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sábado, 17 de agosto de 2024

Los dedos de Thelonious Monk (A propósito de Rewind and Play, de Alain Gomis)

Los ojos amarillosos de Monk miran –por apenas un segundo, justo para mostrar una sutil sonrisa– a Henri Renaud, que comienza a narrar, mirando a la cámara:

-          Thelonious Monk escribió esta pieza a principios de los años 40 –Monk ha bajado la mirada y la pequeña sonrisa se ha ido–, pero tuvo que esperar hasta 1958 para volverse famoso entre los amantes del jazz.

La cámara entonces se cierra sobre el rostro de Monk: suda a chorros (casi literalmente), parpadea lentamente y mira fijamente hacia ningún lugar. Si nos fijamos, vemos que mueve sus labios musitando algo que no alcanzamos a adivinar. El plano se abre y volvemos a ver a Monk de espaldas y a Renaud que continúa resumiendo la trayectoria del pianista. Mientras lo hace, sin embargo, el volumen de su voz va disminuyendo lentamente hasta que desaparece y nos quedamos solo con su boca en movimiento. La cámara, entonces, vuelve a cerrarse sobre el rostro de Monk, que sigue sudando y que, ahora de forma un poco menos sutil, deja ver que efectivamente murmura algo; su mirada sigue delatando un absoluto ensimismamiento. Es 15 de diciembre de 1969 y Monk está a punto de terminar, esa misma noche, su gira por Europa.

Thelonious Monk fue uno de los grandes pianistas de jazz moderno y, más específicamente, del bebop, un excéntrico conjunto de fugas ejecutadas por personajes extraños y hecho de notas disonantes. El bebop se alejó del jazz diseñado para fiestas de salón y compuesto por melodías fácilmente tarareables, en cuyo diseño la improvisación tenía un papel si acaso marginal. Las múltiples fugas del bebop, en su lugar, disminuían –aunque sin menospreciar– las melodías de fácil repetición, para liberar la improvisación. Desde entonces, comenzó a decirse, cada pieza de jazz se hizo única e irrepetible; solo tenía lugar allí y cuando algunos músicos se encontraran para intentar seguirse los unos a los otros, para diseñar merodeos musicales que, en lugar de ir hacia algún lugar, surgían en la marcha misma del encuentro, en las coincidencias afortunadas, pero también en las entradas tardías, en la dificultad de orientarse, en la incomprensión.

Rewind and Play (2022) es un documental que sigue la imposibilidad de entrevistar a Thelonious Monk. El director franco senegalés Alain Gomis (Felicité (2017), Hoy (2013), Andalucía (2008), Petit Lumiere (2003)) encontró grabaciones inéditas de Jazz Portrait, un programa realizado en los estudios de la ORTF en Montmartre y presentado por el pianista Henri Renaud, que se medía como periodista. Gomis desnuda la tras-escena de lo que fue transmitido entonces y deja ver la dificultad de hacer hablar a Monk, de hacerlo contar anécdotas divertidas, de seguir el guion, de evitar asuntos espinosos (y del racismo que se evidenciaba). Al contrario, lo que vemos es un conjunto de fallos, de desesperaciones, de interrupciones que dan forma al documental. La fuerza de Rewind and Play no es la de la continuidad, la de la línea, sino la de las interrupciones; el documental reporta una imposibilidad, reporta la imposibilidad de continuar, la imposibilidad misma de empezar; se trata de una pieza audiovisual que, como el bebop mismo, usa la discontinuidad y las interrupciones como propuestas estéticas.

***

“¿No quieres decir nada sobre Nelly?”, le pregunta Henri Renaud en lo que adivinamos como un intento más de hacerlo hablar por fuera de la grabación. “Sí, algunas cosas….”, responde Monk, con una sonrisa entre el desconcierto y la burla. Entonces Renaud dice, como si se dirigiera a un niño: “A ver, yo digo: ‘¿cuál es el título de esta pieza?’, y tú dices ‘Crespuscule with Nellie’”. La mirada de Monk no puede ser más escéptica antes de que empiece la grabación:

-          “Thelonious, ¿cuál es el nombre de esta última pieza?”

-          “Crepus… Crepuscule with Nellie” –responde Monk con una espontaneidad forzada, a punto de convertirse en carcajada.

-          Nellie es tu esposa…

-          Sí…

-         

-         

-          Y… ella una vez me contó que nacieron en el mismo barrio….

