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sábado, 18 de agosto de 2012

La huida en la literatura

LA HUIDA COMO FORMA DE HABITAR EL MUNDO EN CINCO ESCRITORES COLOMBIANOS

Huir en el mundo contemporáneo

Foto de Francesca Woodman
Huir. Huir de qué, de dónde, para qué, por qué, hacia dónde huir, cómo huir, con quién huir. Cuándo huir y por cuánto tiempo; cuándo volver, huir para nunca volver. Huir para olvidar, huir para buscar, huir para dejar de buscar, huir para sobrevivir, para dejarse morir, para desaparecer; huir para ser alguien o para dejar de serlo; huir para no chocar, huir para encerrarse, huir para moverse; huir para hacer algo o para dejar de hacerlo. Huir leyendo, huir escribiendo, huir caminando, huir corriendo, huir sólo, huir en grupo; huir de uno mismo y huir de los demás; huir en el agua, debajo de ella, huir debajo de la tierra o caminando sobre ella; huir rabioso, triste, asustado. Huir en la ficción, huir en la vida real, huir pasando de la ficción a la realidad y viceversa. Sea por lo que sea, con quien sea, para lo que sea, huir siempre es una señal de libertad, de la posibilidad de buscar recuerdos o de dejarlos atrás; una señal que nos enviamos a notros mismos y a los demás para recordar que podemos desprendernos, que podemos movernos, así sea para luego decidir dejar de movernos. Huir nos permite tomar conciencia de nosotros mismos; saber que somos distintos a todo lo demás, al mundo, a las condiciones en las que vivimos pero, sobre todo, distintos a nosotros mismos: huir nos permite contradecirnos, nos permite volver sobre nuestros caminos, encontrar nuestros límites, separarnos de todo y quebrarnos, renunciar.

Por ello, contrario a lo que suele creerse, huir es un acto de confrontación y no de cobardía. Huir, voluntariamente o no, tiene que ver con la capacidad de ponerlo todo en cuestión y la consecuente incapacidad para acomodarse; no es un acto de afirmación –es decir, de acomodamiento–, pero no lo es tampoco de rebeldía y aquí la gran atracción que genera la huida como forma de habitar el mundo y no sólo como condición circunstancial: al igual que el Bartleby de Melville, la huida busca mantenerse entre la afirmación y la negación, entre el acomodamiento y la rebeldía; aparece justo cuando el mundo le exige al individuo escoger bando, cuando comienza a exigirle respuestas, planes, acciones, movimiento; cuando le exige responder a las expectativas de los demás, cuando le exige asumir un rol; en palabras de Giorgio Agamben, Bartleby hace eterno el momento de la potencia, el momento en el que ninguna decisión se ha tomado, el momento en el que todo acto y todo pensamiento es solo posible, sólo potencia –potencia de ser y potencia de no ser– pero que nunca llega a desdoblarse en acto. De la misma manera, huir implica también negar la posibilidad de tomar posición, implica renunciar a la exigencia de moverse, de hablar, de decidir; implica renunciar a hacer ruido, y  más bien opta, como diría Ignacio Escobar en Sin remedo de Antonio Caballero, por dedicarse, como lo hacen las plantas, a esa labor tan complicada que es transformar la luz en color: la heliofilización. No se trata, de nuevo, ni de cobardía ni de ignorancia, sino más bien de reflexión, de la mejor y única salida posible al complot que es la realidad: la ironía, como bien lo diría Ricardo Piglia. Huir no es entonces renunciar a algo concreto, es más bien renunciar a la necesidad de elegir como gran principio del mundo contemporáneo; es intentar cerrar, en la medida de lo posible, las acciones de la vida en las que se hace necesario elegir la mejor opción; no se trata del acto adolescente de huir del trabajo, de huir de los compromisos familiares, de huir del consumismo, de huir de la política, de la huida como el rompimiento de las cadenas que nos atan a la sociedad; se trata de huir del acto mismo de elegir como principio vital. En últimas, la literatura sobre huidas cancela el gran principio del mundo contemporáneo según el cual la libertad de elegir (elegir religión, política, estilo de vida, orientación sexual, tipo de música, etc.) garantiza la felicidad; lo cancela cuando muestra que en realidad se trata de una obligación, de la obligación de elegir. Por ello los relatos que se acercan a esta serie de sensaciones se llenan de una melancolía que es justamente el resultado de la inutilidad de elegir; por eso se llenan de personajes en busca de la quietud, de la contemplación; por eso se llenan de tiempos en los que el pasado, el presente y el futuro se diluyen en oposición al tiempo hecho de puntos, de pequeños bing bangs, de los que habla el sociólogo Michel Maffesoli; por ello sus personajes se hunden una y otra vez en la búsqueda de sentido; y por ello, casi siempre, terminan encontrando como única respuesta, le necesidad de dejar de buscar.

