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miércoles, 22 de agosto de 2012

A propósito de “El buen salvaje” de Eduardo Caballero y “Sin remedio” de Antonio Caballero



Sin remedio no es una novela sobre Bogotá. Al mismo A. Caballero le salen chispas por los ojos cada vez que un periodista se refiere a su novela de esa forma: podría haberla escrito con cualquier otra ciudad del mundo como escenario, ha dicho muchas veces (París por ejemplo, como ocurre en El buen salvaje). El centro de SR es, y ahí su gran conexión con EBS, la dificultad de escribir: poesía, en el caso de SR, novela en el caso de EBS. Las dos novelas giran alrededor de ese asunto: el humor ácido de los protagonistas de ambas novelas, su profundo escepticismo ante cualquier empresa humana (que tanto recuerda a Maqroll el Gaviero de Álvaro Mutis), su conciencia de clase por llamarla de alguna manera, su horror ante los panfletos políticos como forma de vida (vengan de donde vengan), sus opiniones tan políticamente incorrectas y, en fin, su torpeza y desinterés por comprometerse con cualquier cosa (sobre todo ellos mismos), todo ello, gira alrededor del ejercicio de la escritura.

Queda la pregunta acerca de por qué Caballero hijo nunca parece haber mencionado (no que yo sepa) las profundas semejanzas (que para mí resultan siendo una deuda a la novela de su padre) entre las dos novelas (sin querer ignorar sus profundas diferencias también): la escena en el taller de las pintoras por ejemplo (llena de comunistas escritores y pintores) en donde el personaje termina concluyendo: “1. Todos y cada uno de los contertulios están a punto de realizar una obra maestra; 2. Todo lo que ya se ha hecho en el mundo, desde los sumerios hasta nuestros días, no es sino un entremés del plato fuerte que cada uno de ellos está cocinando en su taller de pintura, o en su mesa de café, o en la biblioteca de su universidad; 3. Quien no es comunista es un reaccionario abominable”, guarda una increíble semejanza con las tantas reuniones que sostiene Ignacio Escobar con Federico (¡que además también es pintor!) y Ana María (ambos comunistas por supuesto), y en una de las cuales Ignacio pronuncia una de mis diálogo favoritos de la novela: “Quédese quieto, Federico. Es mejor no hacer nada. La gente que hace cosas es por lo general profundamente dañina… yo soy como una planta tranquila en su maceta, sin molestar a nadie, dedicada a placeres inocentes como la transmutación de la luz en color, que es tan difícil, del aire en flores… cómo se llama eso: la diálisis, la heliofilización”. También aparecen semejanzas sorprendentes en cómo describen a los transeúntes y sobre todo a los pasajeros del Metro, en París, y de los buses, en Bogotá: ambos autores no dudan en compararlos de la misma manera con el olor agrio de las basuras y la podredumbre en general. En fin, la lista sería infinita: ¡hasta el gusto de los dos protagonistas por hacer espuma mientras orinan aparece en las dos novelas! Queda la pregunta entonces sobre el silencio de A. Caballero sobre todo esto. A pesar de ello y sin ninguna duda, quizás solamente porque vivo en Bogotá, sigo prefiriendo Sin remedio.

sábado, 18 de agosto de 2012

La huida en la literatura

LA HUIDA COMO FORMA DE HABITAR EL MUNDO EN CINCO ESCRITORES COLOMBIANOS

Huir en el mundo contemporáneo

Foto de Francesca Woodman
Huir. Huir de qué, de dónde, para qué, por qué, hacia dónde huir, cómo huir, con quién huir. Cuándo huir y por cuánto tiempo; cuándo volver, huir para nunca volver. Huir para olvidar, huir para buscar, huir para dejar de buscar, huir para sobrevivir, para dejarse morir, para desaparecer; huir para ser alguien o para dejar de serlo; huir para no chocar, huir para encerrarse, huir para moverse; huir para hacer algo o para dejar de hacerlo. Huir leyendo, huir escribiendo, huir caminando, huir corriendo, huir sólo, huir en grupo; huir de uno mismo y huir de los demás; huir en el agua, debajo de ella, huir debajo de la tierra o caminando sobre ella; huir rabioso, triste, asustado. Huir en la ficción, huir en la vida real, huir pasando de la ficción a la realidad y viceversa. Sea por lo que sea, con quien sea, para lo que sea, huir siempre es una señal de libertad, de la posibilidad de buscar recuerdos o de dejarlos atrás; una señal que nos enviamos a notros mismos y a los demás para recordar que podemos desprendernos, que podemos movernos, así sea para luego decidir dejar de movernos. Huir nos permite tomar conciencia de nosotros mismos; saber que somos distintos a todo lo demás, al mundo, a las condiciones en las que vivimos pero, sobre todo, distintos a nosotros mismos: huir nos permite contradecirnos, nos permite volver sobre nuestros caminos, encontrar nuestros límites, separarnos de todo y quebrarnos, renunciar.