Entonces Renaud repite lo mismo, en francés, mientras Monk sonríe, divertido y, como dirá más adelante, con ganas de irse a cenar. En ese momento irrumpe un corte colorido en la pantalla, una suerte de cortocircuito que pone en evidencia todo lo que está pasando.




Renaud vuelve a intentar:

-          ¿Puedes decirnos algo sobre eso, Thelonious?

-          Todo lo que puedo decir es que… ella es mi esposa… y la madre de mis hijos…

-          Thelonouis –traduce Renaud– dice que es su esposa y la madre de sus hijos. Pero yo puedo agregar –dice intentando continuar, buscando superar la interrupción, ir hacia adelante– que después de viajar por el mundo durante años, Nellie está siempre con él. La vemos bajar de los aviones con él, ir a hoteles con él, detrás del escenario… en todas partes.

La entrevista es un chiste, pero parece que solo Monk lo sabe. La voz en off del director dice: “Ok. Hagamos esto de nuevo”, y vuelve a empezar:

-          Thelonious, ¿puedes decir algo sobre Nellie?

-         

-         

-          Es mi esposa y la madre de mis hijos –vuelve a decir Monk–…. Eso es todo lo que puedo decir….

***

Hay que ver los dedos de Thelonious Monk cuando toca el piano. Por supuesto basta escucharlo para oír cómo golpea las teclas reciamente, para escuchar algunos apartes en que una nota aparece sola, como una interrupción, aislada, seguida de un silencio largo que se rompe con otra nota aislada y golpeada. No siempre, pero usualmente escucharlo es escuchar la tensión entre una armonía que no puede terminar de tomar impulso, que busca iniciar pero que no termina de lograrlo; pero que, cuando lo hace, se expande diáfanamente, sutil, ligera para, solo un momento después, regresar al tartamudeo.

            Los dedos de Thelonious Monk eran la encarnación misma de esa tensión en su música –y de lo que ocurría en la entrevista–: eran dedos tiesos, endurecidos, tensos, inflexibles; nada de acariciar las teclas (llevar las yemas de los dedos de arriba hacia abajo) hay en sus golpeteos. Alguna vez Nina Simone dijo que verlo tocar de esa manera le hacía siempre presumir una equivocación repentina pero que, para su sorpresa, Monk nunca fallaba una nota. En otro momento, Monk dijo algo en lo que suelo pensar cada tanto: primero, que para él no había una nota equivocada; y luego que, pensándolo bien, él no tocaba con las notas que escogía, sino con las que no escogía, con las que dejaba de lado. Alguna vez, hace ya muchos años, vi con alguien a Monk tocando –ya no recuerdo qué canción– y dijo que creía ver que las teclas que se movían no eran las que él digitaba sino las otras,  las ausentes.

El jazz, en general, es eso: el estándar (la melodía más tarareable) es una estructura que se hace explícita en algunos momentos pero que la mayor parte del tiempo permanece oculta, implícita bajo las improvisaciones y conversaciones de los músicos; de cierta manera, en el jazz, lo que no oímos es tan importante como lo que oímos. Ese es el jazz, en general, pero el caso de Monk es radical. 

***

Véanlo aquí, tocando Blue Monk en Noruega (1966):


Es como si Monk no fuera completamente consciente de lo que está pasando; como si lo que pasara dependiera de sus dedos y no de él. Mejor: como si, literalmente, corporalmente, estuviera concentrado en las notas que no escoge, en lo que no suena, y no en lo que está sonando. Lo que escuchamos son interrupciones….

Verlo en ejecuciones como esta hacía pensar que no era capaz de avanzar en una melodía continua, locuaz, incluso rápida. Pero lo era, y lo hacía de maravilla. Justo fue esa la tensión la que hizo a Monk el músco de jazz que fue: la tensión entre la continuidad y la interrupción, entre la ejecución y su imposibilidad. Don’t blame me es las dos cosas: unos dedos tiesos que golpean las teclas –dedos de la torpeza–, pero que de repente saltan ligeros y realizan una rápida e impecable melodía. Decía el escritor colombiano Andrés Caicedo sobre la torpeza en el gran Jerry Lewis: “La torpeza es, además, unas ganas inauditas de estar pidiendo perdón. Y cuando se llega a un punto ya totalmente irreconciliable con las normas de la realidad, empieza el suprarrealismo, los miembros que se estiran, brazos que llegan hasta los pies después de un esfuerzo supremo para sostener una pesa…”. Los dedos de Monk son la torpeza y la agilidad, al mismo tiempo; la continuidad y la interrupción. El filósofo francés Jacques Derrida escribió alguna vez: “la interrupción es indecisa, ella indecide. Ella da su aliento a la pregunta que, lejos de paralizar, pone en movimiento. La interrupción libera incluso movimiento infinito”.