Se trata de un acto predominantemente moderno y occidental además. Está basado en la aparición del individuo, es decir, en la separación de la persona como algo distinto y autónomo frente a la naturaleza y frente a otros individuos. La huida del individuo, al menos como aquí me interesa, es decir como una forma en que los sujetos actúan sobre sí mismos y no como simple huida física, sólo se hace posible en medio de la sociedad de masas; no es sino en las grandes ciudades, en medio de las masas, en medio del anonimato, en donde, paradójicamente, aparece en realidad el individuo: ¿En dónde es más intensa la búsqueda de identidad que en las grandes ciudades? ¿En dónde la sociedad está dispuesta a ofrecer mayor diversidad de kits identitarios que en esos grandes conglomerados urbanos? Ya lo decía Marx hablando del zóom politikón: el aislamiento es sólo posible en sociedad. Y es sólo en esas condiciones en donde entonces aparece la posibilidad de que cada individuo actúe sobre sí mismo: no sólo encontrarse a sí mismo, identificarse, diferenciarse de los demás, sino sobre todo diferenciarse de sí mismo, contradecirse, construirse de manera permanente y en diversos caminos que usualmente se estrellan los unos con los otros. Y es también en esas condiciones en donde, entonces, aparece la huida como forma de subjetividad, como forma de construcción del sujeto.
Modernidad, individuo, conciencia, huida. Literatura. La literatura como confesión, como catarsis en la que el autor se desdobla en los personajes de su relato para solucionar o abrir problemas propios: “con esta composición –dice Goethe en sus memorias refiriéndose a la redacción de Werther–, más que con ninguna otra, me había liberado de aquel estado tempestuoso y apasionado al que había sido arrastrado violentamente por culpas propias y ajenas…. Escrita la obra, me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión general y dispuesto a emprender otra vida. El viejo remedio me había sentado esta vez perfectamente”. La literatura como práctica para ocultarse del mundo como tal lo escribiera Kafka en una carta a Felice: “con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva”; la literatura para dotar de sentido la propia existencia a partir de lo que se lee o de lo que se escribe. La literatura para huir, para refugiarse, para imaginar, para aislarse, para comprender, para moverse o detenerse… la literatura para actuar sobre nosotros mismos [continúa en "más información"]

Huir en cinco escritores colombianos: la desesperanza, el deterioro, el tiempo diluido, el oblomovismo y la huida hacia el interior


En este camino, indagar sobre la huida como forma de vida en la literatura colombiana puede resultar un propósito monumental, una búsqueda infinita. Por ello he decidido, sin ningún motivo distinto a que son los autores a los que más conozco, realizar esa búsqueda en la obra de Álvaro Mutis, de Tomás González, en la novela Sin remedio  de Antonio Caballero, en El buen salvaje  de Eduardo Caballero Calderón y en Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea. Intentando encontrar cruces entre todos los relatos (que en total suman cerca de diecisiete entre novelas, relatos cortos y poesía) han ido resultando una serie de elementos comunes que espero se vayan depurando lentamente.
En primer lugar se encuentra el papel privilegiado de la desesperanza en todos los personajes de dichos relatos; se trata de una sensación de no lugar en el mundo, de sentido perdido o nunca encontrado, de la infertilidad de cualquier propósito humano; una sensación que toma forma en el deseo de huir hacia el pasado (como ocurre en la obsesión de Maqroll el Gaviero por la historia antigua –y que el mismo Álvaro Mutis ha hecho explícita al declarar que el último hecho político que le preocupa es la caída de Bizancio en manos de los infieles en 1453– o como ocurre también con la obsesiva colección de piezas antiguas del personaje de La historia de Horacio de Tomás González), en la dificultad o desinterés por asumir cualquier tipo de compromiso vital que termina arrojando a los personajes en esa profunda modorra melancólica que tanto recuerda a Bartleby el escribiente (tal como ocurre con Ignacio Escobar en Sin remedio o en el personaje de El buen salvaje). Ya el mismo Mutis, como registré en la entrada anterior, resumió los que para él son los cinco elementos constitutivos de los personajes desesperanzados: la lucidez, la incomunicabilidad, la soledad, una estrecha relación con la muerte y una única esperanza en lo que puedan brindar los sentidos de manera inmediata.


