Datos personales

lunes, 26 de diciembre de 2022

"En la tierra somos fugazmente grandiosos", Ocean Vuong (fragmento)

Este hombre. Este hombre blanco. Este Paul que abre la puerta de madera del jardín y el pestillo suena con ruido metálico a su espalda, no es mi abuelo por la sangre..., sino por los actos.   

            ¿Por qué se alistó como voluntario en Vietnam cuando tantos jóvenes se iban a Canadá para zafarse del reclutamiento? Sé que nunca te lo dijo, porque habría tenido que explicarte su implacable y abstracto amor por la trompeta en una lengua que no dominaba. Siempre había querido llegar a ser un “Miles Davis blanco” de los maizales y los bosques remotos de Virginia. Las notas rotundas de la trompeta reverberaban a través de la casa campesina de dos pisos de su adolescencia. La casa con las puertas arrancadas por un padre encolerizado que recorría los cuartos aterrorizando a la familia. El padre cuya única conexión con Paul era el metal: el proyectil alojado en su cerebro desde el día del desembarco en la playa de Omaha; y el latón que Paul se llevaba a la boca para hacer música.

            Recuerdo la mesa. Y cómo intenté devolvértela. Y cómo me tenías en brazos  y me cepillabas el pelo, diciendo:

– Ya está, ya está… No pasa nada, no pasa nada…

Pero es una mentira.

Fue más bien así: te di la mesa, mamá…, es decir, te entregué mi vaca de colores, que había sacado de la papelera cuando el señor Zappadia no miraba. Y los colores se movieron y arrugaron en tus manos. Yo traté de explicártelo pero me faltaba la lengua que tú podías entender. ¿Entiendes? Yo era una herida abierta en mitad de Norteamérica y tú estabas dentro de mí preguntando: “¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos, cariño?”

Recuerdo haberte mirado durante largo rato, y, como tenía seis años, creía que podía transmitir mis pensamientos a tu mente con solo mirarte fijamente y con la suficiente intensidad. Recuerdo llorar de rabia. Tú no tenías ni idea. Me metiste la mano por debajo de la camisa y me rascaste la espalda, de todas formas. Recuerdo haberme dormido así: tranquilo; con mi vaca pintada desplegándose sobre la cómoda como una bomba de colores a cámara lenta.

Paul se enfrascaba en la música para zafarse, y cuando su padre hizo pedazos su instancia para ingresar en el conservatorio, Paul se fue incluso más allá; recorrió la distancia que le separaba de la oficina de alistamiento, y pronto se vio, con diecinueve años, en el Sudeste Asiático.

Dicen que las cosas pasan por alguna razón, pero no sé decirte por qué los muertos siempre superan en número a los vivos.

No sé decirte por qué algunas mariposas monarcas, camino del sur, sencillamente dejan de volar, sienten de súbito que las alas les pesan demasiado, como si no fueran del todo suyas, y caen, y se borran ellas mismas de esta historia.

No sé decirte por qué, en esa calle de Saigón, mientas el cuerpo yacía bajo una sábana, seguí escuchando, no el cántico que brotaba de la garganta de la drag queen, sino el de mi interior: “Muchos hombres, muchos, muchos, muchos, muchos hombres. Me desean la muerte.” La calle palpitaba y hacía girar en torno a mí sus colores hechos trizas.

En medio de la conmoción reparé en que habían movido el cuerpo. La cabeza se había ladeado, estirando la sábana con ella y dejando una nuca ya pálida al descubierto. Y allí, justo debajo de la oreja, no más grande que una uña, un pendiente de jade osciló un par de veces y se detuvo. “Señor, no lloro más, no miro más al cielo. Ten piedad de mí. Tengo sangre en el ojo, compañero, y no veo.”

            Recuerdo que me agarraste por los hombros. Y llovía a cántaros o nevaba o las calles estabas inundadas o el cielo tenía un color de magulladura. Y tú estaba[s] de rodillas en la acera atándome los zapatos azul claro y me decías: “Recuerda. Recuerda. Tú ya eres vietnamita.” Ya lo eres. Y estás preparado.

