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jueves, 28 de abril de 2011

La delgada línea roja. Terrence Malick (1998

No saber qué hacer. No saber qué hacer después del final de la película; quedarse acostado en la cama con la misma mirada del soldado Robert Witt justo antes de morir: la mirada de haber descubierto que todo es una mentira; quedarse acostado en la cama con la misma mirada del capitán Edward Welsh mientras el barco se aleja definitivamente de un sueño que no sabe cómo comenzó y que ni siquiera sabe si haya terminado.

No saber qué hacer después de la guerra. No saber qué hacer después de matar al primer hombre. No saber qué hacer con el último aliento mío o de mi enemigo.

No saber qué hacer cuando mirando la muerte a los ojos nos damos cuenta de que nada en realidad se mueve; de que mucho menos sabemos para dónde vamos y de dónde venimos. No saber qué hacer cuando mirándola nos damos cuenta de que todo es una ilusión, de que estamos encerrados en una gran caja que se mueve con nuestros forcejeos pero de la cual nunca hemos salido ni podremos salir y fuera de la cual nunca hemos podido ver. No saber qué hacer cuando vemos a la muerte en los ojos infinitamente profundos de un soldado que agoniza en nuestros brazos, como si mirándolos nos asomáramos a un acantilado oscuro e infinito, angustiante y tranquilo a la vez, en el que no vemos el fondo pero que sabemos que es, en sí mismo, la mejor metáfora de la vida. Sabemos entonces, viéndola en los ojos de quien muere o en los del soldado japonés que me mira justo antes de matarme, que todo lo que oyes y todo lo que ves no es más que una sola mentira.

No saber qué hacer cuando nos damos cuenta de que ni él ni yo importamos, de que no es una cuestión de individuos sino de algo mucho más grande que ni siquiera alcanzamos a imaginar. No saber qué hacer cuando sabemos que él y yo hacemos parte de la misma ilusión.

No saber qué hacer cuando nos damos cuenta de que sencillamente no queda nada más que hacer.

Habría que dedicarse de lleno a los funerales, dedicarse a sepultarlo todo, a despedirse de todo, para sólo después hacer lo único que un hombre puede hacer: encontrar algo que sea sólo suyo, hacerse una isla sólo para él.

miércoles, 6 de abril de 2011

En defensa del Mal. "No Country for old men" (Hmnos Coen, 2007)

A propósito de todo aquello que no sólo depende de los individuos.

Mientras tanto, en la América soñada por Albert (dueño del circo de Noche de circo de Bergman), se encuentra Ed Tom, sheriff de No country for old men (Hmnos. Coen). Durante varias décadas Ed ha trabajado defendiendo el orden del pueblo, pero ahora es el suyo propio, el sentido mismo de su vida, el que se le escapa inevitablemente de las manos: “eso pasa cuando perdemos el respeto a los viejos y el resto perece. Es la desastrosa marea, es inevitable”. Inevitable para él compararse con su heroico padre y con los sheriffs de antaño que no necesitaban arma para controlarlo todo; el mundo está cambiando, no le da tiempo a Ed para acomodarse y sencillamente lo deja por fuera; no entiende, quizás porque ni siquiera quiere hacerlo, las reglas de una violencia que lo mira burlona (a quiénes de nosotros no nos mira burlona la violencia): “ahora sólo voy a dedicarme dos o tres veces al día a la justicia” dice cansado y decepcionado. Ed se ha jubilado, y ahora se debate resignado y abandonado entre cabalgar sólo por la pradera o ayudar a su mujer en las labores de la casa[1].

Al contrario Anton Chighur (papel que le dio un Oscar más que merecido a Javier Bardem en la película de los Coen) representa el Mal, representa la violencia que nadie entiende, un algo superior, impalpable y sobre todo, y de ahí su magia en comparación con quienes defienden El Bien, impermeable al fracaso; mientras los buenos no tienen ya ni siquiera a qué aferrarse, Anton Chighur parece estar por encima de todo: con una de sus víctimas desangrándose en el piso, decide elevar sus piernas, posarlas relajado sobre la cama y recostarse en un sillón para evitar que la sangre derramada ensucie sus texanas negras siempre brillantes.

