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viernes, 20 de octubre de 2017

Ingenuidad y clases sociales: cuatro shocks

"Gente de bien", de Franco Lolli (2014), hace tres años

Vimos "Gente de bien" del colombiano Franco Lolli, 2014. Al final de la proyección un niño se paró en la tarima cerca de la pantalla, miró al público y nos preguntó: "¿Qué tal?, ¿les gustó?". El niño era Brayan Santamaría, actor que personifica a Eric, personaje principal de la película. Luego de la agradable sorpresa que rompe el encanto de los que aparecen en pantallas, comenzaron las preguntas. La mayoría, y con razón, estaban dirigidas a su trabajo: ¿había guión? (no), ¿habías estudiado actuación antes del rodaje? (no), ¿has vuelto a ver a los otros actores? (a la mayoría, no), ¿estás trabajando en otras películas? (sí: ahora viajo a Estados Unidos a grabar una y regreso a Colombia a trabajar en otra. Comenzaré a estudiar en Casa Ensamble). Yo tenía en la cabeza el asunto de las clases sociales que fue lo que más me conmovió de la película. Le hice dos preguntas. La primera: ¿Si tuvieras que escoger una sensación para calificar a tu personaje, Eric, escogerías la rabia o la tristeza? (Tristeza, por la muerte de la perra). La segunda: ¿aprendiste algo sobre las clases sociales durante y luego del rodaje? (Yo ya había vivido conflictos parecidos porque mi mamá trabajaba haciendo el aseo de familias adineradas). He escuchado opiniones casi siempre poco favorables a la película o, más bien, que la definen como una buena película pero que ni fu ni fa. Por ejemplo: "Habla de los problemas de la caridad, de que a punta de ayudas individuales no se soluciona nada, pero no va más allá".

Para empezar, creo que el hecho de que una película se decida a relatar un tema tan complejo ya es ir realmente lejos. Pero además, creo que Lolli logra hacerlo realmente bien, es decir, sin caer en gestos explicativos acerca de lo que está ocurriendo, sin incluir diálogos afanosos en los que los niños expliquen sus acciones o en los que algún adulto reflexione sobre las diferencias entre la madre de clase media-alta y el padre de clase baja. Al contrario, el director pareciera apenas poner en pantalla lo que en nuestro país se repite cientos de veces cada día y que, quizás por eso mismo, simplemente hemos dejado de ver: los conflictos y acomodos en y entre clases sociales.

Calzar Converse y desayunar cereales, veinte años atrás.

Yo recuerdo cuándo tuve mis primeros Converse originales. El día que mi madre al fin pudo comprarlos, no solo me di cuenta yo sino muchos de mis compañeros del colegio. Fue todo un evento cuya importancia me hicieron explícita por varias semanas: "¡Huy! ¡Compró Converse originales!". Mi esposa recuerda cuándo desayunó, por primera vez, con cereales (Chococrispis, para ser más exactos). Un viejo amigo recuerda cuándo, a los quince años, conoció la Bogotá que quedaba más allá (más al norte) del Parque Nacional. En algunas ocasiones, los tres hemos tenido la oportunidad de contar estos recuerdos a amigos comunes de clase alta. En varias ocasiones quienes escuchan se han sorprendido, de manera transparente, por el hecho de que recordemos detalles como esos. Digo "de manera transparente" porque sé que en efecto, y simplemente, no se imaginaban que algo así fuera posible. Así de simple: no se lo imaginaban, no les parecía posible, no concebían la idea de que los cereales o los Converse tuvieran "algo" especial, "algo" particular, "algo" por lo que valiera la pena recordarlos. Los cereales se comen y los Converse se calzan; no constituyen ningún acontecimiento.

Las extrañas manos de mi amiga, cinco años atrás.