            Ya ha pasado.

            Recuerdo la acera, cómo empujábamos  el carro herrumbroso hacia la iglesia y el comedor de beneficencia de New Britain Avenue. Recuerdo la acera. Cómo empezó a sangrar: pequeñas gotas carmesí fueron apareciendo debajo del carro. Y había una estela de sangre delante de nosotros. Y detrás. Debían de haber disparado o apuñalado a alguien la noche anterior. Seguimos caminando. Dijiste:

     No mires al suelo, cariño. No bajes la mirada. –La iglesia está tan lejos. Su aguja es una puntada en el cielo–. No bajes la mirada. No bajes la mirada.

Recuerdo el Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tus manos mojadas sobre las mías. Rojo. Rojo. Rojo. Rojo. Tu mano tan caliente. Tu mano, mía. Recuerdo que dijiste:

    Perro Pequeño, levanta la mirada. Levanta la mirada. ¿Ves? ¿Ves los pájaros en los árboles?

Recuerdo que era febrero. Los árboles se recortaban negros y desnudos contra el cielo encapotado. Pero tú seguías hablando:

    ¡Mira! Los pájaros. De tantos colores. Pájaros azules. Pájaros rojos. Pájaros magenta. Pájaros de purpurina. –Tu dedo apuntó hacia las ramas retorcidas–. ¿No ves el nido de polluelos amarillos; cómo la madre de color verde les da de comer lombrices?

Recuerdo cómo tus ojos se agrandaban. Recuerdo mirar y mirar fijamente la punta de tu dedo, hasta que, al fin, un borrón esmeralda maduró y se hizo realidad. Y los vi. A los pájaros. A todos. Cómo florecían como frutas mientras tu boca se abría y cerraba y las palabras no paraban de colorear los árboles. Recuerdo que olvidé la sangre. Recuerdo que no miré hacia el suelo en ningún momento.

Sí, hubo una guerra. Sí, nosotros vinimos de su epicentro. En aquella guerra, una mujer se obsequió a sí misma con un nombre nuevo, Lan, y con aquel nombre nuevo se proclamó bella, y luego hizo que esa belleza crease algo que merecía la pena conservar. De ahí nació una hija, y de esa hija un hijo.

Todo este tiempo me decía a mí mismo que habíamos nacido de la guerra, pero estaba equivocado, mamá. Nacimos de la belleza.

Que nadie nos confunda con el fruto de la violencia, violencia que, pese a haber pasado a través del fruto, no ha conseguido pudrirlo.




martes, 20 de agosto de 2019

"Escribo, luego pienso", de Wim Wenders


Llevo unos meses escribiendo mi tesis doctoral. Es un proceso raro en el que debo combinar un plan de escritura (un argumento capitular; argumentos pequeños que den forma al argumento más amplio; una linealidad que articule el argumento del capítulo con el argumento de la tesis) con una suerte de improvisación, de caminos que sólo se van trazando mientras se escribe. Debo jerarquizar ideas y, al mismo tiempo, estar dispuesto a perderme, a explorar, a cambiar de camino para, al final, dar forma a algo más o menos provisional. A diferencia de recorrer un territorio guiado por su representación mapeada, aquí se trata, puedo decir -y de manera similar a como se talla una esmeralda, uno de los centros de la tesis- de ir construyendo el territorio a medida que se va andando.

Poco solemos pensar los académicos en la forma de escribir. En muchas, desafortunadamente muchas, ocasiones, asumimos la escritura como un mero reporte. Un mero reporte de dos cosas: de la realidad y de nuestros pensamientos. Cierta relación de semejanza incuestionable entre estas dos cosas y la tercera cosa (la escritura) suele definir nuestro trabajo. Quizá nos hace falta mucho camino para cuestionar esa semejanza que damos por sentada, esa relación que pretendemos transparente y que oculta lo que en realidad se parece más, como digo, a la exploración. No es nada fácil la exploración, por supuesto. Las experimentaciones exageradas y espectaculares están a la orden del día. Pero de eso, justamente, se trata explorar.