- Tuve la suerte de coincidir con Theloniuous en 1954 en New York y de frecuentar su casa –cuenta Renaud en otro de sus intentos–. En esa época él vivía en un pequeño apartamento, con habitaciones chicas, excepto por la cocina. Entonces, él tocaba… él tocaba en un pequeño piano vertical en el living. Después, con él éxito, cambió de piano y compró uno grande. Como la cocina era el único lugar grande, no dudó un momento en ponerlo en la cocina. Como ven en esta fotografía, cuando entras a su casa ves el piano, junto al fregadero, la cocina, la plancha y esas cosas. Thelonious, ¿por qué pusiste el piano en la cocina?

Thelonious sonríe socarronamente, y dice:

        - … Porque era la habitación más grande de la casa.

 - Thelonious repitió –traduce Renaud, ya exasperado– lo que yo acababa de decirles. Puso su gran piano en la cocina porque era la habitación más grande de la casa.

Todo se queda en silencio, la imagen comienza distorsionarse y nos quedamos viendo la gran sonrisa de Monk –que es el único (y nosotros, ahora que ya no podemos hacer más que reírnos), que se divierte con la situación–.

lunes, 26 de diciembre de 2022

"En la tierra somos fugazmente grandiosos", Ocean Vuong (fragmento)

Este hombre. Este hombre blanco. Este Paul que abre la puerta de madera del jardín y el pestillo suena con ruido metálico a su espalda, no es mi abuelo por la sangre..., sino por los actos.   

            ¿Por qué se alistó como voluntario en Vietnam cuando tantos jóvenes se iban a Canadá para zafarse del reclutamiento? Sé que nunca te lo dijo, porque habría tenido que explicarte su implacable y abstracto amor por la trompeta en una lengua que no dominaba. Siempre había querido llegar a ser un “Miles Davis blanco” de los maizales y los bosques remotos de Virginia. Las notas rotundas de la trompeta reverberaban a través de la casa campesina de dos pisos de su adolescencia. La casa con las puertas arrancadas por un padre encolerizado que recorría los cuartos aterrorizando a la familia. El padre cuya única conexión con Paul era el metal: el proyectil alojado en su cerebro desde el día del desembarco en la playa de Omaha; y el latón que Paul se llevaba a la boca para hacer música.

            Recuerdo la mesa. Y cómo intenté devolvértela. Y cómo me tenías en brazos  y me cepillabas el pelo, diciendo:

– Ya está, ya está… No pasa nada, no pasa nada…

Pero es una mentira.

Fue más bien así: te di la mesa, mamá…, es decir, te entregué mi vaca de colores, que había sacado de la papelera cuando el señor Zappadia no miraba. Y los colores se movieron y arrugaron en tus manos. Yo traté de explicártelo pero me faltaba la lengua que tú podías entender. ¿Entiendes? Yo era una herida abierta en mitad de Norteamérica y tú estabas dentro de mí preguntando: “¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos, cariño?”

Recuerdo haberte mirado durante largo rato, y, como tenía seis años, creía que podía transmitir mis pensamientos a tu mente con solo mirarte fijamente y con la suficiente intensidad. Recuerdo llorar de rabia. Tú no tenías ni idea. Me metiste la mano por debajo de la camisa y me rascaste la espalda, de todas formas. Recuerdo haberme dormido así: tranquilo; con mi vaca pintada desplegándose sobre la cómoda como una bomba de colores a cámara lenta.

Paul se enfrascaba en la música para zafarse, y cuando su padre hizo pedazos su instancia para ingresar en el conservatorio, Paul se fue incluso más allá; recorrió la distancia que le separaba de la oficina de alistamiento, y pronto se vio, con diecinueve años, en el Sudeste Asiático.

Dicen que las cosas pasan por alguna razón, pero no sé decirte por qué los muertos siempre superan en número a los vivos.

No sé decirte por qué algunas mariposas monarcas, camino del sur, sencillamente dejan de volar, sienten de súbito que las alas les pesan demasiado, como si no fueran del todo suyas, y caen, y se borran ellas mismas de esta historia.