Su tranquilidad en comparación con los bueno, no se debe sin embargo a que logre hacer lo que quiera sin que nadie lo atrape; se trata, al contrario, de un asunto mucho más existencial si se quiere. Ed envejece defendiendo el bien (Albert, en noche de circo, lo hace haciendo reír a harapientos habitantes de pueblos perdidos en la nada); sus principios se vuelven inútiles en medio de esfuerzos individuales que titubean todo el tiempo tentados por algo que desean pero que no deben desear. Anton, al contrario, representa la inutilidad de los individuos mismos y la supremacía de algo superior que, por falta de mejores palabras, llamamos el Mal. Ed perdió algo y ahora está encerrado, sin nada a qué aferrarse; sigue soñando con la imagen joven del mundo y de su padre. Desarraigo. Anton, al contrario, ha tirado una vez más la moneda al aire en la mejor escena de la película; la moneda, el azar, decide sobre la vida y sobre la muerte de muchas de sus víctimas. Esta vez decide sobre la vida de Carla Jean, fiel representante de lo moralmente correcto y esposa de Llewelyn Moss, otro personaje que en vano intenta defenderse a sí mismo de una violencia que tampoco él logra entender a pesar de su habilidad. Anton le pide a Llewelyn que escoja cara o sello; ella se niega a escoger porque, dice convencida, “la moneda no tiene ni voz ni voto”, mientras piensa que la voz y el voto están en la voluntad de Anton, en la voluntad de las personas, no en una moneda., no en el azar En respuesta Anton se burla de la típica e ilusa frase que, según él, todos dicen antes de ser asesinados: “no tienes que hacer esto”. Y se burla porque sabe que no es cuestión de individuos, que no depende de él, que no se trata de voluntades; sabe que no es cuestión de decisiones, sabe que se debe a algo mucho más grande que la vida de cualquiera, incluyendo la suya propia, y que lo máximo que puede hacer es permitir una pequeña intromisión del azar a través de una insignificante moneda. Anton lo sabe, y por ello, sabio e impaciente ante la burda ingenuidad del Bien, de Carla Jean, le contesta: “Yo? Yo llegué aquí del mismo modo en el que llegó la moneda”.

Anton tiene lo que Ed pierde impotente. Un algo que para Anton supera la necesidad misma de sentirse parte de algo y que entonces lo protege del desarraigo y el sinsentido: él mismo no cuenta, nadie cuenta. La inevitabilidad, el destino, la inutilidad de las decisiones.

Caballero decía sobre el torero José Tomás: “no torea, digo, sino que deja que el toreo se haga a través de él, del mismo modo que el arquero zen no apunta ni dispara su arco ni se esfuerza por dar en el blanco. Simplemente da en el blanco. Pues no hay arquero, ni blanco, ni vuelo de la flecha: todo eso es lo mismo, porque no es nada. Y por eso el arquero zen no es bueno, ni malo: es infalible”. El toreo, dice Caballero, surge del torero y del toro como una tercera presencia, superior a los dos, y por ello hermosa. El bien siempre depende de las buenas acciones, del amor al prójimo, de la época, de las circunstancias, de la fe: por eso siempre falla. El Mal, en No country for old men, surge como algo superior a Anton y a su víctima; no depende de ellos, no de sus voluntades ni de sus decisiones; todo es lo mismo porque no es nada; y por eso Anton no es bueno ni malo: es infalible.



[1] Una idea parecida se encuentra en: http://cahiersdedvd.blogspot.com/2009/08/no-country-for-old-men-2007.html#more

martes, 5 de abril de 2011

Sobre la honestidad... y sobre el toreo

Últimamente ando pensando mucho en la honestidad, en la honestidad que le hace falta al mundo, a las personas, a la academia, a la política, a la música... al mundo en general. Pero ando pensando también en los muchos lugares banales que, aunque llenos de honestidad, de belleza, de pasión, de emoción, solemos ignorar por considerarlos poco serios, poco interesantes, poco reflexivos; y es que justamente ahí está su honestidad: en una emotividad casi imposible de escribir, casi imposible de contar, imposible de reducir a los 140 caracteres del twitter o a los discursos académicos que intentan "civilizarlos". El viernes, a propósito de mis 30 años, y quizás por un exceso de literatura, decidí celebrar ese tipo de honestidad, no la mía por supuesto, ni siquiera la de los 5 invitados, sino más bien la posibilidad de la honestidad; tres hombres, dos mujeres, que de muy diversas maneras, representan la posibilidad de "vivir el mundo sin bostezar": desde la enfermedad, desde el alcoholismo, desde la literatura, desde el tango, desde la salsa, desde el rock, desde la vida privada. Vivir sin bostezar, como lo hacen los boxeadores, como lo hacen los ciclistas, como lo hacen los nadadores profesionales, como lo hacen los toreros. Qué más honesto que un par de piernas inflamadas pedaleando a 70 km/h en una carretera deshabitada, qué más honesto que la disposición a morir del torero Manuel Díaz que se refiere a la muerte como un "gaje del oficio", qué más honesto que el novio de mi amiga arrodillado en las gradas del Estadio El Campín llorando por un gol de Millonarios.

En busca de esa honestidad, ajena a los artificios, a tanta reflexión, a tanta parafernalia, me he venido acercando a los deportes, sobre todo a los que tienen que ver con la violencia (aunque: ¿qué deporte no tiene ver, de una u otra forma, con la violencia?). Y a propósito compré "Toreo de sillón" de Antonio Caballero. Voy a dedicar algunas entradas a citas suyas, y quiero comenzar con la más bonita de las que he encontrado hasta ahora:


"José Tomás no torea, digo, sino que deja que el toreo se haga a través de él, del mismo modo que el arquero zen no apunta ni dispara su arco ni se esfuerza por dar en el blanco. Simplemente da en el blanco. Pues no hay arquero, ni blanco, ni vuelo de la flecha: todo eso es lo mismo, porque no es nada. Y por eso el arquero zen no es bueno, ni malo: es infalible"