Hace unos días comencé a leer ese bonito libro de Wim Wenders "Los pixeles de Cézzane, y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas". Comencé a leerlo mientras esperaba a ser llamado por una doctora encargada de solucionar una ligera lesión de mi rodilla izquierda. Me regañó, como suelen hacer los médicos, por fumar. Me dio información sobre lo dañina que era mi actividad y terminó mostrándome cómo la lesión podía tener que ver con el cigarrillo. Yo seguía pensando en las palabras de Wenders mientras escuchaba una información que conozco de sobra y que, soberbia e ingenua, la médica me daba asumiendo que era esa -la falta de información, la ignorancia, en otras palabras- la causa de mi relación con el cigarrillo. Al final le dije que sabía de qué me hablaba, que fumar era mi decisión y ella respondió, soberbia e ingenua, que era un necio.

Y quizá la necedad tiene mucho que ver también con la forma de escribir. Escribir con necedad. ¿Hay acaso exploradores que no sean necios?

Pero, sin más preámbulo, transcribo el primer texto de Wenders en el libro: "Escribo, luego pienso". Está escrito en versos y sobre ello dice Wenders:

"Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña en verso que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones,
«bloques visuales de ideas» o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos"




"Escribo, luego pienso", Wim Wenders"

Hay personas que son capaces de pensar con una enorme claridad.
Otras, pensando no llegan muy lejos.
Pierden el hilo a la vuelta de cada esquina
y tienen que estar buscando todo el tiempo el punto de partida
para saber qué era lo que querían decir.
Yo soy una de esas.
Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final.
Las ideas van cobrando claridad
a medida que veo las palabras escritas delante mío.
Tengo la impresión de que es así porque en el resto de las esferas
suelo confiar sobre todo en la vista,
que por lo tanto pasó a ser mi sentido más agudo.
Si puedo ver lo que hace un instante no era más que pensamiento,
la idea queda liberada,
se transforma en la imagen escrita del proceso de reflexión
y puede continuar pensándose hacia adelante.

Si escribo a mano es absolutamente imposible que surja una imagen.
Eso se debe a mi caligrafía (¡hijo de médico!),
y a que siento que lo que escribo de puño y letra sigue siendo
parte de mi pensamiento
y no de lo que se abarca con la mirada.

Durante mucho tiempo fui apuntando mis sueños
en medio de la noche, entredormido.
Me forzaba a cumplir, aun sin despertar,
con una disciplina que yo mismo me había impuesto.
Pero por la mañana esos garabatos eran imposibles de descifrar.
Su sentido se había volatilizado,
tal como sucede con los sueños,
que con cada segundo que pasa después de amanecer
se repliegan en la oscuridad,
se retraen y caen en un abismo del que nunca se los
puede arrancar
—salvo cuando pocas, muy pocas veces,
logramos atrapar la punta
de un ovillo que quedó como flotando
a la deriva
y así le sonsacamos otras imágenes a la oscuridad.

Pero cuando despertaba
y no veía ni un trazo mínimamente comprensible
desde lo visual,
me quedaba desconcertado mirando esos jeroglíficos
con la esperanza imposible
de amasarlos para poder formar una palabra
que a la vista
me resultase familiar.
Y ni hablar de que hubiera algún indicio
que me permitiera reconstruir qué había soñado.
Como fueron muchas las veces que mi propia caligrafía
me generó esta dificultad
(sobre todo si había pasado cierto tiempo desde que lo
había escrito)
y como me resultaba imposible desentrañar algo que
tuviese sentido
(y otros de por sí no hubiesen podido hacerlo),
fui aprendiendo con el tiempo a volcarme directamente
a la máquina.
Antes usaba máquinas de viaje.
La última, una Olivetti roja, estuvo dando vueltas un buen tiempo
y de vez en cuando recibía cierta atención por caridad.

Después llegaron los primeros word processors o
«procesadores de texto».
Los recuerdo muy bien: las primeras versiones no podían
memorizar más que un par de líneas.
Había que escribirlas y guardarlas antes de seguir pensando,
y el único modo de imprimirlas era en papel térmico.
Se hacía con una especie de tinta invisible:
una vez que la hoja estaba un tiempo a la luz, era imposible
ver nada…
Las ideas llevaban una vida a puro riesgo,
siempre al filo de quedar desteñidas.
(Más allá de que ese papel tenía la fastidiosa tendencia
a enrollarse todo el tiempo,
como si ya de por sí le molestara revelar lo que cargaba.)

