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viernes, 13 de noviembre de 2015

Árboles

Si me asomo por el balcón de mi departamento, o si dejo su puerta abierta y me siento en la mecedora, veo un árbol inmenso. No es grande: es inmenso. Es voluptuoso. Las ramas de arriba se sostienen entre ellas y forman un bulto más o menos circular. Las de abajo se escurren y casi alcanzan las cabezas de los que caminan o se sientan a su lado. En algunas temporadas del año, en los atardeceres, se llena de pájaros cantores. Quisiera decir que también ellos son voluptuosos, pero no he llegado a verlos. Lo que sí es voluptuoso es su canto: son muchos y cantan muy fuerte. Seguro son pichones, pero sus cantos unidos hacen pensar, soñar, que es el árbol el que canta.

Estoy leyendo Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya, escritor colombiano recientemente galardonado con el Premio Rómulo Gallegos, uno de los pocos que logra mantenerse “por fuera” de los criterios netamente comerciales. En la página 121, uno de sus pintores dice:

“En realidad creo que más que pintar los árboles, los aprendices de este oficio deberían ocupar sus días en palpar con su mirada el desarrollo de las lentas metamorfosis de esos seres que nos hablan sin que nosotros parezcamos comprenderlos. No hay que olvidar la palpitación de la savia que sube, vibrante y oscura, por los troncos. Se debe aguzar el oído para escuchar, aunque son nuestros ojos quienes perciben esas inclinaciones sutiles pero primordiales, el susurro de los pedúnculos y la mudez espléndida o penumbrosa de sus enveses. Tener todo el asombro dispuesto a enfrentar el mecanismo de la flor que abre sus pétalos al volátil emisario del deseo. Comprender, en fin, que la confluencia de las ramas, su trabazón extendida en el aire, es el cielo que nos cobija y nos colma antes de que las lluvias lleguen y nos mojen”.

En Broken Flowers, la película de Jim Jarmusch, Don Johnston (Bil Murray) llora bajo un árbol. Llora bajo un árbol y llueve. Llora bajo un árbol, llueve y está sentado al lado de la tumba de una de las posibles madres de su posible hijo. Siempre que veo esa secuencia siento que solo ahí, bajo un árbol, Don podía llorar. Como si fuera una especie de metáfora maternal que, como dice Montoya, nos protege. En el colegio en el que pasé toda mi infancia y adolescencia había muchos árboles. El colegio, de hecho, estaba rodeado por árboles. Había un circuito de ellos al que llamábamos Los Árboles del Fondo. Mi hermano, con unos nueve años entonces, nunca se bajaba de allí. Sonaba la campana para regresar a clases y él seguía trepado en sus ramas. Pasaba de uno a otro por sus copas. Luego bajaba, luego trepaba y luego volvía a bajar. Los profesores aprendieron que siempre que estuviera desaparecido bastaría con buscarlo en las copas de los árboles. Los Árboles del Fondo estaban cerca de El Bosquecito, el lugar, también tan propicio para el escondite, en el que aprendí a construir casas de madera y en el que inicié mi colección de cicatrices. El lugar en el que veíamos mapas en las manchas que dejaba la savia sobre la madera. El lugar en el que solíamos hablar de chicas y en el que, ya más grandes, algunos decidían dedicarse a la aspiración de hierbas. En Los Árboles del Fondo y en El bosquecito nos sentíamos seguros. De nuevo: protegidos. Ya no solo protegidos de la lluvia, sino protegidos de las personas, de todo lo que quedaba por fuera de las ramas y de la savia.

También al Ché Guevara le gustaban los árboles. De hecho, le gustaba leer en los árboles. Así lo cuenta Ricardo Piglia en El último lector. Ahí Guevara recuerda fragmentos de Jack London y de El Quijote. Además, se le ve escondido, en una posición bastante incómoda con la cual lidia, supongo, gracias la lectura, en la rama de un árbol boliviano con un libro en las manos:




La foto da para todo. Piglia plantea una oposición entre lectura y política y, de hecho, el mismo Guevara parece hacerlo. Termino con dos de los fragmentos del Ché citados por Piglia:

“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo.”
“El hecho de que me escape para leer, huyendo así de los problemas cotidianos, tendía a alejarse del contacto con los hombres, sin contar que hay aspectos de mi carácter que no hacen fácil el intimar.”

Mejor termino con una foto del árbol frente a mi casa:



¡A subirnos de nuevo a los árboles!... Así ya estemos viejos.