Primera pista
La primera
pista la encontré en un bar-librería del Centro Comercial Nutabes en el centro
de Bogotá. Cuando tengo tiempo y ánimo, particularmente los viernes en las
tardes y después de haber caminado un buen rato, termino la jornada allí:
pido un par de cervezas, reviso algunos libros, compro alguno si el dinero me
alcanza, si es posible leo un rato y cruzo algunas palabras con Jorgito, el
dueño del lugar. Es una tienda animada y tranquila al mismo tiempo, es decir:
es una tienda animada por viejos. Algunos están solos, otros charlan en voz
baja, otros juegan ajedrez, siempre suenan boleros y a veces uno se encuentra a
gente conocida. Los viernes funciona así hasta las cinco y media o seis de la
tarde, después de esa hora, repentinamente, los boleros desaparecen para dar
paso a la salsa, el bar desplaza a la librería y, al menos de que uno vaya con
otro ánimo, hay que ahuecar el ala.
Hace un mes
comencé a releer Los detectives
salvajes. La motivación esta vez era técnica, me interesaba
fijarme en la artesanía de la novela: la biografía
como modelo básico, la contención
como técnica archiconocida (es decir: cuanto más cosas queden sin decir, más
crecerá la grandeza de la imagen), la ausencia de descripciones, las acciones
como eje central (sus personajes hacen y hacen cosas sin parar, nunca se
cansan) y, por último y más importante, los juegos, es decir, la inclusión de
pequeñísimos misterios que van poblando la novela y que crean esa atmósfera de
movimiento en medio del final de algo (http://www.revistadelibros.com/ventanas/sobre-antiheroes-y-tumbaso-por-que-bolano-es-grande). Este interés técnico apareció en
las vacaciones pasadas pensando en que, si algún día decidiera dedicarme de
lleno a la literatura, buscaría escribir una suerte de combinación entre Sergio
Pitol y Roberto Bolaño, es decir, entre historias abismales que creen su propio
mundo, un mundo usualmente desesperanzado y poblado por el mal, a lo Bolaño, e
historias impecablemente construidas, técnicamente redondas, formas que
graviten entre el ensayo y la narrativa, a lo Pitol.
La tarde
del primer encuentro, de la primera pista, yo llevaba entonces el libro de
Bolaño esperando poder sentarme a leer un poco en el café de Jorgito. Cuando me
acerqué a saludarlo, él, como buen librero, antes de saludarme puso el ojo en la
portada del libro que yo acababa de colocar sobre la barra y dijo ¡Ja!, lo
sabía, yo les dije que era Bolaño, no Bolaños, porque Bolaños es el de El Chavo,
¿no? Yo me reí y me contó que en efecto acababa de tener una controversia con
dos amigos que aseguraban que el escritor era Bolaños, con s, mientras que Jorgito sostenía la idea contraria. Jorge no tiene
libros del chileno en sus estanterías. Seguramente nunca lo ha leído. Por
supuesto sus contertulios tampoco lo han hecho pero, y ahí la gracia, ahí la
pista, estaban dispuestos a debatir sobre su apellido.
Luego de
charlar un par de minutos le pedí a Pedro una cerveza y me senté alegre porque la fama de Bolaño siguiera creciendo.
Segunda pista
Esa tarde
me tomé dos cervezas como si fueran agua (estaba muerto de sed), luego pedí un
tinto y una empanada y esperé a que A llegara luego de salir del trabajo. Mientras
tanto me entretuve revisando las estanterías y ojeando un par de libros: uno de
Steinbeck (no logro recordar cuál) y uno dedicado al estudio de la naturaleza,
tipos y cronologías de los samuráis. Decidí comprar a los japoneses y no al
norteamericano. A la hora de estar allí llegaron A y B. Una hora después lo
hicieron R y S (aunque parezca premeditado, las letras son las iniciales reales
y el orden de llegada el efectivamente ocurrido esa noche). Todos eran paisas menos
yo. Ya para entonces el bar era sólo bar, es decir, había dejado de ser
librería, y sólo sonaba salsa, es decir, ya no había boleros. No había mesas
desocupadas. En una de las mesas de nuestro lado había tres estudiantes, dos
mujeres y un hombre, con algunos libros sobre la mesa. No alcancé a ver los
títulos pero se veían viejos. Sobre la nuestra había quedado solamente Tirano Banderas, la novela de Valle
Inclán que había comprado por ocho mil pesos en la librería del FCE y, por
supuesto, Los detectives salvajes.
Uno de los jóvenes miró nuestros libros y se los señaló a sus amigos. ¡Huf!, les
dijo contento, ese libro rojo es Los
detectives salvajes de Roberto Bolaño, una chimba de libro, yo lo he leído ya dos
veces. Ellos le respondieron que todavía no lo habían leído y una de las
jóvenes agregó que ella tampoco pero que ya lo había comprado. El joven y yo
cruzamos miradas y sonreímos sin decir nada.