Después, por fin, llegaron las computadoras.
Mi escritura,
y en consecuencia mi modo de pensar,
dieron un salto cuántico,
no sin antes tener que sobreponerse a un shock:
el primer texto que escribí en la primera pc Compaq que tuve
se esfumó cuando tenía solo un día de escrito.
El resultado fue que toda esa cadena de pensamientos desapareció
y fue imposible recuperarla,
como un sueño del olvido.

Eso no me volvió a suceder nunca
y ahora escribo muchísimo más que antes.
Escribo en medio de la noche, cuando no puedo dormir,
o temprano por la mañana o en cualquier momento del día.
Me fascina escribir por el camino. Lo que más me gusta es escribir en trenes y aviones,
pero también en taxis, tranvías y autobuses.
Las habitaciones de los hoteles me conquistaron tanto
como los cafés,
los parques y las bibliotecas públicas.
Hasta las casillas de observación, esas que no sé qué cazadores
instalan en las márgenes de los bosques,
me parecen un lugar fantástico.
Los textos que están en proceso
(como este)
se sienten muy a gusto en sitios desconocidos
y gozan al mudarse de lugar en lugar.

Me pregunto: ¿Estaré pensando mejor?
No necesariamente.
Solo me he acostumbrado a observar los pensamientos escribiendo.
Esta forma extraña en verso que ven aquí
me resulta de gran ayuda.
Genera patrones,
«bloques visuales de ideas» o,
de algún modo,
una estructura en la que hay una especie de gramática visual
que me ayuda
a no perder de vista
la gramática de los pensamientos.

Poco tiene que ver con los «versos» propiamente dichos.
Es una forma que responde más que nada al deseo de que las ideas
hallen un ritmo que las ponga en movimiento,
tal como en el cine,
que se vale de la edición
para generar un flujo determinado de imágenes.
Aplicando este tipo de escritura
los pensamientos, en el mejor de los casos,
se echan a fluir en una corriente similar.
Así como una película puede ser revisada y pulida
con un sistema de edición no lineal,
la computadora me permite cortar, prolongar,
redirigir, explayar, precisar, descartar,
superponer, fundir, girar, saltear…

Escribiendo
la sucesión de pensamientos puede ser increíblemente lúdica.
Las ideas pueden servirse de muchos más recursos para jugar
que cuando «solo se las pensaba».
La escritura,
su carácter visual y ese ritmo tan particular,
las liberan de su soponcio y las alientan a avanzar.

Mis primeros textos breves datan de finales de los sesenta.
Fueron escritos para la revista Filmkritik,
que se editaba en un formato más bien pequeño
y tenía una tirada de varios miles de ejemplares
para los pocos cineastas que había en la República Federal
de Alemania de aquel entonces.
Enno Patalas era su editor, pero la publicación contaba
en particular
con aportes de Helmut Färber y Frieda Grafe,
dos de mis grandes ejemplos a la hora de escribir sobre imágenes.

Una vez decidí acompañar uno de esos textos
con una imagen que tomé de una tira.
(Me permito volver a incorporarla.)
Solo eliminé lo que había fuera de la ventana.

Así es como,
a mi parecer,
quería y quiero escribir y pensar:
como si estuviese mirando por la ventana hacia el cielo
o como si estuviese delante de una hoja en blanco, antes,
o delante de una pantalla, hoy,
ante una superficie siempre dispuesta que no solo recoge mis ideas
sino que además me sugiere correcciones,
me propone algún sinónimo
y que, sobre todo,
no se cansa de procesar y de formatear
lo que le in-, pre- o reescribo.