Por ello, contrario a lo que suele creerse, huir es un acto de confrontación y no de cobardía. Huir, voluntariamente o no, tiene que ver con la capacidad de ponerlo todo en cuestión y la consecuente incapacidad para acomodarse; no es un acto de afirmación –es decir, de acomodamiento–, pero no lo es tampoco de rebeldía y aquí la gran atracción que genera la huida como forma de habitar el mundo y no sólo como condición circunstancial: al igual que el Bartleby de Melville, la huida busca mantenerse entre la afirmación y la negación, entre el acomodamiento y la rebeldía; aparece justo cuando el mundo le exige al individuo escoger bando, cuando comienza a exigirle respuestas, planes, acciones, movimiento; cuando le exige responder a las expectativas de los demás, cuando le exige asumir un rol; en palabras de Giorgio Agamben, Bartleby hace eterno el momento de la potencia, el momento en el que ninguna decisión se ha tomado, el momento en el que todo acto y todo pensamiento es solo posible, sólo potencia –potencia de ser y potencia de no ser– pero que nunca llega a desdoblarse en acto. De la misma manera, huir implica también negar la posibilidad de tomar posición, implica renunciar a la exigencia de moverse, de hablar, de decidir; implica renunciar a hacer ruido, y  más bien opta, como diría Ignacio Escobar en Sin remedo de Antonio Caballero, por dedicarse, como lo hacen las plantas, a esa labor tan complicada que es transformar la luz en color: la heliofilización. No se trata, de nuevo, ni de cobardía ni de ignorancia, sino más bien de reflexión, de la mejor y única salida posible al complot que es la realidad: la ironía, como bien lo diría Ricardo Piglia. Huir no es entonces renunciar a algo concreto, es más bien renunciar a la necesidad de elegir como gran principio del mundo contemporáneo; es intentar cerrar, en la medida de lo posible, las acciones de la vida en las que se hace necesario elegir la mejor opción; no se trata del acto adolescente de huir del trabajo, de huir de los compromisos familiares, de huir del consumismo, de huir de la política, de la huida como el rompimiento de las cadenas que nos atan a la sociedad; se trata de huir del acto mismo de elegir como principio vital. En últimas, la literatura sobre huidas cancela el gran principio del mundo contemporáneo según el cual la libertad de elegir (elegir religión, política, estilo de vida, orientación sexual, tipo de música, etc.) garantiza la felicidad; lo cancela cuando muestra que en realidad se trata de una obligación, de la obligación de elegir. Por ello los relatos que se acercan a esta serie de sensaciones se llenan de una melancolía que es justamente el resultado de la inutilidad de elegir; por eso se llenan de personajes en busca de la quietud, de la contemplación; por eso se llenan de tiempos en los que el pasado, el presente y el futuro se diluyen en oposición al tiempo hecho de puntos, de pequeños bing bangs, de los que habla el sociólogo Michel Maffesoli; por ello sus personajes se hunden una y otra vez en la búsqueda de sentido; y por ello, casi siempre, terminan encontrando como única respuesta, le necesidad de dejar de buscar.

Se trata de un acto predominantemente moderno y occidental además. Está basado en la aparición del individuo, es decir, en la separación de la persona como algo distinto y autónomo frente a la naturaleza y frente a otros individuos. La huida del individuo, al menos como aquí me interesa, es decir como una forma en que los sujetos actúan sobre sí mismos y no como simple huida física, sólo se hace posible en medio de la sociedad de masas; no es sino en las grandes ciudades, en medio de las masas, en medio del anonimato, en donde, paradójicamente, aparece en realidad el individuo: ¿En dónde es más intensa la búsqueda de identidad que en las grandes ciudades? ¿En dónde la sociedad está dispuesta a ofrecer mayor diversidad de kits identitarios que en esos grandes conglomerados urbanos? Ya lo decía Marx hablando del zóom politikón: el aislamiento es sólo posible en sociedad. Y es sólo en esas condiciones en donde entonces aparece la posibilidad de que cada individuo actúe sobre sí mismo: no sólo encontrarse a sí mismo, identificarse, diferenciarse de los demás, sino sobre todo diferenciarse de sí mismo, contradecirse, construirse de manera permanente y en diversos caminos que usualmente se estrellan los unos con los otros. Y es también en esas condiciones en donde, entonces, aparece la huida como forma de subjetividad, como forma de construcción del sujeto.
Modernidad, individuo, conciencia, huida. Literatura. La literatura como confesión, como catarsis en la que el autor se desdobla en los personajes de su relato para solucionar o abrir problemas propios: “con esta composición –dice Goethe en sus memorias refiriéndose a la redacción de Werther–, más que con ninguna otra, me había liberado de aquel estado tempestuoso y apasionado al que había sido arrastrado violentamente por culpas propias y ajenas…. Escrita la obra, me sentí aliviado y gozoso como tras una confesión general y dispuesto a emprender otra vida. El viejo remedio me había sentado esta vez perfectamente”. La literatura como práctica para ocultarse del mundo como tal lo escribiera Kafka en una carta a Felice: “con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva”; la literatura para dotar de sentido la propia existencia a partir de lo que se lee o de lo que se escribe. La literatura para huir, para refugiarse, para imaginar, para aislarse, para comprender, para moverse o detenerse… la literatura para actuar sobre nosotros mismos [continúa en "más información"]