No sé decirte por qué, en esa calle de Saigón, mientas el cuerpo yacía bajo una sábana, seguí escuchando, no el cántico que brotaba de la garganta de la drag queen, sino el de mi interior: “Muchos hombres, muchos, muchos, muchos, muchos hombres. Me desean la muerte.” La calle palpitaba y hacía girar en torno a mí sus colores hechos trizas.

En medio de la conmoción reparé en que habían movido el cuerpo. La cabeza se había ladeado, estirando la sábana con ella y dejando una nuca ya pálida al descubierto. Y allí, justo debajo de la oreja, no más grande que una uña, un pendiente de jade osciló un par de veces y se detuvo. “Señor, no lloro más, no miro más al cielo. Ten piedad de mí. Tengo sangre en el ojo, compañero, y no veo.”

            Recuerdo que me agarraste por los hombros. Y llovía a cántaros o nevaba o las calles estabas inundadas o el cielo tenía un color de magulladura. Y tú estaba[s] de rodillas en la acera atándome los zapatos azul claro y me decías: “Recuerda. Recuerda. Tú ya eres vietnamita.” Ya lo eres. Y estás preparado.

            Ya ha pasado.

            Recuerdo la acera, cómo empujábamos  el carro herrumbroso hacia la iglesia y el comedor de beneficencia de New Britain Avenue. Recuerdo la acera. Cómo empezó a sangrar: pequeñas gotas carmesí fueron apareciendo debajo del carro. Y había una estela de sangre delante de nosotros. Y detrás. Debían de haber disparado o apuñalado a alguien la noche anterior. Seguimos caminando. Dijiste:

     No mires al suelo, cariño. No bajes la mirada. –La iglesia está tan lejos. Su aguja es una puntada en el cielo–. No bajes la mirada. No bajes la mirada.

Recuerdo el Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tus manos mojadas sobre las mías. Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tu mano tan caliente. Tu mano, mía. Recuerdo que dijiste:

    Perro Pequeño, levanta la mirada. Levanta la mirada. ¿Ves? ¿Ves los pájaros en los árboles?

Recuerdo que era febrero. Los árboles se recortaban negros y desnudos contra el cielo encapotado. Pero tú seguías hablando:

    ¡Mira! Los pájaros. De tantos colores. Pájaros azules. Pájaros rojos. Pájaros magenta. Pájaros de purpurina. –Tu dedo apuntó hacia las ramas retorcidas–. ¿No ves el nido de polluelos amarillos; cómo la madre de color verde les da de comer lombrices?

Recuerdo cómo tus ojos se agrandaban. Recuerdo mirar y mirar fijamente la punta de tu dedo, hasta que, al fin, un borrón esmeralda maduró y se hizo realidad. Y los vi. A los pájaros. A todos. Cómo florecían como frutas mientras tu boca se abría y cerraba y las palabras no paraban de colorear los árboles. Recuerdo que olvidé la sangre. Recuerdo que no miré hacia el suelo en ningún momento.

Sí, hubo una guerra. Sí, nosotros vinimos de su epicentro. En aquella guerra, una mujer se obsequió a sí misma con un nombre nuevo, Lan, y con aquel nombre nuevo se proclamó bella, y luego hizo que esa belleza crease algo que merecía la pena conservar. De ahí nació una hija, y de esa hija un hijo.

Todo este tiempo me decía a mí mismo que habíamos nacido de la guerra, pero estaba equivocado, mamá. Nacimos de la belleza.

Que nadie nos confunda con el fruto de la violencia, violencia que, pese a haber pasado a través del fruto, no ha conseguido pudrirlo.




martes, 20 de agosto de 2019

"Escribo, luego pienso", de Wim Wenders


Llevo unos meses escribiendo mi tesis doctoral. Es un proceso raro en el que debo combinar un plan de escritura (un argumento capitular; argumentos pequeños que den forma al argumento más amplio; una linealidad que articule el argumento del capítulo con el argumento de la tesis) con una suerte de improvisación, de caminos que sólo se van trazando mientras se escribe. Debo jerarquizar ideas y, al mismo tiempo, estar dispuesto a perderme, a explorar, a cambiar de camino para, al final, dar forma a algo más o menos provisional. A diferencia de recorrer un territorio guiado por su representación mapeada, aquí se trata, puedo decir -y de manera similar a como se talla una esmeralda, uno de los centros de la tesis- de ir construyendo el territorio a medida que se va andando.