Antes, en las épocas de Filmkritik, todo era mucho más engorroso.
Primero escribía los textos a mano, «en no limpio»,
anotaba un par de puntas verbales y conceptuales.
Después lo «pensaba» tipeando
(o al revés),
tiraba de la hoja para sacarla de la máquina,
tachaba con un bolígrafo palabras o frases completas,
pintarrajeaba un par de correcciones por encima o por los costados
y volvía a tipear todo.
Y después, muy posiblemente, hacía todo una vez más.
Un incordio.

Ahora todo eso se puede hacer prácticamente en un único paso
que engloba todos los métodos anteriores
o los almacena como un recuerdo
que toma forma de un modo más lúdico, rápido e intuitivo.

Es decir, que ese pensar-escribiendo o esa escritura-pensante,
que es un modo de «poner en imágenes» y de «editar la cinta»,
me permite entender algunas cosas de un modo del que no
hubiese sido capaz pensando.
Las palabras, escritas y contextualizadas,
la gramática, volcada a un ritmo y a una caligrafía,
dejan que las ideas se escurran por distintos surcos, tomen aire,
recuperen su centro y finalmente se afiancen.
Es una especie de pensamiento empírico…

No puedo dejar de relacionar este modo mío de pensar escribiendo
con el trabajo en el cine.
Y quizás ahora, cuando escriba el episodio que me viene en mente,
logre entender adónde quería ir con esta idea.
Recuerdo que cuando trabajábamos en los preparativos
de El amigo americano,
mi camarógrafo Robby Müller y yo
estábamos bajo una fuerte influencia de las obras
de Edward Hopper
(por primera, pero no por última vez),
y habíamos diagramado una propuesta visual que consistía
en que cada toma pudiera ser compuesta de un modo tal
que la cámara no tuviese que hacer ningún movimiento.
Queríamos que los actores se desplazaran dentro de un
único cuadro
o que pudieran entrar y salir de él.
Queríamos que cada toma se afirmara cada vez más
como una «imagen».

Estábamos muy convencidos de nuestra propuesta.
Los primeros dos días de rodaje, la respetamos.
¡Ni un solo movimiento de cámara!
Todo se definía a partir del marco:
lo que quedaba dentro de sus límites estaba salvado,
lo que quedaba fuera, sería invisible por todos los tiempos.
(Es elocuente que por aquel entonces la película llevara el título provisorio
Framed, es decir, ‘enmarcado’,
si bien lo interesante de esa palabra es que en inglés encierra
otros significados
relacionados con la farsa y la difamación.)

Al finalizar el segundo día
nos sentamos a ver el resultado de nuestras primeras jornadas
de trabajo.
(Antes había que esperar,
no se podía ir viendo lo que se hacía mientras se rodaba.)
Tomamos posición en nuestras butacas sin decir una palabra
y acusamos recibo de lo que veíamos
sin emitir ningún gesto
ni comentario.
Se encendió la luz y el silencio fue prolongado y espectral.
Pasado un rato, nos atrevimos a mirarnos nuevamente a los ojos.
Los dos asentimos al mismo tiempo y yo,
solo para confirmar lo que los dos ya sabíamos,
dije: «Bueno, ¡a rodar de nuevo!».

Y eso fue lo que hicimos.
Repetimos los dos primeros días de rodaje, completos,
con la única diferencia de que tiramos por la borda la idea inicial
y volvimos a mover la cámara.
¡Qué liberación!
De pronto todo lo que parecía estar petrificado e inerte
se llenó de vida.
La rigidez de la cámara había generado una rigidez
en las emociones.
Es más:
el principio preconcebido
había impedido que las imágenes afloraran,
las había predestinado desde un primer momento a nacer muertas.

Desde ese momento mi cámara (casi) siempre se mueve
y hago un gran rodeo para evitar cualquier idea preconcebida.
A lo que voy:
creo que a la hora de pensar y de escribir
me sucede algo muy similar.
El pensamiento y la escritura no pueden ir antecedidos
de una opinión.
Necesito esa libertad de movimiento,
esos desplazamientos de cámara, por decirlo así.
Tengo que poder «orbitar» alrededor de una idea
o verla «desde arriba»,
tengo que poder aproximarme de a poco
o alejarme para tomar distancia.
Eso es lo que les da vida.

