta.
Me asfixia estar esperando una muerte para reanudar mi vida, sabiendo de sobra
que, cuando suceda, voy a ser incapaz de reanudarla”. “
El hospital te convierte en un cuerpo”, dice Mario. Y sigue: “
lo peor es que todo esto no me ha enseñado
nada, lo que siento es rencor, antes, cómo decirte, creía que sufrir servía
para algo, como una especie de balanza, ¿entiendes?, un sufrimiento a cambio de
alguna conclusión, una debilidad a cambio de tal conocimiento, mierda, todo es
una mierda, y además qué vanidoso, como si uno pudiera organizar el dolor, no,
el dolor es puro, no tiene utilidad, es de lo poco que puedo asegurarte, hijo,
tú no te enseñes a sufrir, no aprendas nunca”. Otra vez un nudo en la
garganta. Recuerdo a Hass hablando del dolor acurrucado en el patio de una
cárcel mexicana en
2666: “
A Hass le gustaba sentarse en el suelo, la
espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba
pensar. Le gustaba que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También
le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si
no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al
dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo.
Finalmente pensaba en el lujo, el lujo de tener memoria, el lujo de saber un
idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo”. Un oasis de
horror en medio de un desierto de aburrimiento diría Baudelaire en el epígrafe
de Bolaño.
La historia está llena de paisajes melancólicos, paisajes de
despedida, paisajes del final de algo, del final de todo. Así describe Lito una
de las ciudades a las que llegan: “
En
Comala de la Vega todas las casas son bajas y las antenas están torcidas. Seguro
que cuando sopla el viento los televisores cambian de canal (...). Papá ha
inventado un juego. Cada vez que llegamos a un lugar tengo que adivinar cuántos
habitantes tiene. En Comala de la Vega no creo que viva nadie. Las calles están
quietas. Lo único que se mueve es Pedro. Todos los coches parecen muy viejos.
Como si los hubieran dejado ahí hace mil años. Si se apagaran los semáforos no
pasaría nada”. Eso y los hospitales como signos asépticos de nuestra lucha
contra el dolor.
El dolor como un síntoma contemporáneo, como lo que a pesar
de todo permanece inevitable, imposible de organizar. La enfermedad como
metáfora de un mundo que muere y nace a cada instante, con cada fragmento, con
cada big bang. Fragmentos que, como
con los cuadros puntillistas, pueden terminar formando un todo. Depende de
nuestra capacidad, cada vez más difícil de mantener, de ver el conjunto, de
construirlo, de inventarlo a cada momento.