Poco solemos pensar los académicos en la forma de escribir. En muchas, desafortunadamente muchas, ocasiones, asumimos la escritura como un mero reporte. Un mero reporte de dos cosas: de la realidad y de nuestros pensamientos. Cierta relación de semejanza incuestionable entre estas dos cosas y la tercera cosa (la escritura) suele definir nuestro trabajo. Quizá nos hace falta mucho camino para cuestionar esa semejanza que damos por sentada, esa relación que pretendemos transparente y que oculta lo que en realidad se parece más, como digo, a la exploración. No es nada fácil la exploración, por supuesto. Las experimentaciones exageradas y espectaculares están a la orden del día. Pero de eso, justamente, se trata explorar.

Hace unos días comencé a leer ese bonito libro de Wim Wenders "Los pixeles de Cézzane, y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas". Comencé a leerlo mientras esperaba a ser llamado por una doctora encargada de solucionar una ligera lesión de mi rodilla izquierda. Me regañó, como suelen hacer los médicos, por fumar. Me dio información sobre lo dañina que era mi actividad y terminó mostrándome cómo la lesión podía tener que ver con el cigarrillo. Yo seguía pensando en las palabras de Wenders mientras escuchaba una información que conozco de sobra y que, soberbia e ingenua, la médica me daba asumiendo que era esa -la falta de información, la ignorancia, en otras palabras- la causa de mi relación con el cigarrillo. Al final le dije que sabía de qué me hablaba, que fumar era mi decisión y ella respondió, soberbia e ingenua, que era un necio.

Y quizá la necedad tiene mucho que ver también con la forma de escribir. Escribir con necedad. ¿Hay acaso exploradores que no sean necios?

Pero, sin más preámbulo, transcribo el primer texto de Wenders en el libro: "Escribo, luego pienso". Está escrito en versos y sobre ello dice Wenders:

"Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña en verso que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones,
«bloques visuales de ideas» o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos"




"Escribo, luego pienso", Wim Wenders"

Hay personas que son capaces de pensar con una enorme claridad.
Otras, pensando no llegan muy lejos.
Pierden el hilo a la vuelta de cada esquina
y tienen que estar buscando todo el tiempo el punto de partida
para saber qué era lo que querían decir.
Yo soy una de esas.
Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final.
Las ideas van cobrando claridad
a medida que veo las palabras escritas delante mío.
Tengo la impresión de que es así porque en el resto de las esferas
suelo confiar sobre todo en la vista,
que por lo tanto pasó a ser mi sentido más agudo.
Si puedo ver lo que hace un instante no era más que pensamiento,
la idea queda liberada,
se transforma en la imagen escrita del proceso de reflexión
y puede continuar pensándose hacia adelante.

Si escribo a mano es absolutamente imposible que surja una imagen.
Eso se debe a mi caligrafía (¡hijo de médico!),
y a que siento que lo que escribo de puño y letra sigue siendo
parte de mi pensamiento
y no de lo que se abarca con la mirada.

Durante mucho tiempo fui apuntando mis sueños
en medio de la noche, entredormido.
Me forzaba a cumplir, aun sin despertar,
con una disciplina que yo mismo me había impuesto.
Pero por la mañana esos garabatos eran imposibles de descifrar.
Su sentido se había volatilizado,
tal como sucede con los sueños,
que con cada segundo que pasa después de amanecer
se repliegan en la oscuridad,
se retraen y caen en un abismo del que nunca se los
puede arrancar
—salvo cuando pocas, muy pocas veces,
logramos atrapar la punta
de un ovillo que quedó como flotando
a la deriva
y así le sonsacamos otras imágenes a la oscuridad.

Pero cuando despertaba
y no veía ni un trazo mínimamente comprensible
desde lo visual,
me quedaba desconcertado mirando esos jeroglíficos
con la esperanza imposible
de amasarlos para poder formar una palabra
que a la vista
me resultase familiar.
Y ni hablar de que hubiera algún indicio
que me permitiera reconstruir qué había soñado.
Como fueron muchas las veces que mi propia caligrafía
me generó esta dificultad
(sobre todo si había pasado cierto tiempo desde que lo
había escrito)
y como me resultaba imposible desentrañar algo que
tuviese sentido
(y otros de por sí no hubiesen podido hacerlo),
fui aprendiendo con el tiempo a volcarme directamente
a la máquina.
Antes usaba máquinas de viaje.
La última, una Olivetti roja, estuvo dando vueltas un buen tiempo
y de vez en cuando recibía cierta atención por caridad.