Me resulta muy importante poder observar ese proceso.
El desarrollo de mis pensamientos se manifiesta del mismo modo
que lo hace la narración de una película en la edición.
Ustedes la pueden ir siguiendo
porque yo también tengo que poder seguirla para avanzar.
Esas serían las instrucciones para leer (¿pensar?)
este libro.

viernes, 20 de octubre de 2017

Ingenuidad y clases sociales: cuatro shocks

"Gente de bien", de Franco Lolli (2014), hace tres años

Vimos "Gente de bien" del colombiano Franco Lolli, 2014. Al final de la proyección un niño se paró en la tarima cerca de la pantalla, miró al público y nos preguntó: "¿Qué tal?, ¿les gustó?". El niño era Brayan Santamaría, actor que personifica a Eric, personaje principal de la película. Luego de la agradable sorpresa que rompe el encanto de los que aparecen en pantallas, comenzaron las preguntas. La mayoría, y con razón, estaban dirigidas a su trabajo: ¿había guión? (no), ¿habías estudiado actuación antes del rodaje? (no), ¿has vuelto a ver a los otros actores? (a la mayoría, no), ¿estás trabajando en otras películas? (sí: ahora viajo a Estados Unidos a grabar una y regreso a Colombia a trabajar en otra. Comenzaré a estudiar en Casa Ensamble). Yo tenía en la cabeza el asunto de las clases sociales que fue lo que más me conmovió de la película. Le hice dos preguntas. La primera: ¿Si tuvieras que escoger una sensación para calificar a tu personaje, Eric, escogerías la rabia o la tristeza? (Tristeza, por la muerte de la perra). La segunda: ¿aprendiste algo sobre las clases sociales durante y luego del rodaje? (Yo ya había vivido conflictos parecidos porque mi mamá trabajaba haciendo el aseo de familias adineradas). He escuchado opiniones casi siempre poco favorables a la película o, más bien, que la definen como una buena película pero que ni fu ni fa. Por ejemplo: "Habla de los problemas de la caridad, de que a punta de ayudas individuales no se soluciona nada, pero no va más allá".

Para empezar, creo que el hecho de que una película se decida a relatar un tema tan complejo ya es ir realmente lejos. Pero además, creo que Lolli logra hacerlo realmente bien, es decir, sin caer en gestos explicativos acerca de lo que está ocurriendo, sin incluir diálogos afanosos en los que los niños expliquen sus acciones o en los que algún adulto reflexione sobre las diferencias entre la madre de clase media-alta y el padre de clase baja. Al contrario, el director pareciera apenas poner en pantalla lo que en nuestro país se repite cientos de veces cada día y que, quizás por eso mismo, simplemente hemos dejado de ver: los conflictos y acomodos en y entre clases sociales.

Calzar Converse y desayunar cereales, veinte años atrás.

Yo recuerdo cuándo tuve mis primeros Converse originales. El día que mi madre al fin pudo comprarlos, no solo me di cuenta yo sino muchos de mis compañeros del colegio. Fue todo un evento cuya importancia me hicieron explícita por varias semanas: "¡Huy! ¡Compró Converse originales!". Mi esposa recuerda cuándo desayunó, por primera vez, con cereales (Chococrispis, para ser más exactos). Un viejo amigo recuerda cuándo, a los quince años, conoció la Bogotá que quedaba más allá (más al norte) del Parque Nacional. En algunas ocasiones, los tres hemos tenido la oportunidad de contar estos recuerdos a amigos comunes de clase alta. En varias ocasiones quienes escuchan se han sorprendido, de manera transparente, por el hecho de que recordemos detalles como esos. Digo "de manera transparente" porque sé que en efecto, y simplemente, no se imaginaban que algo así fuera posible. Así de simple: no se lo imaginaban, no les parecía posible, no concebían la idea de que los cereales o los Converse tuvieran "algo" especial, "algo" particular, "algo" por lo que valiera la pena recordarlos. Los cereales se comen y los Converse se calzan; no constituyen ningún acontecimiento.

Las extrañas manos de mi amiga, cinco años atrás.

