Primera: La frontera como nicho narrativo
Quería hablar de lo
que más me gustó de la ópera prima de Diego Quemada-Díez pero no fue sencillo. Antes de La jaula de oro, Quemada había trabajado
como operador de cámara de Oliver Stone, Ken Loach y Alejandro González
Iñárritu, así que la fotografía de esta película es impecable. Es también una película contenida, nada efectista ni
melodramática, más aún siendo que se mueve en un campo tan fértil para ello
como las historias de migrantes en el paso de México a Estados Unidos. En eso,
en la forma de contar, Quemada hace un trabajo que a mí me dejó bastante
conmovido. Pero la película es mucho más que una muy buena narración. De hecho,
y es de lo que quiero hablar aquí, la película me ha hecho pensar en las
fronteras y, particularmente, en la frontera entre México y Estados Unidos a
partir de tres asuntos particulares: primero, el papel de las fronteras en el
mundo contemporáneo y, sobre todo, su papel como espacios para la narración cada
vez más privilegiados; segundo, el papel de las palabras en medio de las
historias de frontera (particularmente en la historia contada por Quemada-Díez);
tercero, las fronteras como especies de bolas de cristal o de caleidoscopios
hechos de arena, luz y agua en los que podemos ver un futuro distópico.
Dicho lo anterior, esta entrada
estará dedicada al primero de los asuntos. La segunda al segundo y la tercera al tercero.
Las historias de las fronteras
Quiero empezar con tres imágenes de la frontera en la película. La primera es clásica: los rieles de un tren en medio del desierto.
La segunda también es clásica: la mano de un latinoamericano que agarra una reja detrás de la cual alcanza a verse, tan borrosa como anhelada, la bandera de Estados Unidos
La tercera fotografía es distinta, aunque no sé bien por qué. Quizás es porque pareciera remitir a una situación menos conflictiva que las dos anteriores; de hecho, podría uno imaginarse un par de escenas tranquilas en este mismo escenario: no sé, algo así como algunos campistas vestidos con chaquetas de colores vivos, o algún fotógrafo solitario cazando imágenes de águilas calvas o, por qué no, una familia aventurera (madre, padre, niño y niña) corriendo con su perro detrás. Sin embargo, por todo lo anterior, esta última imagen es la más cruda de las tres y, quizás, una de las más impactantes de toda la película del español nacionalizado mexicano. Si la ven, ya sabrán a qué me refiero.
El asunto es que la
película de Quemada es una película de frontera. No cuenta nada nuevo sobre el
asunto pero, como ya dije, lo hace muy bien. Y, como ya dije, lo que me
interesa es lo que la película representa.
Le he preguntado a un
par de personas por la palabra clave que se les viene a la cabeza para
describir nuestros tiempos: la mayoría me dijo: “globalización”. Y cuando les
pregunté por la palabra clave que se les venía a la cabeza cuando pensaban en
globalización, respondieron: conexiones (o algo parecido). El diccionario de la
RAE define conexión como: Enlace,
atadura, trabazón, concatenación de una cosa con otra. Si aceptamos el aumento de las conexiones
como fenómeno típico de nuestros tiempos, habrá que aceptar también el aumento
o fortalecimiento de los límites. El aumento en las conexiones implica el
aumento de su aparente contrario: las fronteras, las desconexiones que nacen
del aumento de los vínculos mismos. Las fronteras siempre han sido espacios de
conflictos, espacios de contacto, de lo extraño, la entrada de lo desconocido. Pero
además, en sí mismas, son espacios de invención, de poblaciones flotantes y,
sobre todo, de combinaciones extrañísimas entre valores tradicionales y lógicas
globales. Quizás por ello sirven para todo: sirven para hablar del pasado y del
futuro, sirven para pensar en el tiempo, sirven para hablar de vaqueros
solitarios del siglo diecinueve o de cruzadas de niños que alucinan en el siglo
trece. Sirven también para hablar de asesinatos de mujeres en el siglo
veintiuno, pero también para hablar de anacoretas que buscan a Dios sentados en
posición de loto en la punta de una pequeña torrecita. Hablar del desierto
implica hablar de grandes fábricas como moles blancas que parecieran vivir por
sí solas, sin necesidad de que nadie ni de nada las haga funcionar. Hablar de
los desiertos es hablar de la luz y del viento, de sonidos que no se sabe de
dónde vienen, de árboles con niños ahorcados. Es hablar de inmensas fábricas de
electrodomésticos y de camionetas con todas las luces apagadas que cruzan el
desierto repletas de centroamericanos amarrados a los sillones para no
desnucarse. Es hablar de las botellas de agua que dejan personas solidarias con
los inmigrantes. Es hablar del Padre Alejandro Solalinde que ha construido un
albergue de paso en medio del desierto para alimentar y dar comida a quienes buscan
atravesar la frontera. Hablar de los desiertos de la frontera mexicana es
hablar de los minutemen, esos
ciudadanos norteamericanos valientes y patriotas que cuidan la frontera armados
con rifles de largo, larguísimo, alcance, sin que nadie les pague nada, sólo por
amor a la patria.