Después llegaron los primeros word processors o
«procesadores de texto».
Los recuerdo muy bien: las primeras versiones no podían
memorizar más que un par de líneas.
Había que escribirlas y guardarlas antes de seguir pensando,
y el único modo de imprimirlas era en papel térmico.
Se hacía con una especie de tinta invisible:
una vez que la hoja estaba un tiempo a la luz, era imposible
ver nada…
Las ideas llevaban una vida a puro riesgo,
siempre al filo de quedar desteñidas.
(Más allá de que ese papel tenía la fastidiosa tendencia
a enrollarse todo el tiempo,
como si ya de por sí le molestara revelar lo que cargaba.)

Después, por fin, llegaron las computadoras.
Mi escritura,
y en consecuencia mi modo de pensar,
dieron un salto cuántico,
no sin antes tener que sobreponerse a un shock:
el primer texto que escribí en la primera pc Compaq que tuve
se esfumó cuando tenía solo un día de escrito.
El resultado fue que toda esa cadena de pensamientos desapareció
y fue imposible recuperarla,
como un sueño del olvido.

Eso no me volvió a suceder nunca
y ahora escribo muchísimo más que antes.
Escribo en medio de la noche, cuando no puedo dormir,
o temprano por la mañana o en cualquier momento del día.
Me fascina escribir por el camino. Lo que más me gusta es escribir en trenes y aviones,
pero también en taxis, tranvías y autobuses.
Las habitaciones de los hoteles me conquistaron tanto
como los cafés,
los parques y las bibliotecas públicas.
Hasta las casillas de observación, esas que no sé qué cazadores
instalan en las márgenes de los bosques,
me parecen un lugar fantástico.
Los textos que están en proceso
(como este)
se sienten muy a gusto en sitios desconocidos
y gozan al mudarse de lugar en lugar.

Me pregunto: ¿Estaré pensando mejor?
No necesariamente.
Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña en verso que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones,
«bloques visuales de ideas» o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos.

Poco tiene que ver con los «versos» propiamente dichos.
Es una forma que responde más que nada al deseo de que las ideas
hallen un ritmo que las ponga en movimiento,
tal como en el cine,
que se vale de la edición
para generar un flujo determinado de imágenes.
Aplicando este tipo de escritura
los pensamientos, en el mejor de los casos,
se echan a fluir en una corriente similar.
Así como una película puede ser revisada y pulida
con un sistema de edición no lineal,
la computadora me permite cortar, prolongar,
redirigir, explayar, precisar, descartar,
superponer, fundir, girar, saltear…

Escribiendo
la sucesión de pensamientos puede ser increíblemente lúdica.
Las ideas pueden servirse de muchos más recursos para jugar
que cuando «solo se las pensaba».
La escritura,
su carácter visual y ese ritmo tan particular,
las liberan de su soponcio y las alientan a avanzar.

Mis primeros textos breves datan de finales de los sesenta.
Fueron escritos para la revista Filmkritik,
que se editaba en un formato más bien pequeño
y tenía una tirada de varios miles de ejemplares
para los pocos cineastas que había en la República Federal
de Alemania de aquel entonces.
Enno Patalas era su editor, pero la publicación contaba
en particular
con aportes de Helmut Färber y Frieda Grafe,
dos de mis grandes ejemplos a la hora de escribir sobre imágenes.

Una vez decidí acompañar uno de esos textos
con una imagen que tomé de una tira.
(Me permito volver a incorporarla.)
Solo eliminé lo que había fuera de la ventana.

Así es como,
a mi parecer,
quería y quiero escribir y pensar:
como si estuviese mirando por la ventana hacia el cielo
o como si estuviese delante de una hoja en blanco, antes,
o delante de una pantalla, hoy,
ante una superficie siempre dispuesta que no solo recoge mis ideas
sino que además me sugiere correcciones,
me propone algún sinónimo
y que, sobre todo,
no se cansa de procesar y de formatear
lo que le in-, pre- o reescribo.

