Datos personales

domingo, 25 de septiembre de 2011

Los 7 locos. Roberto Arlt. 1929. Segunda parte: La angustia

Preparando la sesión número tres de “Publicidad y consumo” para la Universidad he releído Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. En la introducción habla de la modernidad como un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Para hablar de ello cita un fragmento de la novela romántica de Rousseau, La nueva Eloísa, en voz de Saint-Preux, un campesino que decide trasladarse a la ciudad: “un choque perpetuo de grupos y cábalas, un flujo y reflujo continuo de prejuicios y opiniones en conflicto […] Todos entran constantemente en contradicción consigo mismos, todo es absurdo, pero nada es chocante, porque todos están acostumbrados a todo. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos, me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco”. Erdosain, el personaje principal de Los siete locos, se encuentra en la Argentina de los años 20, llena de inmigrantes, de múltiples idiomas y en creciente proceso de industrialización. Erdosain, para arrancar por ahí, es hijo del tan mentado desarraigo propio de nuestra época; del desarraigo de un mundo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire. Y aquí uno de los primeros fragmentos en los que Arlt describe la sensación de angustia de Erdosain:

"Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel rizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. Vivía. Vivía simultáneamente en el alejamiento y en la espantosa proximidad de su cuerpo. Él no era ya un organismo envasando sufrimiento, sino algo más inhumano… quizá eso… un monstruo enroscado en sí mismo en el negro vientre de la pieza. Cada capa de obscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillo, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. No podía reconocerse… dudaba que él fuera Augusto Remo Erdosain. Se apretaba la frente entre la yema de los dedos, y la carne de su mano le parecía extraña y no reconocía la carne de su frente […] Hasta la conciencia de ser, en él, no ocupaba más de un centímetro cuadrado de sensibilidad. Sí, todo su cuerpo sólo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la obscuridad. Sí, él era un centímetro cuadrado de hombre, un centímetro cuadrado de existencia prolongando con su superficie sensible, la incoherente vida un fantasma. Lo demás había muerto en él, se había confundido con la placenta de tinieblas, que blindada [blindaba] su realidad atroz”.

A pesar de que el fragmento hace parte de la escena en la que su mujer lo ha dejado, la angustia de Erdosain en absoluto puede ser explicada por ese sólo hecho, sino al contrario, como decía, debe serlo como una señal de los tiempos, los tiempos modernos, la modernidad. Por ello, resulta tan fácil trazar los lazos entre su profunda angustia y, por ejemplo, el desasosiego, la sensación de vacío, la permanente necesidad de justificar la existencia, la sensación de estar asistiendo a la vida propia como puro espectador, del personaje de Ampliación del campo de batalla de Michel Houellebecq: “Las relaciones humanas se vuelven progresivamente imposibles, lo cual reduce otro tanto la cantidad de anécdotas de la que se compone una vida. Y poco a poco aparece el rostro de la muerte. Se anuncia el tercer milenio”.

Nada nuevo sin embargo en este asunto. Quizás ya todos estemos suficientemente enterados de las novelas sobre la angustia y la soledad. Nuevo sí es, sin embargo, la aparición de la violencia como única y natural salida para ellas; y ni siquiera salida: no he leído aún Los lanzallamas ni El juguete rabioso, pero estoy seguro de que detrás de ninguna se encuentra una "salida", una solución, el paraíso, un lugar soñado, la revelación. Porque Arlt está por fuera de las moralejas, está por fuera –por encima– de las ideologías, de las promesas de un mundo mejor y, si me arriesgo un poco, por encima de las posibilidades de cambio. Los siete locos ejecuta la desarticulación del espectáculo pero no renuncia a él: todo es artificio; los hombres necesitamos nuevas mentiras en las qué creer y que nos permitan volver a dotar de sentido nuestras vidas; todas las ideologías, todas las creencias, todas las promesas, anclan su sentido en su elaboración como mentira, en su capacidad de convencer y movilizar... en nada más. Por ello, la novela (ésta, y seguramente las otras dos), son novelas de crisis, de descreimiento, en donde lo único posible es la violencia y la mentira. Ya lo decía Beatriz Sarló en una de las tres partes de la introducción: “Arlt denuncia los límites de cualquier cambio que no sea radicalmente revolucionario, es decir que no destruya las condiciones existentes. No importa cuál sea el sentido de ese cambio, lo que importa es que sea total”. Desaparecen entonces las ideologías, las promesas; desaparecen los moralismos, desaparece la objetividad de los límites entre lo bueno y lo malo; a cambio, aparece el entusiasmo; y de qué mejor manera podría aparecer: la violencia, lo único que nunca promete porque lo único que tiene que hacer es cumplirse a sí misma; ella muestra los límites de lo existente, los rompe para trazar otros nuevos que romperá nuevamente. La violencia como profecía autocumplida está siempre por fuera, no hace parte de la mentira, del espectáculo.

Siempre lúcida, siempre retadora, siempre renovada, la violencia surge en Los siete locos como la única posibilidad de existencia de aquellos perdidos entre la niebla de la cara oscura de la modernidad, lo único para darle sentido no sólo a sus propias vidas, sino sobre todo, al mundo mismo. Y bueno, ante tantos intentos fallidos, menos intensos, más artificiales, quién es quién para negarles la violencia como uno más de ellos.