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domingo, 2 de enero de 2011

"La historia de Horacio" de Tomás González

Anoche terminé "La historia de Horacio" del colombiano Tomás González. Ana María me lo había recomendado muy insistemente y aunque debo confesar que me sentí un poco... desconectado de "Los caballitos del diablo" (2006), "La historia de Horacio" (1997) me ha dejado conmocionado. Y es que, con tan sólo dos de sus libros leídos hasta ahora, he llegado a concluir que, por su constitución misma, la literatura de González requiere de tiempo. Y no porque sea difícil o sus obras muy extensas (al contrario son sumamente fluidas), sino porque sus tiempos son los tiempos de la melancolía y del dolor, tiempos extensos, como etéreos y autónomos; son los tiempos de una larga despedida (una sensación parecida a la producida por la película de Sam Peckinpah "Pat Garret y Billy the Kid"), los tiempos del refugio construido por Horacio en el afán de huir de la temporalidad de la ciudad, por huir de los cheques devueltos, de los porcentajes, de los asesinatos, de las utilidades.

Sin embargo, esto no tendría mayor gracia si se tratara sólamente de la historia de alguien que decide huir de la civilización, cual hippie en los 60, buscando construir un paraíso terrenal con sus amigos. No se trata de un rebeldía adolescente en busca de la fama (como tantos en el mundo literario); de hecho, ni siquiera hay rebeldía en la huida de Horacio, no hay ganas de cambiar el mundo ni de dejar una moraleja para que todos abandonemos esas caóticas ciudades. Al contrario, se trata sencillamente de un refugio, un mundo distinto sí, pero nunca uno paradisíaco; no se trata de la mejor opción ni del camino que todos debemos seguir. Se trata, mejor, de una decadencia dotada de profunda dignidad, de las ganas de aferrarese a la vida a pesar de todo. No se trata de dejarse morir, de un descenso pataletoso lleno de bulla ni, mucho menos, de suicidio (en la entrada anterior hablaba de la misma idea para el caso de "relámpago sobre el agua" de Wim Wenders). A Horacio, el mundo (su mujer, sus vacas, su hijo, la violencia) le duelen profundamente, y no puede controlarlo; por eso su permanente estado de nerviosisimo, por eso sus eternas pesadillas, por eso la enfermedad que termina quitándole la vida a pesar de él, por eso, como un autista, las ganas de esconderse pero nunca de abandonar la vida: como dijera Elias refiriéndose a Horacio tras su tristeza por la muerte de un ternero que ni siquiera había alcanzado a nacer: "La vida le llega demasiado intensa. Y lo está matando. Un manojo de nervios hombre Pacho Luis".

La literatura de González, si estamos dispuestos a dejarnos llevar de su mano, nos sumerge entonces en una temporalidad distinta: tiene un tiempo distinto. Distinto, doloroso y difícil de seguir; difícil porque nos enfrenta con nuestra dificultad de esperar, o mejor aún, con nuestra dificultad para ser capaces de no-esperar-nada, para dejar pasar sin planearlo todo detalladamente. "Las cosas son iguales a las cosas", diría Ignacio Escobar en "Sin remedio" de Antonio Caballero; sencillamente deberíamos estar más dipuestos a acompañarlas.

1 comentario:

Mauricio Montenegro dijo...

Se me ocurre otro pariente literario de esta historia o esta atmósfera: "La fuga de Tolstoi", de Alberto Cavallari. Podemos hacer el ejercicio: usted me pasa a González y yo le paso a Cavallari.