Antes, en las épocas de Filmkritik, todo era mucho más engorroso.
Primero escribía los textos a mano, «en no limpio»,
anotaba un par de puntas verbales y conceptuales.
Después lo «pensaba» tipeando
(o al revés),
tiraba de la hoja para sacarla de la máquina,
tachaba con un bolígrafo palabras o frases completas,
pintarrajeaba un par de correcciones por encima o por los costados
y volvía a tipear todo.
Y después, muy posiblemente, hacía todo una vez más.
Un incordio.

Ahora todo eso se puede hacer prácticamente en un único paso
que engloba todos los métodos anteriores
o los almacena como un recuerdo
que toma forma de un modo más lúdico, rápido e intuitivo.

Es decir, que ese pensar-escribiendo o esa escritura-pensante,
que es un modo de «poner en imágenes» y de «editar la cinta»,
me permite entender algunas cosas de un modo del que no
hubiese sido capaz pensando.
Las palabras, escritas y contextualizadas,
la gramática, volcada a un ritmo y a una caligrafía,
dejan que las ideas se escurran por distintos surcos, tomen aire,
recuperen su centro y finalmente se afiancen.
Es una especie de pensamiento empírico…

No puedo dejar de relacionar este modo mío de pensar escribiendo
con el trabajo en el cine.
Y quizás ahora, cuando escriba el episodio que me viene en mente,
logre entender adónde quería ir con esta idea.
Recuerdo que cuando trabajábamos en los preparativos
de El amigo americano,
mi camarógrafo Robby Müller y yo
estábamos bajo una fuerte influencia de las obras
de Edward Hopper
(por primera, pero no por última vez),
y habíamos diagramado una propuesta visual que consistía
en que cada toma pudiera ser compuesta de un modo tal
que la cámara no tuviese que hacer ningún movimiento.
Queríamos que los actores se desplazaran dentro de un
único cuadro
o que pudieran entrar y salir de él.
Queríamos que cada toma se afirmara cada vez más
como una «imagen».

Estábamos muy convencidos de nuestra propuesta.
Los primeros dos días de rodaje, la respetamos.
¡Ni un solo movimiento de cámara!
Todo se definía a partir del marco:
lo que quedaba dentro de sus límites estaba salvado,
lo que quedaba fuera, sería invisible por todos los tiempos.
(Es elocuente que por aquel entonces la película llevara el título provisorio
Framed, es decir, ‘enmarcado’,
si bien lo interesante de esa palabra es que en inglés encierra
otros significados
relacionados con la farsa y la difamación.)

Al finalizar el segundo día
nos sentamos a ver el resultado de nuestras primeras jornadas
de trabajo.
(Antes había que esperar,
no se podía ir viendo lo que se hacía mientras se rodaba.)
Tomamos posición en nuestras butacas sin decir una palabra
y acusamos recibo de lo que veíamos
sin emitir ningún gesto
ni comentario.
Se encendió la luz y el silencio fue prolongado y espectral.
Pasado un rato, nos atrevimos a mirarnos nuevamente a los ojos.
Los dos asentimos al mismo tiempo y yo,
solo para confirmar lo que los dos ya sabíamos,
dije: «Bueno, ¡a rodar de nuevo!».

Y eso fue lo que hicimos.
Repetimos los dos primeros días de rodaje, completos,
con la única diferencia de que tiramos por la borda la idea inicial
y volvimos a mover la cámara.
¡Qué liberación!
De pronto todo lo que parecía estar petrificado e inerte
se llenó de vida.
La rigidez de la cámara había generado una rigidez
en las emociones.
Es más:
el principio preconcebido
había impedido que las imágenes afloraran,
las había predestinado desde un primer momento a nacer muertas.

Desde ese momento mi cámara (casi) siempre se mueve
y hago un gran rodeo para evitar cualquier idea preconcebida.
A lo que voy:
creo que a la hora de pensar y de escribir
me sucede algo muy similar.
El pensamiento y la escritura no pueden ir antecedidos
de una opinión.
Necesito esa libertad de movimiento,
esos desplazamientos de cámara, por decirlo así.
Tengo que poder «orbitar» alrededor de una idea
o verla «desde arriba»,
tengo que poder aproximarme de a poco
o alejarme para tomar distancia.
Eso es lo que les da vida.

Me resulta muy importante poder observar ese proceso.
El desarrollo de mis pensamientos se manifiesta del mismo modo
que lo hace la narración de una película en la edición.
Ustedes la pueden ir siguiendo
porque yo también tengo que poder seguirla para avanzar.
Esas serían las instrucciones para leer (¿pensar?)
este libro.