En segundo lugar, se encontraría la presencia de la podredumbre y la descomposición en un doble sentido: primero, como indudable fuente de inspiración para la construcción de relatos y poemas en varias de las obras: así en maravillosos poemas como “cuatreros cuando yo tenía 10 años” o “LVII” de González, o en otros de Mutis tan bien recopilados por Consuelo Hernández en “Álvaro Mutis: una estética del deterioro  y por Gastón Alzate en “Un aspecto desesperanzado de la literatura”; y en segundo lugar, la podredumbre como señal de un mundo que no deja de volver sobre sí mismo, de objetos inanimados que parecen vivos y de seres vivos que no dejan de hacer un tránsito permanente a la Nada; así en Mutis: “el óxido, polen naranja que invade los metales, suerte de herida que libera en las cosas la materia originaria”, “el musgo, resbaloso y maloliente verdín que prolifera en las aceras, los cadáveres y las aguas estancadas, como nata verdinosa”; así también en González: “Pues si aún lo que es sólido es flotante,/sin en todas partes los vagos beberán sus vinos/y los orinarán otra vez contra las tapias,/sin aún en medio del invierto se olerán los trópicos podridos/y sin esfuerzo se recordarán sus mares deslumbrantes,/para qué sufrir entonces, para qué sentirse lejos,/para qué querer volver, si no se puede,/para qué siquiera pensar en el regreso” (XX), “Allí los huesos brillarían para sí mismos por un tiempo, en una serena manifestación del fósforo, y empezarían después a hacer parte de ciclos inmensos, inimaginables para hombres corrientes, vislumbrados tal vez por los esquizofrénicos geniales que, en lapsos de tiempo que venían a anular al Tiempo, pasaban otra vez por los estados posibles del vacío. Otra vez la vida, incluso” (Para antes del olvido). La podredumbre se convierte en el resultado de la desesperanza que comienza a encontrar salida en la sensación (que no deja de tener un fuerte tono místico si se quiere) de que todo hace parte de lo mismo, de que vida y muerte son una sola y la misma cosa.


En tercer lugar y en consecuencia con lo anterior, los relatos sumergen a los personajes en una sensación de tiempo único en donde la separación entre pasado, presente y futuro se hace inútil. Así ocurre en efecto con los relatos en los que Mutis cuenta las aventuras de Maqroll, así ocurre en sus poemas, y así ocurre también en las novelas y poemas de Tomás González. De este asunto se habló ya en una entrada anterior sobre “Ilona llega con la lluvia” (la presencia de un pasado que devora el presente, un futuro que se hace inconcebible, un presente absoluto) de Mutis y sobre La historia de Horacio de González (el engaño de un mundo que parece moverse siendo que en realidad nunca ha dejado de estar en el mismo lugar y de reproducirse a sí mismo a cada momento). En cuarto lugar aparece otra consecuencia al desencanto y la desesperanza común en todos los relatos. Particularmente en Sin remedio y en El buen salvaje, los personajes se tiñen de un profundo desinterés o incapacidad para asumir compromisos vitales, como ya dije antes, y encuentran en la literatura la única motivación posible (aunque eso es darle mucho peso a lo que significa para ellos) para continuar en el mundo; en el caso de Ignacio Escobar en la novela de Antonio Caballero, se trata de la dificultad de escribir un poema (y valga la ocasión para reiterar que el autor ha dicho una y mil veces que la novela trata sobre ésto y no sobre Bogotá) y en el caso de El buen salvaje de la imposibilidad de escribir una novela que termina convirtiéndose en la novela misma. En el caso de los dos personajes, un pesado escepticismo combinado con el asco que en ambos relatos produce la humanidad en general (las descripciones de los nauseabundos olores de los transeúntes, el color gris de Bogotá y de París respectivamente, y en fin, el espectáculo de disfraces al que se reduce el mundo), termina por sumirlos en una suerte de inercia existencial, de oblomovismo para recordar la novela del Ivan Goncharov tan originaria en retrata este tipo de forma de vivir. La pereza entonces, la dignidad implícita en dejar de moverse, en dejar de hacer ruido, en abandonar la necedad humana de intentar cambiar el mundo a cada instante (las cosas son iguales a las cosas. Aquello que no puede ser dicho hay que callarlo, comienza el poema de Ignacio Escobar en Sin remedio) se ancla de nuevo en lo mismo en lo que se complace J. en Primero estaba el mar  de González al poder ver cómo las cosas se reproducen por sí mismas sin la intervención humana.
Un último elemento ha venido apareciendo a lo largo de las lecturas: la idea de huir hacia adentro, de la posibilidad del sujeto de desdoblarse en sí mismo, de contradecirse, de “pensar el pensamiento” como gran principio de la quietud. Y aquí hay dos representantes evidentes aunque de cierta manera todas las obas compartan aquello que Mutis calificó como la lucidez de la desesperanza: de un lado, cuatro años a bordo de mí mismo de Zalamea y de otro, el relato corto de Mutis El cañón del Aracuriare. Ya en otra ocasión abordaré este último tema.
En conclusión, cinco elementos que han venido surgiendo a través de las lecturas y que comienzan a dar pistas acerca de sujetos desesperanzados que de esta manera se convierten en una suerte de héroes trágicos contemporáneos que encarnan el desencantamiento del mundo y la búsqueda de sentido. El asunto sigue en desarrollo.

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