Por todo ello es que
los desiertos fronterizos, poco a poco, se han venido convirtiendo en toda una
mina de oro para contar historias. Todas parecen alucinaciones, todas parecen
un poco falsas y un poco verdaderas, como si leyéndolas o viéndolas
estuviéramos ante una imagen extraña que vemos con los ojos llenos de
arena mientras caminamos en el desierto, una alucinación en la que vemos, convertidos
en una sola mueca aterradora, el pasado, el presente y el futuro al mismo
tiempo.
Nazario Moreno: “El más loco” y Los Caballeros Templarios
Pronto me iré a vivir
a una pequeña ciudad en el estado de Michoacán en México. Como muchos sabrán,
desde hace unos años Michoacán ha vivido la consolidación de grupos de
autodefensas en contra del poder de los narcotraficantes. Es, además, uno de
los lugares clave para escuchar las historias de los coyotes, los especialistas en pasar migrantes por la frontera. Una
de las agrupaciones más conocidas de narcos llevaba por nombre Los Caballeros Templarios y estaba
comandada por Nazario Moreno González: El
más loco. Nazario murió el pasado marzo en el municipio de Tumbiscatío en
Michoacán. De él se dice que estaba relacionado con una red de tráfico
de órganos, que solía practicar asesinatos rituales que incluían el consumo de
corazones humanos y que la mayoría de sus víctimas fueron niños. Pero además de
eso, antes de morir Nazario dejó un libro con su autobiografía. Sólo con el
título basta para imaginarse el contenido: “Me dicen: El Más Loco. Diario de un idealista”. En ella declara su
admiración e identificación con los poderes de Kalimán para comunicarse con los animales. Dice Nazario:
“nunca fui a una escuela, crecí prácticamente
salvaje y aprendí a leer y a escribir cuando tenía más de diez años y fue por
pura curiosidad al leer a Kalimán que decía que lo más poderoso es la
“paciencia y la mente humana”. Ahora de grande siento tener algo extraño en mí
mismo que me hace comprender algunas cosas en los animales. En ciertas
ocasiones me adelanto a lo que van a hacer, o mejor dicho, de antemano sé qué
es lo que van a hacer en los siguientes segundos. No me explico ese fenómenos,
pero así es...”
En su libro, Nazario Dice que se trata de una especie de diario
personal que escribía “en las noches de
soledad en la serranía”. Dice además que desde pequeño le gustaba la
violencia, que le fascinaba jugar a “las guerritas” y que desde aquellas
batallas infantiles ya fingía su muerte para renacer y acabar
a balazos con sus contrincantes. La distribución del libro
está prohibida por el ejército mexicano. Sin embargo, de vez en cuando,
aparecen cajas abandonas con decenas de ejemplares en parques o estaciones de
transporte público para que sean tomados por quien quiera:
“Juan N, conductor de un vehículo del
servicio de transporte público de Zihuatanejo, indicó que al finalizar el día
se dio cuenta que había una caja olvidada en uno de los asientos. La caja
estaba abierta y cuando la revisó, encontró decenas de ejemplares de “Me
dicen: “el más loco”.
Juan ya sabía algo del libro y como no se quiso meter en líos, los dejó en la
calle. “Cuando se lo platiqué a mis compañeros choferes, me di cuenta que a
varios les habían dejado cajas de libros en sus vehículos. Creemos que los
dejaron ahí para que la gente los agarrara”
La historia de un
narcotraficante que aprendió a leer con las historietas de Kalimán, que creyó
comunicarse con los animales (sobre todo con los burros) y que escribió un
libro prohibido por el Estado pero que se ha convertido en comidilla cotidiana
de los habitantes de Michoacán y de Guerrero, me ha hecho pensar, junto con uno
de los personajes más interesantes de la película de Quemada, en el papel de
las palabras en medio de los desiertos.
Asesinos escritores, violencia y escritura, sangre y letras, las palabras en el desierto. La
siguiente entrada estará dedicada particularmente a El más loco, al famoso y al parecer falso (pero eso qué importa) “terrorista”
brasilero Marcola y al indígena
guatemalteco de la película de Quemada.