Era la tercera
vez ese día que Bolaño salía a la luz
pública en el mismo lugar: en la discusión sobre su apellido, en la
confirmación que Jorgito tuvo viendo el libro que yo llevaba, y en los jóvenes
estudiantes comentando el libro sobre nuestra mesa. El libro, pensé, era una
especie de talismán, un fetiche extraño
detrás del cual hay algo que todavía nos esforzamos por entender.
Al salir
del bar me quedé entonces con la sensación de que una especie de Aire Bolaño había soplado esa noche.
Tercera pista
Fue también
una tarde de viernes. Esta vez apenas había comenzado a caminar y como siempre
hice una pausa en La Romana, el
restaurante en la carrera séptima frente a la Plaza de las Nieves. Como siempre
pedí un café y una botella de agua con gas. Continuaba con la relectura de Los detectives. Llevaba cerca de media
hora leyendo cuando entró un grupo de ocho jóvenes que al parecer estaban en
primer semestre de una licenciatura que no alcancé a adivinar, pero que supuse
relacionada con las ciencias naturales. Todos pidieron postres, jugos
naturales y una de ellas un café. Sólo había dos hombres, el resto eran
mujeres. Se tomaban fotos con sus celulares, le tomaban fotos a los platos,
hablaban de las clases, se reían mucho. Yo intentaba concentrarme en la lectura
aunque lo que en realidad hacía era escuchar sus conversaciones.
De repente una
de las niñas miró hacia mi mesa y les dijo a sus amigos que el libro que yo
tenía era buenísimo, que se llamaba Los detectives
salvajes y que lo había leído en las vacaciones. Una de sus amigas le
preguntó qué otros libros conocidos tenía el autor y ella le respondió que no
sabía, que sólo conocía ese, pero que con ese valía la pena. Yo escuché sin
mirar aunque sonreí escondido detrás del libro. Ellos siguieron hablando de sus
clases y de sus vidas. Puedo asegurar
que no se trataba de estudiantes de
literatura. Hablaban de números y de fórmulas. No se trataba de jóvenes
parecidos ni a Belano ni a Lima. A pesar de ello, conocían la novela y, según
había dicho ella, le había gustado mucho.
Cuando salí
del lugar, quedé con la impresión de la existencia ya no de un Aire Bolaño sino, más aún, de una comunidad Bolaño. Está caracterizada,
pensé, por algo fundamental: se trata de una agrupación involuntaria de cuya existencia no saben sus integrantes. Jorgito no iría a La Romana, los estudiantes tampoco irían
a la tienda de Jorgito. Quienes estamos
fuera podemos verla, o al menos presentirla, pero sus integrantes no, ellos
siguen leyendo la novela sin saber que hay varios haciendo exactamente lo mismo
a pocos metros. Por supuesto yo no hago parte de ella. Quizá es porque
ya estoy demasiado viejo.
Cuarta pista
El último encuentro
fue el viernes pasado. También en la tarde. Había salido de La Romana y caminaba hacia el San Moritz, el tradicional café en la
dieciséis entre séptima y octava. Conozco a los propietarios del lugar así que
puedo sentarme a tomar y a leer tranquilamente. Pero el encuentro tuvo lugar
antes de llegar al café. Fue simple, corto y conmovedor como los otros. Justo
en la séptima con diecinueve una joven me entregó un papel con publicidad del
candidato presidencial Jorge Enrique Robledo. Aunque decidí alejarme de la actividad
política desde hace un par de años (incluidas las elecciones), para esta
ocasión he querido acercarme un poco más así que recibí con interés el
papelito. En una mano llevaba la sombrilla y en otra el libro de Bolaño. Recibí
el papel con la mano en la que llevaba el libro. La facilidad para reconocer la
portada es inaudita. La joven lo habrá visto por un segundo y sin duda no tuvo
necesidad de leer el título para reconocer que se trataba de Los detectives salvajes. ¡Ah!, me dijo
cuando ya tuve el papel en mis manos, Los
detectives salvajes. Todavía no
terminaba de acostumbrarme a las consecuencias de cargar con el libro a simple
vista así que, como si no supiera de qué me hablaba, estúpidamente leí el
título del libro, sonreí y mientras me alejaba despacio le dije que sí.
Emocionada me respondió que era buenísima, nada más, sólo dijo que era
buenísima. Yo le dijo que sí, nada más, le dije que sí como si no fuera necesario
decir nada más, como si se tratara de una clave cuya mención garantizara algo,
no sé bien qué. Le dije que sí y me alejé leyendo la publicidad del candidato
al Congreso y pensando en el poder mágico del libro.
Final
Yo ya no estoy para comunidades. De hecho,
después de cada encuentro buscaba darle vuelta al libro para garantizar que la
portada no se viera. Ya no estoy para comunidades, pero sin duda me alegra que Los detectives salvajes, una novela que
sobre todo enseña que la literatura es una aventura, esté
cultivando una comunidad de jóvenes lectores que, aunque no se conozcan entre sí,
garantiza que Bolaño siga entre nosotros.