Hace ya unos seis años, una amiga conocía en el Amazonas a quien, unos años después, se convertiría en su esposo. Veían una película en  un hotel en Leticia cuando él le preguntó a ella, con tono de preocupación, qué le había ocurrido en las manos. Ella no entendió la pregunta, así que se miró las palmas, los dorsos, los dedos pero siguió sin entender. Le preguntó a él a qué se refería. Él le dijo que eran sus palmas, que las palmas de sus manos eran raras. ¿Cómo así?, dijo ella, ¿por qué raras? Mira las mías, dijo él. Pusieron una palma al lado de la otra y ella, mi amiga, comprendió que él se refería a los cayos que, curtidos durante tantos años de trabajo, hacían que las palmas de él fueran, en efecto, completamente distintas a las suyas; y comprendió que las suyas, tras años y años de ausencia de trabajo manual, eran efectivamente unas palmas raras, extrañas y hasta enfermas. Él, sinceramente, no entendía qué hacía ella, qué se aplicaba, para no tener un solo cayo en sus manos. De verdad no lo entendía.

La clase alta salvadoreña, un año atrás

Hace unos meses, compañeros y profesores del doctorado en el que estoy comíamos en un restaurante en la ciudad de Zamora, Michoacán, México. Algunos hablábamos de colegios, de prepas, escuelas, etc. Por alguna razón, una compañera salvadoreña mencionó la piscina (o alberca) de su colegio; hicimos algunos comentarios jocosos acerca de su clase social y ella, de nuevo con total ingenuidad, preguntó: "¿Y es que sus colegios no tenían piscina". Todos nos reímos y ella, seria, lo preguntó de nuevo: "¿no tenían piscina?". Nadie le respondió y nos quedamos confundidos: ¿sus preguntas eran en serio?, ¿fingía ingenuidad siendo que en realidad quería reafirmar su origen de clase? Como fuera, era perfectamente posible que su pregunta fuera sincera, que, de nuevo, asumiera que todos los colegios del mundo tenían piscina.

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El diccionario de la RAE define ingenuidad como "falta de malicia"; y define malicia como "intención solapada, de ordinario maligna o picante, con que se dice o se hace algo". En Colombia (uno de los países más desiguales del planeta, si no el más) las diferencias de clase, la consciencia de clase, suele adquirir matices realmente maliciosos o, de plano, directos. Hay mil ejemplos que, seguro, cada uno tendrá. Pero el matiz que más me interesa es aquél que no alcanza la malicia sino, todo lo contrario, aquél que se queda (o, mejor dicho: ¡que ha alcanzado!) la ingenuidad; es decir, aquel que ha dejado de ser malicioso y se ha convertido en ingenuo: el de la sorpresa por los Converse, los cereales, el parque nacional o las piscinas. Aquella diferencia de clase que, de manera realmente aterradora, borra, elimina, hace impensables (literalmente), imposibles (literalmente), inimaginables (¡literalmente!) experiencias de personas con las que nos cruzamos a diario en las calles, en los buses, en las fiestas, en los salones de clase; es decir, que hace que podamos compartir cualquier cosa (la vida misma) mientras un desconocimiento inmenso nos distancia de manera radical sin darnos cuenta.

Walter Benjamin usó la palabra shock para ese tipo de mónadas experimentales que, através de la sorpresa, de la detención de algo que hasta entonces ha fluido de manera normalizada, condensan las tensiones sociales y, diría Benjamin, la historia misma:

A la historiografía materialista le subyace un principio constructivo. Ahí del pensamiento forman parte no sólo el movimiento del pensar, sino ya también su detención. Cuando el pensar se para, de repente, en una particular constelación que se halle saturada de tensiones, se le produce un shock mediante el cual él se cristaliza como mónada. El materialista histórico sólo se acerca a un objeto histórico en cuanto se lo enfrenta como mónada (Tesis sobre la historia)
Sería bien bonito hacer una colección de shocks en los que esa ingenuidad, ese desconocimiento y, ante todo, esa sorpresa, ese hallazgo de algo absolutamente normalizado, emerge en nuestra vida cotidiana. Un plan para el largo plazo. Habrá que ir construyéndolo.

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