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martes, 22 de noviembre de 2011

Aplaudir en los conciertos de música clásica

Muchas de las composiciones de música clásica fueron creadas para originar el aplauso del público: fanfarrias que exaltaban el valor de las naciones; coros inmensos alabando la existencia de Dios; golpes de bombo al ritmo del tiempo cardiaco para generar exaltaciones profundas; arias que remueven hasta el meñique del dedo gordo del pie y que inevitablemente hacen que uno se enamore de quien canta. Los compositores (y directores), piensen en el primero que se les venga a la cabeza, compusieron y dirigieron con la explícita intención de que el público aplaudiera. De hecho, existen miles de ejemplos en los que la regla "no aplaudir entre movimientos" terminó generando terribles incertidumbres e inseguridades en los compositores que no entendían por qué la gente no juntaba sus palmas en señal de aprobación emotiva. Por ejemplo, Mozart le escribía en alguna ocasión a su padre a propósito de la presentación de la Sinfonía París: "Justo en la mitad del primer allegro vino un pasaje que sabía que les iba a agradar, y todo el público se extasió –hubo un gran applaudissement–, y como yo sabía, desde que escribí el pasaje, el buen efecto que iba a causar, lo puse nuevamente al final del movimiento y ahí estuvieron certeros los gritos de “da capo”. El andante fue bien recibido también, pero el allegro final los complació especialmente porque yo había oído que aquí los allegros finales comienzan como si fueran allegros iniciales, con todos los instrumentos tocando al unísono. Entonces comencé el movimiento con solo dos violines tocando suave durante ocho compases y luego puse un forte repentino. Sucedió que, por ese comienzo tranquilo, empezaron a callarse unos a otros entre el público, como yo lo esperaba. Y luego vino el forte. Bueno, escucharlo y aplaudir fueron una misma cosa. Quedé tan encantado que después de la sinfonía fui al Palais Royal, me compré un helado, recé un rosario como había prometido y me fui a casa". Pues bueno, siendo Mozart quien era, un personaje de un profundo complejo de inferioridad, podremos imaginar las consecuencias que habría tenido la ausencia de aplausos durante la presentación.

El viernes pasado estuve en el concierto de Carmina Burana en el Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá y ocurrió lo mismo que siempre ocurre: nadie aplaudió en medio de los movimientos, sólo al final. Todos fuimos lo suficientemente civilizados como para apretar los dientes, tensionar los músculos y aguantarnos las ganas de aplaudir en el "in taberna", por ejemplo. No voy a decir que la música clásica en general resulte más vital que cualquier otro tipo de música, pero sin duda, al menos, es tan vital como cualquiera; históricamente sin embargo, y al parecer por razones que tienen que ver directamente con Wagner y con la relación entre la ópera y las orquestas, se ha naturalizado no sólo la necesidad de no aplaudir entre movimientos, sino en general, una especie de protocolo para escuchar música clásica en vivo (aquí un ejemplo que parece de caricatura, pero que funciona realmente: http://www.protocolo.org/social/etiqueta_en_publico/asistir_a_un_concierto_de_musica_clasica_comportamiento_y_buenos_modales_que_hacer.html).

Como digo, al parecer hay varias razones para ello: algunas de las esgrimidas por los directores y "conocedores de música clásica" dicen que este tipo de composiciones se basan en una integralidad amplia y que implican lo mismo para ser escuchadas; es decir escuchar todos los movimientos para sólo después saber si merecen la pena ser aplaudidos o no; y bueno, es posible que tengan razón. Sin embargo, una cosa no quita la otra: el hecho de aplaudir un movimiento sumamente emotivo (seguramente compuesto para generar el aplauso, al menos en la gran mayoría de las piezas más famosas) no implica que al final no podamos darnos cuenta de que dicho movimiento no le otorgaba la suficiente emoción al conjunto de la obra y entonces decidamos disminuir la fuerza del aplauso o sencillamente no aplaudir.

La otra razón histórica tiene que ver directamente con Richard Wagner efectivamente: Algo notable sucedió en las primeras interpretaciones de Parsifal en Bayreuth en 1882. Wagner solicitó que, terminado el segundo acto, los actores no salieran a hacer la venia. De esa manera, como anotó Cósima Wagner en su diario, “no se menoscabaría la impresión”. Pero el público entendió que esto significaba que no debía aplaudir, y el telón bajó en absoluto silencio. Wagner se quedó sin saber si al público le había gustado o no. Entonces se dirigió a los espectadores diciéndoles que ya era apropiado aplaudir. La gente llamó a los cantantes, pero éstos no pudieron salir porque ya estaban en pleno cambio de vestuario en los camerinos. La confusión continuó en la segunda función. Cósima escribió: “Después del primer acto hay un silencio reverencial que tiene un efecto placentero. Pero después del segundo algunos aplauden y otros los silban, lo cual se vuelve embarazoso”. Dos semanas después, el compositor se ubicó en un palco para ver la escena de las doncellas de las flores. Cuando terminó, gritó “¡Bravo!” y lo silbaron. Fue alarmante: sus seguidores se habían vuelto más wagnerianos que Wagner.

No sé qué sea lo que se deba hacer, si volver a las antiguas y animadísimas formas en las que se tocaba y escuchaba música clásica en las que la gente se movía, caminaba, charlaba, chiflaba, etc., o si efectivamente sea necesario mantener un auto control riguroso de las emociones orientado a crear el mejor ambiente posible para escuchar cada uno de los detalles de lo que se escucha (véase el ejemplo citado anteriormente acerca del protocolo que hay que seguir). Sin embargo, si de algo estoy seguro es que en términos funcionales, este tipo de formatos han logrado dotar a la música clásica de una soberbia que para nada le hace justicia a lo que realmente puede generar, y genera, en cualquier persona. La música clásica es para alegrarse, para llenarse de adrenalina (para los que montan bicicleta: háganlo mientras escuchan la 1812 por ejemplo), para entristecerse, para enamorarse; para caminar, para bailar, para invitar, para sentarse, para pararse, para mirar, para cerrar los ojos, para escuchar a todo volumen, para escuchar con otros, para escuchar sólo; por eso, no tiene por qué seguir siendo capital exclusivo de quienes ven en ella nada más que una manera para demostrar su posición en la sociedad.

En los últimos dos años se ha hablado mucho en Nueva York de un sitio llamado Le Poisson Rouge, sobre la calle Bleecker, donde antes estaba ubicado el Village Gate. Allí se llevan a cabo programas de música clásica en un ambiente de club de jazz con mesas, meseros, comida y bebida, y los intérpretes anunciando la música. Experimentos similares están surgiendo en Londres en el bar Horse & Groom y en el 100 Club, entre otros. Para algunos es la ola del futuro; para otros es lo contrario de la utopía, una pesadilla donde la música clásica es engullida por las fauces de la cultura popular. Yo sencillamente abogo por hacer todo lo que esté en nuestras manos (las de los administradores de las salas, las de los directores y músicos, las del público, las de los expertos en música clásica, las de las emisoras especializadas) para limpiar a la música (a cualquier música, pero en este caso a la clásica) de esos hálitos de distinción y exclusividad que le pertenecen a los individuos y que no tienen por qué ser transferidos a la música misma.

(Alguna de la información de esa entrada fue tomada de un artículo bastante riguroso sobre el asunto: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1610)