Hace ya unos seis años, una amiga conocía en el Amazonas a quien, unos años después, se convertiría en su esposo. Veían una película en  un hotel en Leticia cuando él le preguntó a ella, con tono de preocupación, qué le había ocurrido en las manos. Ella no entendió la pregunta, así que se miró las palmas, los dorsos, los dedos pero siguió sin entender. Le preguntó a él a qué se refería. Él le dijo que eran sus palmas, que las palmas de sus manos eran raras. ¿Cómo así?, dijo ella, ¿por qué raras? Mira las mías, dijo él. Pusieron una palma al lado de la otra y ella, mi amiga, comprendió que él se refería a los cayos que, curtidos durante tantos años de trabajo, hacían que las palmas de él fueran, en efecto, completamente distintas a las suyas; y comprendió que las suyas, tras años y años de ausencia de trabajo manual, eran efectivamente unas palmas raras, extrañas y hasta enfermas. Él, sinceramente, no entendía qué hacía ella, qué se aplicaba, para no tener un solo cayo en sus manos. De verdad no lo entendía.

La clase alta salvadoreña, un año atrás

Hace unos meses, compañeros y profesores del doctorado en el que estoy comíamos en un restaurante en la ciudad de Zamora, Michoacán, México. Algunos hablábamos de colegios, de prepas, escuelas, etc. Por alguna razón, una compañera salvadoreña mencionó la piscina (o alberca) de su colegio; hicimos algunos comentarios jocosos acerca de su clase social y ella, de nuevo con total ingenuidad, preguntó: "¿Y es que sus colegios no tenían piscina". Todos nos reímos y ella, seria, lo preguntó de nuevo: "¿no tenían piscina?". Nadie le respondió y nos quedamos confundidos: ¿sus preguntas eran en serio?, ¿fingía ingenuidad siendo que en realidad quería reafirmar su origen de clase? Como fuera, era perfectamente posible que su pregunta fuera sincera, que, de nuevo, asumiera que todos los colegios del mundo tenían piscina.

***


El diccionario de la RAE define ingenuidad como "falta de malicia"; y define malicia como "intención solapada, de ordinario maligna o picante, con que se dice o se hace algo". En Colombia (uno de los países más desiguales del planeta, si no el más) las diferencias de clase, la consciencia de clase, suele adquirir matices realmente maliciosos o, de plano, directos. Hay mil ejemplos que, seguro, cada uno tendrá. Pero el matiz que más me interesa es aquél que no alcanza la malicia sino, todo lo contrario, aquél que se queda (o, mejor dicho: ¡que ha alcanzado!) la ingenuidad; es decir, aquel que ha dejado de ser malicioso y se ha convertido en ingenuo: el de la sorpresa por los Converse, los cereales, el parque nacional o las piscinas. Aquella diferencia de clase que, de manera realmente aterradora, borra, elimina, hace impensables (literalmente), imposibles (literalmente), inimaginables (¡literalmente!) experiencias de personas con las que nos cruzamos a diario en las calles, en los buses, en las fiestas, en los salones de clase; es decir, que hace que podamos compartir cualquier cosa (la vida misma) mientras un desconocimiento inmenso nos distancia de manera radical sin darnos cuenta.

Walter Benjamin usó la palabra shock para ese tipo de mónadas experimentales que, através de la sorpresa, de la detención de algo que hasta entonces ha fluido de manera normalizada, condensan las tensiones sociales y, diría Benjamin, la historia misma:

A la historiografía materialista le subyace un principio constructivo. Ahí del pensamiento forman parte no sólo el movimiento del pensar, sino ya también su detención. Cuando el pensar se para, de repente, en una particular constelación que se halle saturada de tensiones, se le produce un shock mediante el cual él se cristaliza como mónada. El materialista histórico sólo se acerca a un objeto histórico en cuanto se lo enfrenta como mónada (Tesis sobre la historia)
Sería bien bonito hacer una colección de shocks en los que esa ingenuidad, ese desconocimiento y, ante todo, esa sorpresa, ese hallazgo de algo absolutamente normalizado, emerge en nuestra vida cotidiana. Un plan para el largo plazo. Habrá que ir construyéndolo.